El continente mestizo: Quetzalcóatl y el Humanismo prometeico

27/07/2008
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Tanto la interpretación marxista de la historia como la más reciente de Alvin Toffler asumen que las condiciones materiales de producción en primer grado —y de relación y reproducción en segundo—, explican el resto de la cultura y, en un extremo, definen o inducen una forma general de ética y de pensamiento de una sociedad dada en un momento dado. La visión opuesta sobrevalora el poder de una determinada tradición de pensamiento. Para algunos, esta tradición está construida por “poderosos pensadores”, como Platón, Marx o Fanon, como si un individuo pudiese tener la facultad de observar y actuar sobre la historia desde fuera de la misma. Para otros, éstos son sólo productos sofisticados de una forma preexistente de pensamiento en proceso de maduración en una clase dominante.

Sin embargo, nada nos impide asumir (y muchos indicios nos indican) que la realidad es construida de forma simultánea por estas fuerzas múltiples, con frecuencia opuestas. Una ambigüedad tan fecunda como contradictoria podemos observar en la historia de lo que hoy llamamos América Latina, especialmente en la corriente de los intelectuales de izquierda y probablemente en el sector más popular de esta región cultural y espiritual. En una investigación más amplia, distinguimos y rastreamos dos influencias fundamentales en este paradigma continental, definido en el Diagrama de los cuadrantes: una procede de la tradición del Humanismo europeo y la otra de la tradición popular amerindia, ilustrada por el arquetipo mítico de Quetzalcóatl.

Los estudios y debates sobre qué es el humanismo y dónde comienza son casi infinitos. No obstante, podemos identificar algunos rasgos comunes desde su nacimiento en el siglo XIV como el cuestionamiento de la razón a la autoridad y la introducción de la historia, dimensión fundamental en el ser humano como un “estar siendo”. De ahí se derivan otras consecuencias, como la reversión del paradigma de decadencia de los tiempos por su opuesto: la historia progresa y puede ser medida por la “igual libertad” de los individuos, nacidos iguales. Estos elementos serán básicos en las ideologías y en gran parte del paradigma de la Literatura del compromiso: la tradición de Hegel y Marx, de Gramsci y Fanon, etc.

Por otro lado, el recurrente concepto de liberación que se desprende del desafío de la razón y la igualdad como inherentes a cualquier ser humano, se radicalizará desde el Renacimiento. De la liberación individual, propia del misticismo asiático y europeo, del concepto del pecado individual como única forma de pecado concebible por la tradición de claustros y monasterios de sociedades estamentales, se pasará a una concepción social del pecado y de la liberación. De aquí procede la idea común de que la liberación ya no es un ejercicio de implosión sino de explosión. El individuo sólo se libera a través de la sociedad. Es una liberación moral que entiende que el individuo es el resultado de una historia y de una sociedad y que, por lo tanto, está comprometido y debe actuar en esa historia y en esa sociedad para obtener un mejor resultado. Esta mejora colectiva se asume como progresiva y también como revolucionaria, no en su sentido reaccionario de re-volver sino todo lo contrario: significa una obligación de avanzar más rapadamente en la eliminación de la opresión de clase, de nacionalidades, de raza, de género, de unos grupos sobre otros hacia la “liberación de la humanidad” sin exclusiones. De aquí surge el concepto moderno de revolución y sus falsos sustitutos, según esta concepción: la revuelta y la rebelión.

El objetivo sigue siendo el individuo, pero como este es un proceso histórico ningún individuo concreto puede completarlo. El individuo que encabeza este proceso —el héroe revolucionario— es un avanzado que ha tomado conciencia de este amplio contexto y pretende acelerarlo. No obstante nunca alcanzará su objetivo, lo que significa que, a afectos simbólicos y por medios reales, deberá ser sacrificado. No sólo el héroe revolucionario muere en la lucha que pone en movimiento este proceso, sino que cada individuo debe morir para fructificar en las generaciones posteriores, nacidas en sociedades nuevas, sociedades revolucionarias. El Hombre nuevo será aquel individuo que logre completar el proceso histórico en base a sus antecesores. El Hombre nuevo —Quetzalcóatl, Ernesto Che Guevara— es un renacido de las cenizas del héroe revolucionario en la sociedad nueva. Es un producto del progreso la historia que lucha por pasar del reino de la necesidad —y de la opresión— al reino de la libertad.

