El presente interminable

23/09/2008
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En el siglo 20 el arte cinematográfico introdujo un nuevo concepto de tiempo. Ya no el concepto lineal, histórico, que recorre la Biblia, así como las obras de Aleijandinho, de Sagarana, de Guimarães Rosa. En un filme predomina la simultaneidad. Se suprimen las barreras entre tiempo y espacio. El tiempo adquiere carácter espacial, y el espacio carácter temporal. En el cine la mirada de la cámara y del espectador pasa, con toda libertad, del presente al pasado, y de éste al futuro. No hay continuidad ininterrumpida.

La televisión, cuya aparición tuvo lugar a finales de la época de 1930, llevó eso al paroxismo. Ante la simultaneidad de tiempos distintos, el único punto fijo es el aquí y ahora del (tele)espectador. No hay durabilidad ni dirección irreversible. La línea de fondo de la historicidad -en la que se apoyan el relato bíblico y los paradigmas de la modernidad, incluyendo uno de sus frutos directos, el psicoanálisis- se diluye en el coctel de sucesos en que todos los tiempos se funden. Dercy Gonçalves está muerta, pero sobre su tumba los videoclips la muestran viva, interpretando su personaje irreverente y desbocada.

Poco a poco se apaga el horizonte histórico como las luces de un escenario después del espectáculo. La utopía sale de escena, lo que permite a los filósofos de la desgracia vaticinar: “La historia terminó”. Al contrario de lo que advierte Cohelet en el Eclesiastés, ya no hay tiempo para construir y tiempo para destruir, tiempo para amar y tiempo para odiar, tiempo para hacer la guerra y tiempo para establecer la paz. El tiempo es ahora. Y en él se superponen construcción y destrucción, amor y odio, guerra y paz.

La felicidad, que en sí resulta de un proyecto temporal, se reduce entonces al mero placer instantáneo, epidérmico, derivado preferentemente de la dilatación del ego (poder, riqueza, fama, etc.) y de los ‘toques’ sensitivos (óptico, epidérmico, gustativo, etc.). La utopía es privatizada. Se reduce al éxito personal. La vida ya no se mueve por ideales ni se justifica por la nobleza de las causas abrazadas. Basta con tener acceso al consumo que proporciona valor y bienestar: una buena posición social, la casa en la playa o en la montaña, el auto de lujo, el juego electrónico de comunicaciones (celular, computador, etc.), los viajes de placer. Una isla de prosperidad y de paz inmune a las tribulaciones circundantes de un mundo dado a la violencia. El cielo en la tierra, prometen la publicidad, el turismo, el nuevo equipamiento electrónico, el banco, la tarjeta de crédito, etc.

Ni la fe escapa a la sustracción de la temporalidad. El Reino de Dios deja de estar situado “allá adelante” para ser esperado “allá arriba”. Mero consuelo subjetivo, la fe se reduce a la esperanza de salvación individual.

Gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación ahora el tiempo está confinado al carácter subjetivo. Experimentarlo es tener una conciencia tópica del presente. Si en la Edad Media lo sobrenatural impregnaba la atmósfera que se respiraba, y en el Iluminismo la esperanza de futuro justificaba la fe en el progreso, ahora importa el presente inmediato. Se busca ávidamente su perennización. Somos todos eternamente jóvenes, cultivamos el cuerpo como quien liba el elixir de la juventud. Moriremos todos saludables y esbeltos.

Se pulverizan los proyectos en este tiempo cíclico, en el que en el mismo río corre siempre la misma agua. Antes había enamoramiento, noviazgo y casamiento. Ahora, después de años de casado se puede regresar al tiempo del enamoramiento y de nuevo al de casado.

La destemporalización de la existencia se alía con la desculpabilización de la conciencia. Una misma persona vive diferentes experiencias sin preguntarse por principios éticos, políticos o ideológicos. ¿No hay obispos y pastores corruptos y utopías que acabaron en opresión? ¿No muestra la televisión al honesto de ayer pillado en la bellaquería de hoy? ¿El delincuente no tiene gestos humanitarios? ¿Dónde está la frontera entre el bien y el mal, lo cierto y lo erróneo, el pasado y el futuro?

“Todo lo que es sólido se disuelve en el aire” irrespirable de esta modernidad, cuya temporalidad se fragmenta en cortes y descomposiciones, close-ups y flash-backs, muchas nostalgias (véase el caso de la bossa nova) y pocas utopías.

Si hay algo de positivo en esta simultaneidad, en este aquí y ahora, es la búsqueda de la interioridad. Del tiempo místico como tiempo absoluto. Tiempo síntesis/supresión de todos los tiempos. Hete aquí que irrumpe la eternidad (eterna edad). Puro deleite. Donde la vida es tierna (agradable).

En las artes, la música y la poesía se aproximan de modo ejemplar, en esa simultaneidad que volatiliza el tiempo, imprimiéndole carácter atemporal. En la música, nuestros oídos apenas captan la articulación de unas pocas notas. Mientras tanto, perdura en la emoción el recuerdo de todas las notas que ya sonaron antes. En sí la melodía es intangible, así como el poema, una sucesión rítmica de sílabas y palabras sutiles. Lo que existe es la resonancia de la nota y de la palabra en nuestra subjetividad. De ese modo la secuencia se instala en nosotros. No es el tiempo distribuido en pasado, presente y futuro. Es el presente interminable. El tiempo infinito. Como en el amor, en que lo cotidiano es sólo la señal ordinaria de una inspiración extraordinaria.

-Frei Betto es escritor, autor de “La obra del Artista. Una visión holística del Universo”, entre otros libros.


Traducción de J.L.Burguet
https://www.alainet.org/es/articulo/129946
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