Pesadilla de víctima de trata de personas de Medellín aún no termina
18/11/2009
- Opinión
Diana siempre se ha considerado una buena creyente de Dios. Por eso no deja de agradecerle al “Todopoderoso” el haberla rescatado de las garras de los “tratantes”, palabra con la que las autoridades designan a quienes integran las redes de trata de personas, las mismas que por poco le ocasionan la muerte en un país ajeno.
Su historia revela el drama por el que atraviesan cerca de 45 mil mujeres colombianas que son víctimas de este delito, uno de los más rentables detrás del tráfico de drogas y armas. Diana fue raptada del centro de Medellín el 17 de enero de 2009 y llevada a un lugar desconocido para ella, donde fue obligada a ejercer la prostitución.
Aprovechando un descuido de sus captores, Diana intentó fugarse, pero ello casi le cuesta la vida. Estuvo en coma por espacio de tres meses y cuando despertó estaba en un hospital de la ciudad de Caracas, Venezuela. Gracias a las gestiones de familiares y funcionarios de la Embajada de Colombia en el vecino país, regresó a la capital antioqueña, ciudad en la que reside desde los 8 años.
Regresar al seno de su familia no le representó un final feliz. La violencia urbana que padece la ciudad cobró la vida de su compañero sentimental en septiembre de este año, quien fue asesinado en su casa del barrio Manrique. Pero la tragedia de la mujer no paró allí, días después fue obligada a abandonar el barrio por amenazas de una de las bandas del sector.
Paradójicamente, Diana ya conoce de destierros, pues promediando el año 1988, ella y su familia, compuesta por su madre y otros tres hermanos, debieron salir de manera forzosa del municipio de Ituango luego que la guerrilla asesinara a su padre.
Ahora ella vive con su madre y sus tres hijos en el barrio Picachito, parte alta del noroccidente de Medellín. Las necesidades por las que atraviesa actualmente no dan espacio para que los recuerdos la atormenten, aunque dice que le gustaría continuar con el tratamiento psicológico que inició en la capital venezolana.
Hoy por hoy, sus mayores preocupaciones son económicas. “Todo esto ha sido muy duro y más triste es saber que siguen duras, pues no recibo ninguna ayuda para ir al médico, para los medicamentos, para entrar algo de comida a la casa. Me gustaría que alguien me ayudara”, dice con dejo de resignación.
Pero con la fe que ha mantenido a lo largo de sus 31 años de vida, repite que “Dios sabe como hace sus cosas, si me tiene viva es por algo” y asegura que la fortaleza para mirar de frente al futuro con optimismo la obtiene de sus tres hijos y su madre. “Las fuerzas que tengo las estoy enfocando en recuperarme físicamente para sacar adelante a mis hijos y volver a colaborarle a mi mamá”.
La Agencia de Prensa IPC dialogó con ella y presenta a continuación su testimonio pues según ella, “hay muchas jovencitas en este barrio que están ejerciendo la prostitución en la ciudad y me he dado cuenta que algunas son obligadas y sería muy doloroso que otras personas pasen por lo que viví yo”.
Con la cruz a cuestas
“A pesar de todo lo que me hicieron no guardo rencor en mi corazón. Si estoy viva, es por que Dios me necesita para algo. Pero ahora estoy en una situación económica muy difícil. Los médicos en Venezuela me dijeron que para poder recuperar mi pierna me debían hacer unos injertos de piel, unas curaciones y luego, mucha fisioterapia para recuperar la movilidad, si no la puedo perder”.
“Pero imagínese: la A.R.S me mandó para el Hospital San Rafael, ¿lo conoce? Ese que queda en Itagüí. Cada viaje desde mi casa aquí en Picachito hasta allá me cuesta 55 mil pesos, plata que ahora no tengo. Le estoy pidiendo a Salud Vida que me ubique en el San Vicente de Paúl, pero me dicen que no. Para mí, eso sería de gran ayuda”.
“Yo he sido ‘verraca’ para trabajar y si pudiera lo haría, pero mire mi pierna. Como si fuera poco a mi compañero lo mataron el 9 de septiembre y me tocó venirme de Manrique, donde vivíamos, porque si no me mataban a mí. Eso me da mucha tristeza porque sólo pude estar con él un mes largito después que regresé”.