Al mismo tiempo, si el tiempo judeo-cristiano-musulmán y luego humanista es una línea con un principio y un final, el paradigma del compromiso también adquiere la naturaleza mítica del círculo. Más concretamente de los ciclos —conciencia, sacrificio, renacimiento, libración— que nunca se cierran y deben reiniciarse, aunque nunca en el mismo punto y estado. En el mismo sentido, el héroe se define como revolucionario pero es reconocido como rebelde.

A diferencia del estudio que podemos hacer sobre la tradición del humanismo, cualquier investigación sobre la tradición amerindia carece del mismo volumen y precisión de los documentos literarios, críticos y analíticos. Por un lado estos documentos eran pocos en comparación. Por el otro, fueron destruidos en gran parte de dos formas: por el fuego concreto de los conquistadores y por el fuego ideológico de la colonización. Sin embargo, no pudo haber sustitución ni eliminación de toda una civilización expresada en diferentes culturas prehispánicas sino, simplemente, represión. Esta represión por la violencia militar y eclesiástica, por la fuerza de la ideología de la esclavitud, del racismo y del clasismo de sociedades estamentales, se prolongó por más de tres siglos, más allá de las revoluciones que dieron las independencias políticas a las nuevas repúblicas a principios del siglo XVIII. Las sociedades amerindias continuaron siendo fundamentalmente agrícolas hasta el siglo XX pero debieron adoptar una ideología que servía a su propia explotación. Parte de esta ideología era, precisamente, la desvalorización de aquello que lo distinguía del colonizador o de la posterior clase criolla dirigente. Esa clase minoritaria que fundó las “repúblicas de papel” lo hizo basada en la cultura ilustrada de Europa. Una población mayoritaria que en países como Perú, Centro América o México hasta el siglo XX ni siquiera hablaba el español como primera lengua, no carecía de cultura.

A esta cultura la llamamos de forma simplificada “cultura popular”, con el objetivo de distinguirla de la políticamente dominante cultura ilustrada. Esta cultura popular, menos basada en el texto escrito que en prácticas, mitos, canciones, danzas y creencias propias fue despreciada por propios y ajenos hasta bien entrado el siglo XX. Hemos rastreado algunos elementos “míticos” de esta cultura en un corpus aparentemente ajeno o distante en el tiempo y en casos como el Cono Sur, distante en el espacio, como lo es la producción de la Literatura del compromiso. Aparte del reconocimiento de estos elementos comunes y coincidentes, entendemos que la razón de ese fenómeno radica en la inversión ideológica que se produce en el siglo XX y que forma parte del mismo proceso del humanismo, en este caso del humanismo de izquierda. Desde fines del siglo XIX podemos observar inversiones ideológicas como la “americanista” de José Martí, con respecto a la “europeísta” de Domingo Sarmiento, y más tarde la crítica más claramente marxista de González Prada y José Mariátegui. El proceso que lleva a una crítica abierta y radical a las oligarquías y los grupos en el poder político e ideológico que se expresaban desde la cultura ilustrada, procede desde esa misma cultura ilustrada. Pero su objetivo de reivindicación no es esa misma tradición sino el sujeto de opresión: el indio, el negro, el gaucho, el campesino en general y, en menor medida, el obrero urbano. Es decir, al igual que el humanismo del Renacimiento se acerca la “sabiduría popular” como objeto de estudio y conocimiento, descarándose de la tradición del latín y la elite eclesiástica y monárquica, los nuevos intelectuales latinoamericanos se acercan a esa “masa muda” para escuchar su voz y traducirla desde la cultura ilustrada, que sigue siendo el espacio privilegiado del poder ideológico.

Es en este proceso, entendemos, que confluyen dos paradigmas aparentemente contradictorios —el lineal del humanismo y el cíclico amerindio— para definir los rasgos más comunes de la Literatura del compromiso. De una forma simple lo podemos resumir en el Diagrama de los cuadrantes (fig. 1).

Aunque un estado presente de la sociedad nunca está rígidamente determinado por el pasado como pueden estarlo las órbitas de los planetas, el presente tampoco es indiferente a su influencia. Podemos asumir que cada paradigma, por radical que sea, es el resultado de una larga historia al mismo tiempo que sus individuos ejercemos parte de esa libertad a la que aspiran todas las liberaciones propuestas por la tradición humanista. En el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad participan las fuerzas materiales —nuevas tecnologías de producción y comunicación— y la maduración de una historia que es producto y es productora de esos cambios. El arte, la literatura y la cultura en general no pueden constituir reinos independientes de ese proceso material y espiritual, y por ello su análisis debe revelarnos algo más que sus propios objetivos manifiestos.

(Adelanto de las conclusiones finales del libro La literatura del compromiso a publicarse próximamente)

https://www.alainet.org/es/articulo/128889
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