Tadeo Moraçaba, el escritor
14/03/2010
- Opinión
Conocí a Tadeo Moraçaba en Belo Horizonte, en los tiempos en que reporteros y editores confraternizaban cada tarde en la Gruta Metrópole, en la calle de la Bahía. Su sueño era ser reconocido como escritor.
Hace años que se empeñaba en escribir su primera novela, convencido de que así pasaría a integrar esa brillante galaxia de seres inteligentes y creativos que, sin miedo al ridículo, se dan incluso el derecho a celebrarse como inmortales.
Tadeo Moraçaba tenía la certeza de que si hubiera nacido en París en 1780, o en San Petersburgo en 1840 no se quedaría inclinado sobre la máquina de escribir en espera de la inspiración.
Hay escritores que son, antes que todo, sus principales personajes. Ya nacen en épocas y lugares imantados de clima literario. Tadeo creía que para James Joyce tuvo que haber sido fácil dejar fluir el enredo de Ulises que, como una ola de calor que se desprende del suelo, emergía de las calles de Dublín.
Dostoyevski encontró en la Rusia zarista, que le hizo pasar cuatro años de cárcel, el escenario adecuado para sus historias. Emilio Zola escribía como un experto orador político derrama su palabra indignada sobre hechos que avergüenzan a la especie humana.
Sin embargo Guimarães Rosa necesitó regresar al erial de Minas Gerais y travestirse de vaquero para crear a Diadorim. En Minas la literatura es sufrida, fruto de la tenacidad de unos pocos que se atreven a romper el misterioso silencio de sus montañas. En Minas el arte es bello y mudo, como los profetas de Aleijadinho. Como máximo el lamento natural, monocorde, telúricamente gregoriano, del canto de Milton Nascimento.
Minas se refleja en la timidez uniformizada de los templetes de la plaza. Nada de orquestas o sinfónicas. En la literatura, media docena de obras por autor ya es un lujo. Nada de extraño, por tanto, que Augusto dos Anjos se haya refugiado en Minas para escribir un único poema, Yo, suficiente para hacerlo figurar entre los más talentosos poetas brasileños. Fernando Sabino quedó como autor de Encuentro marcado.
Tadeo Moraçaba experimentaba los mismos dolores de parto, agravados por su sólida convicción de que sería el Balzac o el Hemingway de la literatura minera.
La última vez que nos vimos fue en el restaurante Scotellaro, donde se comía un delicioso filete con frijol cuartelero. Le pregunté por la novela. Lamentó no haber logrado continuarla. Perfeccionista como era, más rompía folios que los escribía. Le pregunté cuánto tiempo hacía que trabajaba en el texto:
-Seis años.
-¡¿Seis años!?
-Sí, y es poco. Quiero personajes tan elaborados como los que transitan por las páginas de Thomas Mann o Steinbeck. Sueño con una figura tan universal como Don Quijote o Eugene Oneguin. La iglesia del Pilar, en Ouro Preto, se tardó veinte años en construir. Marguerite Yourcenar demoró veintisiete para escribir las Memorias de Adriano, y Goethe casi sesenta para terminar Fausto. No tengo prisa.
De hecho nadie creía en el talento literario de Tadeo. Estaba considerado como un periodista mediocre, editor adjunto de política. Su texto era prolijo y ordinario. Cuando era reportero redactaba en cinco folios lo que cabría en tres.
Convencido de su talento, Tadeo tomaba como ofensa el que los editores no dieran realce a sus escritos. Finalmente pasó a considerar el periodismo como una actividad menor, necesaria para garantizarle un salario y permitir que, en casa, se dedicara a la elaboración de su ‘primera obra’.
Lo tenía planeado todo: cincuenta capítulos, ochocientas páginas. “Libro fino no causa impacto”, decía. Mantenía en su cuarto-escritorio-biblioteca, próximo a la estación de autobuses, el organigrama completo de la novela, acompañado del gráfico de la compleja trama entre los personajes.
Le pregunté si leía mucho. Respondió que era más escritor que lector. Y puso de ejemplo a Rimbaud, que a los diecinueve años y, según él, poca lectura, había creado el clásico Una estación en el infierno, dándose el lujo de terminar su carrera literaria a los treintaidós.
Tadeo Moraçaba sufría de ansiedad autoral, ese síndrome que agarra a quien desea más ser publicado que crear una obra literaria consistente. Nunca tuve acceso a los originales de la novela. No tengo ni idea de si logró terminarla.
Pasamos muchos años sin vernos. Ahora supe que lo encontraron muerto en la pensión en que vivía. Al lado de la cama una papelera con papeles quemados. Y cerca una nota: “Obra completa de Tadeo Moraçaba”. (Traducción de J.L.Burguet)
- Frei Betto es escritor, autor de “El arte de sembrar estrellas”, entre otros libros.
