Por una economía al servicio de la vida

06/12/2010
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La vida, don mayor de Dios, tiene una base económica. Para sobrevivir, el ser humano es capaz de prescindir de muchos bienes, excepto de la comida y la bebida. Por eso Jesús enseñó la oración con dos partes: ‘Padre nuestro’ y ‘pan nuestro’. Dios es verdaderamente Padre nuestro, de todos, si el pan -símbolo de los bienes esenciales para la existencia- es compartido entre todos.

Hoy los bienes de la tierra y los frutos del trabajo humano no son compartidos entre todos. Apenas el 20% de la población mundial, concentrada en la parte occidental del hemisferio norte, tiene el 80% de la riqueza del planeta. En el Brasil basta con salir a la calle para toparse con la miseria -lo cual, además de ser un problema económico, debiera ser para todos un desafío ético.

Ninguno de nosotros escogió la familia en que nació. Si no padecemos necesidades básicas es por mero azar de la lotería biológica. En el mundo, de cada tres nacidos vivos, dos ven la luz en la pobreza o en la miseria. Por eso, nuestra condición de vida digna no debiera ser enfocada como un privilegio sino como una deuda social. Es injusto que exista la lotería biológica en un planeta que produce alimentos para 12 mil millones de bocas y que sólo está habitado por un poco más de la mitad.

Nuestros abuelos, antes de iniciar el trabajo diario, consultaban la Palabra de Dios. Nuestros padres, el parte meteorológico. Nosotros, los índices del mercado financiero… ¿A quién dan más importancia, hoy día, las personas de fe: a los preceptos divinos o a sus cuentas bancarias?

La economía -palabra que procede del griego oikos-nomos, ‘administración de la casa’- no debiera ser enfocada desde la óptica de la maximización del lucro sino desde el bien-estar de la colectividad. En otras palabras, si todos los aspectos de nuestras vidas se relacionan con la economía, ¿cómo vamos a aceptar que prescinda de valores éticos y de principios evangélicos.

Es necesario sensibilizar a la sociedad sobre el valor sagrado de cada persona; criticar el consumismo y superar el individualismo; enfatizar la relación entre fe y vida, a través de la práctica de la justicia; ampliar la democracia asentada sobre metas de sustentabilidad;  fortalecer la globalización de la solidaridad, de modo que se vaya creando una nueva alternativa de sociedad, en la que lo que hay de más sagrado -la vida humana- esté por encima de la idolatría del dinero.

La ONU informa que en el 2009 se invirtieron 1.8 billones de dólares para ayudar a bancos y empresas amenazados de quiebra debido a sus dificultades económicas y financieras. ¿De dónde salió esa inmensa suma de dinero? La pregunta es pertinente, pues hasta entonces se decía que no había recursos para garantizar los derechos básicos de las personas ni para la superación de la miseria y del hambre. Sin embargo, en los últimos 49 años la ayuda de los países ricos a las naciones en desarrollo fue solamente de 200 mil millones de dólares. Una miserable limosna a lo largo de casi medio siglo.

La crisis financiera comprobó que, por sí solo, el mercado es incapaz de reducir el índice de exclusión social y asegurar la prosperidad colectiva. Y ni es éste su objetivo.

A la raíz de la desigualdad social imperante en el Brasil está la concentración de tierras en manos de pocas familias o empresas. Tenemos la segunda mayor concentración de la propiedad hacendaria del planeta. Apenas el 2.8% del total de las propiedades rurales del país tienen más de 1000 ha y ocupan el 56.7% de las tierras cultivables. Los minifundios representan el 62.2% de los inmuebles rurales y sólo ocupan el 7.9% del área total -de acuerdo con el Atlas Hacendario del INCRA. Es como si el área conjunta de los estados de São Paulo y Paraná estuviera en manos de los 300 mayores propietarios rurales, mientras que 4.8 millones de familias sin tierra estén a la espera de tierra para sembrar.

La lógica económica que predomina en la política del gobierno insiste, con el pretexto de evitar la inflación, en elevar los intereses para favorecer al mercado financiero y no a los consumidores. Basta decir que el gobierno federal gastó en el 2008, con la deuda pública, el 30.57% del presupuesto de la Unión para lubricar la especulación financiera. Y solamente el 11.73% del presupuesto en salud (4.81%), educación (2.57%), asistencia social (3.08%), seguridad pública (0.59%), organización agraria (0.27%), gestión ambiental (0.16%), urbanismo (0.12), cultura (0.06%), saneamiento (0.05%) y vivienda (0.02%).

Quienes pagan más impuestos son los pobres. El 10% más pobre de la población destinan el 32.8% de sus pequeñas entradas al pago de impuestos, mientras que el 10% más rico, que disponen de mecanismo de exención tributaria, apenas pagan el 22.7% de sus ingresos.

El ciclo de la moderna economía política se cierra en un mundo autosuficiente, indiferente a cualquier consideración ética sobre  la vida humana y la preservación de la naturaleza. Los datos históricos y la miseria en que vive gran parte de la humanidad -dos tercios de la población mundial sobreviven por debajo de la línea de la pobreza, según la ONU-, cuestionan el rigor y la seriedad de dicha ciencia y la bondad de las políticas económicas orientadas más al crecimiento y a la acumulación de la riqueza que a un verdadero desarrollo sustentable.

Frei Betto es escritor, autor de “Calendario del poder”, entre otros libros.
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