“Carlos, mi compañero, era mecánico de motos. A veces le iba bien, otras no tan bien, pero me estaba ayudando mucho. Me hacía las curaciones, me bañaba, me colabora con los medicamentos. El día que lo mataron ya me iba a meter al baño cuando sonaron unos tiros. Cogí las muletas y corrí a ver a quién le habían dado cuando lo veo a él, ahí, tirado en la puerta. Me miró y con el último suspiro me dijo: “mona, ahora que va a hacer usted con esa pierna como la tiene”, y se desplomó. Pobrecito, no murió en paz pensando en lo que me iba a tocar de ahora en adelante”.
“No sé por qué lo mataron. Manrique se volvió muy peligroso. Hay muchas bandas, casi todos los días hay balaceras. A los días que lo mataron, unos muchachos llegaron a mi casa y me dijeron que mejor me fuera, sino quería que me pasara lo mismo. ¿Qué me tocó hacer? Hablar con mi mamá para que me recibiera a mí a y mis hijos. Yo tengo una niña de 14 años, otra de 12 y un niño de 7 años. Me tocó arrancar para Picachito. Mi mamá vive sola. Mi hermano le paga el arriendo, a mi hermana no le queda forma pues con sus hijos no le da y yo le colaboraba para el mercado. Pero yo así, la cosa se ha puesto muy dura. En Acción Social no me aceptaron la condición de desplazada, porque según ellos, eso fueron pillos y no grupos armados”.
“Estar al lado de mi mamá es una bendición. Pobrecita, todo lo que sufrió cuando estuve desaparecida y verla ahora pidiendo plata entre los vecinos para comprarme las pastillas, para el taxi para poder ir al hospital, para el mercado, eso me parte el alma. Pero yo no pierdo la fe que Dios nos va a ayudar. Ahora estamos pasando muy mal, pero si comparo como estaba cuando llegué de Venezuela, pues ni hablar”.
El accidente
“¿Por qué sé que estaba en Venezuela? Pues resulta que terminé en el Hospital General Domingo Luciani de Caracas. ¿Cómo llegué allá? No sé, tengo problemas de memoria. Imagínese que cuando desperté del coma no sabía ni donde estaba. Lo primero que vi fue mi pierna llena de tornillos, vuelta nada, en carne viva. Me dolía la cabeza, casi no podía hablar. No recordaba quien era: una enfermera me preguntaba mi nombre y no lo recordaba, sentía la cara hinchada”.
“Comencé a recobrar la memoria cuando la enfermera me preguntó de donde era: ‘de Medellín’; lo dije sin pensarlo. Fue como una película en la que van apareciendo imágenes. Recordé a mi mamá. Le dije a la enfermera que llamara a Medellín, pero ella me preguntó que dónde quedaba esa ciudad, yo le pregunté: ‘y es que donde estoy pues’, y ella me contestó: ‘estás en Caracas, Venezuela”.
“Eso fue como a mediados de mayo. Los doctores me dijeron que alguien me había llevado a ese hospital, el 4 de febrero para ser más exactos. Pero, verá, yo no recuerdo nada. Lo último que tengo memoria fue un día en el que me dejaron salir de donde me tenían encerrada. Eso era como una finca, muy bonita. Había una caballeriza y un hombre me preguntó que si quería montar a caballo. Yo le dije que sí y comencé a correr y a corre en él, a ver si me escapaba, cuando llegó una camioneta muy grande y me arrolló. Hasta ahí”.
“Duré cerca de tres meses en coma. Pensaron que me iba a morir. Dicen que llegué inconsciente, que parecía una indigente por lo sucia que estaba y que tenía la pierna fracturada en cinco partes. Como también la tenía infectada, por poco me la amputan. Pero aquí estoy”.
“Le dije a una enfermera: ‘llamé a mi mamá a este número: ella se llama Araminta, dígale que estoy bien’. Y así fue. Recuerdo la alegría que me dio cuando la escuché. Me contó que nunca había perdido las esperanzas de verme de nuevo con vida. Ella le contó a las directivas del hospital que yo figuraba como desaparecida desde el 17 de enero de este año. De ese día también recuerdo poco”.