Copyright 2010 – Frei Betto - Se prohíbe la reproducción de este artículo por cualquier medio, electrónico o impreso, sin autorización. Contacto – MHPAL – Agência Literária (mhpal@terra.com.br)
Hace años que se empeñaba en escribir su primera novela, convencido de que así pasaría a integrar esa brillante galaxia de seres inteligentes y creativos que, sin miedo al ridículo, se dan incluso el derecho a celebrarse como inmortales.
Tadeo Moraçaba tenía la certeza de que si hubiera nacido en París en 1780, o en San Petersburgo en 1840 no se quedaría inclinado sobre la máquina de escribir en espera de la inspiración.
Hay escritores que son, antes que todo, sus principales personajes. Ya nacen en épocas y lugares imantados de clima literario. Tadeo creía que para James Joyce tuvo que haber sido fácil dejar fluir el enredo de Ulises que, como una ola de calor que se desprende del suelo, emergía de las calles de Dublín.
Dostoyevski encontró en la Rusia zarista, que le hizo pasar cuatro años de cárcel, el escenario adecuado para sus historias. Emilio Zola escribía como un experto orador político derrama su palabra indignada sobre hechos que avergüenzan a la especie humana.
Sin embargo Guimarães Rosa necesitó regresar al erial de Minas Gerais y travestirse de vaquero para crear a Diadorim. En Minas la literatura es sufrida, fruto de la tenacidad de unos pocos que se atreven a romper el misterioso silencio de sus montañas. En Minas el arte es bello y mudo, como los profetas de Aleijadinho. Como máximo el lamento natural, monocorde, telúricamente gregoriano, del canto de Milton Nascimento.
Minas se refleja en la timidez uniformizada de los templetes de la plaza. Nada de orquestas o sinfónicas. En la literatura, media docena de obras por autor ya es un lujo. Nada de extraño, por tanto, que Augusto dos Anjos se haya refugiado en Minas para escribir un único poema, Yo, suficiente para hacerlo figurar entre los más talentosos poetas brasileños. Fernando Sabino quedó como autor de Encuentro marcado.
Tadeo Moraçaba experimentaba los mismos dolores de parto, agravados por su sólida convicción de que sería el Balzac o el Hemingway de la literatura minera.
La última vez que nos vimos fue en el restaurante Scotellaro, donde se comía un delicioso filete con frijol cuartelero. Le pregunté por la novela. Lamentó no haber logrado continuarla. Perfeccionista como era, más rompía folios que los escribía. Le pregunté cuánto tiempo hacía que trabajaba en el texto:
-Seis años.
-¡¿Seis años!?
-Sí, y es poco. Quiero personajes tan elaborados como los que transitan por las páginas de Thomas Mann o Steinbeck. Sueño con una figura tan universal como Don Quijote o Eugene Oneguin. La iglesia del Pilar, en Ouro Preto, se tardó veinte años en construir. Marguerite Yourcenar demoró veintisiete para escribir las Memorias de Adriano, y Goethe casi sesenta para terminar Fausto. No tengo prisa.
De hecho nadie creía en el talento literario de Tadeo. Estaba considerado como un periodista mediocre, editor adjunto de política. Su texto era prolijo y ordinario. Cuando era reportero redactaba en cinco folios lo que cabría en tres.
Convencido de su talento, Tadeo tomaba como ofensa el que los editores no dieran realce a sus escritos. Finalmente pasó a considerar el periodismo como una actividad menor, necesaria para garantizarle un salario y permitir que, en casa, se dedicara a la elaboración de su ‘primera obra’.
Lo tenía planeado todo: cincuenta capítulos, ochocientas páginas. “Libro fino no causa impacto”, decía. Mantenía en su cuarto-escritorio-biblioteca, próximo a la estación de autobuses, el organigrama completo de la novela, acompañado del gráfico de la compleja trama entre los personajes.
Le pregunté si leía mucho. Respondió que era más escritor que lector. Y puso de ejemplo a Rimbaud, que a los diecinueve años y, según él, poca lectura, había creado el clásico Una estación en el infierno, dándose el lujo de terminar su carrera literaria a los treintaidós.
Tadeo Moraçaba sufría de ansiedad autoral, ese síndrome que agarra a quien desea más ser publicado que crear una obra literaria consistente. Nunca tuve acceso a los originales de la novela. No tengo ni idea de si logró terminarla.
Pasamos muchos años sin vernos. Ahora supe que lo encontraron muerto en la pensión en que vivía. Al lado de la cama una papelera con papeles quemados. Y cerca una nota: “Obra completa de Tadeo Moraçaba”. (Traducción de J.L.Burguet)
- Frei Betto es escritor, autor de “El arte de sembrar estrellas”, entre otros libros.
Copyright 2010 – Frei Betto - Se prohíbe la reproducción de este artículo por cualquier medio, electrónico o impreso, sin autorización. Contacto – MHPAL – Agência Literária (mhpal@terra.com.br)
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