Comulgar
08/04/2010
- Opinión
Eucaristía significa “acción de gracias”. Es el sacramento central de la vida cristiana. Entre los fieles no se suele decir “Hice la primera eucaristía”; lo habitual es decir “Hice la primera comunión”. Quien va a la misa dice “Voy a comulgar”. Y casi no se habla de “Voy a recibir la eucaristía”.
Comunión: he ahí una palabra bendita. Expresa bien lo que significa la eucaristía. Comunión viene de la misma raíz que la palabra comunicar. Si comulgo con las mismas ideas de una persona es porque siento una profunda afinidad. Ella dice lo que pienso y expresa lo que siento. En la eucaristía comulgamos: (1) con Jesús; (2) con nuestros semejantes; (3) con la naturaleza; (4) con la creación divina.
Jesús instituyó la eucaristía en varios momentos de su vida. El más significativo de ellos fue la Última Cena, cuando tomó el pan, lo repartió entre sus discípulos y dijo: “Tomen y coman, pues esto es mi cuerpo”. A partir de aquel momento todas las veces que una comunidad cristiana reparte entre sí el pan y el vino, bendecidos por el sacerdote, es el cuerpo y la sangre de Jesús lo que ella está compartiendo. La palabra “compañero” significa “compartir el pan”. En la eucaristía compartimos más que el pan; es la misma vida de Jesús que nos es ofrecida en alimento para la vida tierna, de este lado, y eterna, del otro.
Al recibir la hostia consagrada -pan sin levadura- los cristianos comulgan la presencia viva de Jesús eucarístico. Nuestra vida recibe la vida de él, que nos robustece y fortalece. Nos hacemos uno con él (“…que todos sean uno”, Juan 17,21).
Al instituir la eucaristía en la Última Cena Jesús terminó diciendo: “Hagan esto en memoria mía”. ¿Hacer qué? ¿la misa? ¿la consagración? Sí, pero no sólo eso. Hacer memoria es sinónimo de conmemorar, rememorar juntos. Al conmemorar los 500 años de la invasión portuguesa el Brasil debiera haber hecho memoria de lo que, de hecho, aconteció: genocidio indígena, tráfico de esclavos, exclusión de los sin tierra, etc.
Hacer algo en memoria de Jesús no es, sin embargo, sólo recordar lo que él hizo hace dos mil años. Es revivir en nuestras vidas lo que él vivió, asumiendo los valores evangélicos, dispuestos a dar nuestra sangre y nuestra carne para que otros tengan vida. Quien no se dispone a dar la vida por aquellos que están privados del acceso a ella no debiera sentirse con derecho a acercarse a la mesa eucarística. Sólo hay comunión con Jesús si se da compromiso de justicia con los más pobres, “pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no podrá amar a Dios, a quien no ve” (1 Juan 4,20).
La vida es el don mayor de Dios. “Vine para que todos tengan vida y vida en plenitud” (Juan 10,10). No fue en vano que Jesús haya querido perpetuarse entre nosotros en lo que es más esencial para el mantenimiento de la vida humana: la comida y la bebida, el pan y el vino. El pan es el más elemental y universal de todos los alimentos; el vino era la bebida de fiesta y de la liturgia en tiempos de Jesús. En cierto modo el pan simboliza la vida cotidiana, y el vino aquellos momentos de profunda felicidad que nos hacen sentir que vale la pena estar vivos.
Mientras tanto, hay millones de personas que, todavía hoy, no tienen acceso a la comida y a la bebida. El mayor escándalo de este comienzo de siglo y de milenio es la existencia de al menos mil millones de hambrientos entre los 6 mil 500 millones de habitantes de la Tierra. Sólo en el Brasil, 30 millones están excluidos de los bienes esenciales para la vida. E innumerables personas trabajan de sol a sol para asegurar el pan de cada día. En toda la América Latina mueren de hambre cada año cerca de 1 millón de niños menores de 5 años.