Extraña desaparición
“Verá: yo trabajaba en un motel cerca al Jardín Botánico. Era un viernes y cuando terminaba el turno, a eso de las 7:00 de la noche, dos compañeras del trabajo me invitaron a una discoteca en Junín. Estábamos pasando lo más de bueno hasta que me tomé un trago y ya. Cuándo desperté estaba en una habitación, sola. No sabía dónde estaba ni que pasaba. Luego entró una mujer, muy bonita, acompañada de otro hombre, muy ‘pintoso’ también. Hablaban con un acento extraño. Me dijeron que me portara bien, que no me iba pasar nada. Yo les dije que si me dejaban hablar con mi familia. Me dijeron que después, que ya llegaría el momento”.
“Pasaron los días y nada que podía hablar con mi familia. Cuando salía de la habitación, me tocaba sentarme en una sala donde había muchas mujeres, todas muy bonitas. Luego llegaban los hombres y había que atenderlos, usted me entiende. Eso fue algo muy horrible. No es que yo no quiera contarle más detalles, es que no recuerdo muy bien porque me mantenía como borracha. Yo creo que me la pasaba drogada”.
“Imagínese que cuando desperté no podía ver a los hombres porque me provocaba matarlos. Sólo con los días comprendía el por qué. Los médicos allá fueron muy queridos conmigo. Me regalaban tarjetas para que pudiera llamar a mi familia en Medellín. Yo le decía a mi esposo, que en paz descanse, que hiciera todo lo posible para que me sacara de ese hospital”.
“Las autoridades venezolanas si fueron muy groseras conmigo. Cuando les contaba la historia no me creían y me decían que me iban a llevar hasta El Tachira y que yo ya vería como me defendía. Por fortuna mi esposo pudo hablar con una funcionaria de la Embajada Colombiana en Caracas. Olga Patricia Dávila se llama ella. Una señora muy querida. Me visitaba casi todos los días y me daba ánimos. Verá, yo allá me deprimía mucho. Me ponía a llorar por todo y por nada como dicen. La pierna no me dolía tanto, ni siquiera los recuerdos de esa finca donde estaba; extrañaba mi ciudad, a mi mamá y a mis hijos, a mi gente”.
El regreso
“Hasta que llegó el día. La doctora Olga Patricia llegó con otros funcionarios de la Embajada y me tomaron la foto para el pasaporte. A los dos días exactamente llegó ella con el documento y me dijo que habían capturado a un venezolano acusado de traficar con mujeres desde Colombia y que si yo estaba dispuesta a colaborar. Le dije que sí. Efectivamente era uno de los tipos que vi en la finca, pero estoy segura que él no trabaja solo. Pero volviendo al tema, El 9 de agosto me dieron de alta y en una ambulancia del hospital me llevaron hasta el aeropuerto y a los dos horas, estaba en Bogotá”.
“Allá me recibieron unos agentes de la Sijin. Me tomaron una declaración de lo que me había pasado. Como a la media hora me montaron en un avió y derechito para Medellín. No se alcanza a imaginar la alegría. Fue como volver a nacer”.
“Ahora que lo pregunta le cuento que no he vuelto a saber de las compañeras con las que salí ese día. No sé dónde están y la verdad, no me interesa saberlo. Antes de morir, mí compañero me contó que al ver que no aparecía, se fue para el motel a buscarlas, hasta que encontró a una. Según ella, yo resulté con un tipo y que después de mucho bailar, él me propuso viaje para Venezuela y que yo respondí que sí. Pero hubo algo que a Carlos no le cuadró: la intimidación de mi compañera. ‘Miré, deje las cosas así, si no se quiere meterse en problemas’, fueron las palabras que ella le lanzó”.
“Pero vuelvo y le repito: yo no guardo rencor en mi corazón. Las fuerzas que tengo las estoy enfocando en recuperarme físicamente para sacar adelante a mis hijos y volver a colaborarle a mi mamá. Todo esto ha sido muy duro y más triste es saber que siguen duras, pues no recibo ninguna ayuda para ir al médico, para los medicamentos, para entrar algo de comida a la casa. Me gustaría que alguien me ayudara, pero Dios sabe como hace sus cosas. Si me tiene viva es porque me tiene guardadas cosas muy bonitas. ¿No cree usted?
Agencia de Prensa IPC, Medellín, Colombia, www.ipc.org.co/agenciadeprensa
https://www.alainet.org/es/articulo/137798
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