El mismo Benedetti
- Opinión
Regresábamos a México por carretera cuando la radio dio la noticia: Mario Benedetti había muerto. Miré a Patricia que conducía y balbuceé si acaso un “no pudo más”. Después, silencio. Volteé hacia la ventana del vehículo. Observé las sombras chinescas de los árboles recostados sobre la montaña y ennegrecidos por la hora, mientras se escurría un lagrimón y llegaban de golpe los recuerdos. Evoqué la coherencia de Mario hasta el final. Su ética. Su humor lindo. Su ironía penetrante, a veces ácida, tan montevideana. Al paisito verde y herido de nuestra juventud. La vieja Facultad de Humanidades, allá en Juan Lindolfo Cuestas, pegada al mar, donde Mario dirigía el Departamento de Literatura Hispanoamericana y rondaba el fantasma de Carlos Vaz Ferreira. A mi hermano Ibero Gutiérrez, acribillado por el escuadrón, su poesía trunca como la de Heraud, el peruano. A los barbudos de la Sierra Maestra , a Fidel, al Che. Al Bebe Sendic y los muros con estrellas tupamaras. La militancia. A Dery chiquita. Machado. Vallejo. Tierra y libertad. Zapata. UTAA.[1] El Movimiento Independiente 26 de Marzo. A Seregni, el Frente Amplio y la corriente combativa.
El país de la cola de paja despertaba de la larga siesta batllista. Se terminaba el tiempo de las vacas gordas y asomaba la lucha de clases exacerbada en la Suiza de América. Perdíamos la inocencia. Se iba al carajo la imagen del Uruguay idílico, facilongo y campeón. Jorge Pacheco Areco, el ex boxeador que ejerció el poder entre 1968 y 1972, marcó el inicio de la democradura. Gobernó bajo medidas prontas de seguridad. Es decir, bajo el estado de sitio permanente. Militarizó los entes estatales y los bancos, intervino la enseñanza, instauró la censura previa a los medios e implantó por decreto el Registro de Vecindad. Nos habían vendido el cuento de un ejército que tomaba mate en los cuarteles. Pero pronto llegaría Mitrione y sus métodos de interrogación. Y con él, la máquina. La cacería del hombre. Y también la censura y la mentira institucionalizada.
En sus letras de emergencia Mario Benedetti recordaba que “la muerte había dejado de ser un niño vietnamita quemado con napalm y cocacola en alguna zona desmilitarizada”. Y era verdad. La represión y la muerte asolaban ya la patria de Artigas. Uruguay era América Latina. Más medidas de excepción. La Ley de Seguridad. El Estado de Guerra Interna. El país mordaza. El de la picana, el submarino y la capucha. Y Mario que insistía desafiando al malón fascista: “Con tu puedo y con mi quiero, vamos juntos compañero.” Se habían acabado todas las variantes de la joda. El golpe de Bordaberry agudizó la contradicción oligarquía-pueblo. En el oscuro invierno del '72, en la explanada de la Universidad , en nombre del Movimiento 26 de Marzo, solo, rodeado de la tensión del momento y de un puñado de compañeros, Mario Benedetti nos habló de “la guerra con sangre derramada y muerte en las calles y en los campos”. Dijo que se reprimía con el pretexto de la subversión, y pidió no dejarse ensordecer por el fragor de la batalla. “No dejemos que la gran capucha de la desinformación nos oculte la realidad. Detrás de la represión y la tortura hay también fuertes motivaciones económicas.” Llamó a rescatar la dignidad y la soberanía. Apeló a la unidad que sirve para luchar. Y dijo, rotundo, jugándose el pellejo, “revolución es participación”.
Todavía en marzo del '73, durante un acto de la Corriente del Frente Amplio, Mario, siempre optimista, habló del poder popular. No se pudo. Poco después hasta la cultura pasaba a la clandestinidad. Benedetti, como tantos, marchó al exilio. A la Argentina de la Triple A , donde lo sorprendió el golpe de Videla. El Pito Michelini, el Toba Gutiérrez Ruiz y William Whitelaw y su compañera Rosario fueron asesinados en Buenos Aires. De nuevo la peste del terrorismo de Estado. Y otra vez a salir con los ladrillos a cuestas y el cepillo de dientes. Mario a Perú y luego a Cuba. Otros al México-refugio, país solidario de entonces. A reencontrarnos con el “viejo” Quijano del legendario Marcha. Y con Mario Benedetti y Daniel Viglietti en aquella primera histórica versión de A dos voces , en la sala Nezahualcóyolt abarrotada, en 1978.
Recuerdo también aquel encuentro con Mario en La Habana , en Casa, en el '79. Me acompañaban León García Soler y Agustín Granados, colegas periodistas. Bajamos de El Nacional al malecón, y mientras ellos conversaban, observaba el mar, ensimismado. Llegamos a la Casa de las Américas y Mario nos recibió siempre fraterno y cordial. Fue un diálogo íntimo. Hablamos de gaviotas y pescadores. Del cielo azul habanero. De las olas que reventaban contra el murallón y los barcos allá lejos. Evocamos la rambla, claro. Nuestro Montevideo. Después pasamos la lista de los amigos comunes desperdigados de la diáspora. Y con la nostalgia de andar lejos hermanamos Cuba y México. Y como siempre, un abrazo y un hasta pronto. Ya de regreso, juguetón, su voz aguardentosa, Agustín disparó: “Pinches putos! ¡Vaya platicadita, las gaviotas, los barquitos!” Y sí.
La última vez que estuve con Benedetti fue el día que enterramos a mi madre en Montevideo: el 22 de abril de 2008. Viglietti y su compañera mexicana, Lourdes Villafaña, nos habían acompañado al cementerio del Buceo y de regreso al barrio tomamos un café en el Baccaro. De pronto, Daniel dijo: “Vamos a ver a Mario.
¿Por qué no venís?” Mi hermana Alicia, alentó: “Andá. Te va a hacer bien.” En los últimos años, con las idas a Uruguay para ver a mi madre, ya grande, incluía una visita a Mario en su departamento de la calle Zelmar Michelini esquina 18. Era parte de una rutina entrañable que incluía, también, el local de Tristán Narvaja a ver a mis compañeros. Esa mañana a Mario se le veía animado. Bromeamos. Ariel Silva, su secretario, comentó los avances del libro en preparación y ponderó su disciplina de escritor. Todos allí sabíamos que la muerte acechaba.
Benedetti, generoso, admirable, había sobrevivido a las perplejidades de fin de siglo y varios achaques. Y seguía rumiando sus adioses y bienvenidas. Sus insomnios y duermevelas. Sus despistes y franquezas. Tenía su ironía intacta igual que su ternura y su sonrisa. El mismo Mario, modesto, sencillo, ético, con su calidad humana y el compromiso de siempre, hasta el final, defendiendo la palabra.
- Carlos Fazio, profesor investigador de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) y profesor de asignatura en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM. Periodista y escritor. Colaborador de La Jornada.
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