El hambre mata más que el sida. Sin embargo el sida moviliza campañas millonarias e investigaciones científicas carísimas. ¿Por qué no se pone el mismo empeño en el combato contra el hambre? Por una sencilla razón: el sida no hace distinción de clase social, contamina a pobres y ricos; pero el hambre sólo afecta a los pobres.
No se puede comulgar con Jesús sin comulgar con los que fueron creados a imagen y semejanza de Dios. Hacer memoria de Jesús es hacer que el pan (símbolo de todos los bienes que dan vida) sea repartido entre todos. Hoy el pan es distribuido injustamente entre la población mundial. Basta con decir que el 80% de los bienes industrializados producidos en el mundo son absorbidos por apenas el 20% de su población. O sea, si toda la riqueza de la tierra fuera un pan dividido en 100 rodajas, 1.600 millones se quedarían con 80 rodajas; y las 20 rodajas restantes tendrían que repartirse para matar el hambre de 4.900 millones. Basta con decir que apenas 4 hombres, todos ellos norteamericanos, poseen una fortuna personal superior a la riqueza sumada de 42 naciones subdesarrolladas, con cerca de 600 millones de personas.
Jesús dejó claro que comulgar con él es comulgar con el prójimo, sobre todo con los más pobres. En el “Padre nuestro” nos enseñó una oración con dos temas: “Padre nuestro” y “pan nuestro”. No puedo llamar a Dios “Padre” y “nuestro” si quiero que el pan (los bienes de la vida) sea sólo mío. Por tanto quien acumula riquezas, quitando el pan de la boca del pobre, no debiera sentirse con el derecho de acercarse a la eucaristía.
En el capítulo 25, 31-44 de Mateo, Jesús enfatiza que la salvación va unida al servicio liberador a los excluidos, con los que él se identifica. Y en el compartir los panes y los peces, episodio conocido como “multiplicación de los panes”, Jesús resalta la socialización de los bienes de la vida como señal de la presencia liberadora de Dios.
- Frei Betto es escritor, autor de “Un hombre llamado Jesús”, entre otros libros.
Copyright 2010 – Frei Betto - Se prohíbe la reproducción de este artículo por cualquier medio, electrónico o impreso, sin autorización. Contacto – MHPAL – Agência Literária (mhpal@terra.com.br)
Comunión: he ahí una palabra bendita. Expresa bien lo que significa la eucaristía. Comunión viene de la misma raíz que la palabra comunicar. Si comulgo con las mismas ideas de una persona es porque siento una profunda afinidad. Ella dice lo que pienso y expresa lo que siento. En la eucaristía comulgamos: (1) con Jesús; (2) con nuestros semejantes; (3) con la naturaleza; (4) con la creación divina.
Jesús instituyó la eucaristía en varios momentos de su vida. El más significativo de ellos fue la Última Cena, cuando tomó el pan, lo repartió entre sus discípulos y dijo: “Tomen y coman, pues esto es mi cuerpo”. A partir de aquel momento todas las veces que una comunidad cristiana reparte entre sí el pan y el vino, bendecidos por el sacerdote, es el cuerpo y la sangre de Jesús lo que ella está compartiendo. La palabra “compañero” significa “compartir el pan”. En la eucaristía compartimos más que el pan; es la misma vida de Jesús que nos es ofrecida en alimento para la vida tierna, de este lado, y eterna, del otro.
Al recibir la hostia consagrada -pan sin levadura- los cristianos comulgan la presencia viva de Jesús eucarístico. Nuestra vida recibe la vida de él, que nos robustece y fortalece. Nos hacemos uno con él (“…que todos sean uno”, Juan 17,21).
Al instituir la eucaristía en la Última Cena Jesús terminó diciendo: “Hagan esto en memoria mía”. ¿Hacer qué? ¿la misa? ¿la consagración? Sí, pero no sólo eso. Hacer memoria es sinónimo de conmemorar, rememorar juntos. Al conmemorar los 500 años de la invasión portuguesa el Brasil debiera haber hecho memoria de lo que, de hecho, aconteció: genocidio indígena, tráfico de esclavos, exclusión de los sin tierra, etc.
Hacer algo en memoria de Jesús no es, sin embargo, sólo recordar lo que él hizo hace dos mil años. Es revivir en nuestras vidas lo que él vivió, asumiendo los valores evangélicos, dispuestos a dar nuestra sangre y nuestra carne para que otros tengan vida. Quien no se dispone a dar la vida por aquellos que están privados del acceso a ella no debiera sentirse con derecho a acercarse a la mesa eucarística. Sólo hay comunión con Jesús si se da compromiso de justicia con los más pobres, “pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no podrá amar a Dios, a quien no ve” (1 Juan 4,20).
La vida es el don mayor de Dios. “Vine para que todos tengan vida y vida en plenitud” (Juan 10,10). No fue en vano que Jesús haya querido perpetuarse entre nosotros en lo que es más esencial para el mantenimiento de la vida humana: la comida y la bebida, el pan y el vino. El pan es el más elemental y universal de todos los alimentos; el vino era la bebida de fiesta y de la liturgia en tiempos de Jesús. En cierto modo el pan simboliza la vida cotidiana, y el vino aquellos momentos de profunda felicidad que nos hacen sentir que vale la pena estar vivos.
Mientras tanto, hay millones de personas que, todavía hoy, no tienen acceso a la comida y a la bebida. El mayor escándalo de este comienzo de siglo y de milenio es la existencia de al menos mil millones de hambrientos entre los 6 mil 500 millones de habitantes de la Tierra. Sólo en el Brasil, 30 millones están excluidos de los bienes esenciales para la vida. E innumerables personas trabajan de sol a sol para asegurar el pan de cada día. En toda la América Latina mueren de hambre cada año cerca de 1 millón de niños menores de 5 años.
El hambre mata más que el sida. Sin embargo el sida moviliza campañas millonarias e investigaciones científicas carísimas. ¿Por qué no se pone el mismo empeño en el combato contra el hambre? Por una sencilla razón: el sida no hace distinción de clase social, contamina a pobres y ricos; pero el hambre sólo afecta a los pobres.
No se puede comulgar con Jesús sin comulgar con los que fueron creados a imagen y semejanza de Dios. Hacer memoria de Jesús es hacer que el pan (símbolo de todos los bienes que dan vida) sea repartido entre todos. Hoy el pan es distribuido injustamente entre la población mundial. Basta con decir que el 80% de los bienes industrializados producidos en el mundo son absorbidos por apenas el 20% de su población. O sea, si toda la riqueza de la tierra fuera un pan dividido en 100 rodajas, 1.600 millones se quedarían con 80 rodajas; y las 20 rodajas restantes tendrían que repartirse para matar el hambre de 4.900 millones. Basta con decir que apenas 4 hombres, todos ellos norteamericanos, poseen una fortuna personal superior a la riqueza sumada de 42 naciones subdesarrolladas, con cerca de 600 millones de personas.
Jesús dejó claro que comulgar con él es comulgar con el prójimo, sobre todo con los más pobres. En el “Padre nuestro” nos enseñó una oración con dos temas: “Padre nuestro” y “pan nuestro”. No puedo llamar a Dios “Padre” y “nuestro” si quiero que el pan (los bienes de la vida) sea sólo mío. Por tanto quien acumula riquezas, quitando el pan de la boca del pobre, no debiera sentirse con el derecho de acercarse a la eucaristía.
En el capítulo 25, 31-44 de Mateo, Jesús enfatiza que la salvación va unida al servicio liberador a los excluidos, con los que él se identifica. Y en el compartir los panes y los peces, episodio conocido como “multiplicación de los panes”, Jesús resalta la socialización de los bienes de la vida como señal de la presencia liberadora de Dios.
- Frei Betto es escritor, autor de “Un hombre llamado Jesús”, entre otros libros.
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