Respuesta a las distintas formas de violencia

01/12/2010
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Según informes del Instituto Nacional de Estadística, el 65% de la población hondureña vive por debajo de la línea de pobreza. Niños en las bocacalles pidiendo limosna. Enfermos exponiendo sus llagas a la vista pública para conmover a los transeúntes. Aguas negras a flor de tierra. Viviendas insalubres. Niños y adolescentes escarbando basureros para rescatar algún objeto todavía utilizable. Grupos étnicos sometidos al despojo de su entorno vital. Desechos mineros carcomiendo la vida en el vientre mismo de las madres. En esencia, una descarnada violencia que, a menudo, no se la nombra así.
 
Otro buen porcentaje de habitantes se ubica en la zona limítrofe a esa región de pobreza extrema. Día tras día, para sobrevivir, se enfrenta a una vorágine que apenas da respiro. Nuestros abuelos, nuestros padres, nosotros mismos, hemos vivido en carne propia las desgastantes consecuencias de conformar parte de estratos medios enfrentados a una deupaperación constante, deslizándonos progresivamente hacia esa fatídica línea que cada día nos lanza un poco más a las simas profundas de la miseria. Padres de familia batallando con trabajos inclementes. Peregrinando por fábricas y maquilas en busca de colocación. Madres que se rompen la espalda lavando o planchando ajeno. Entrañas calcinadas por la cercanía al fogón para llenar los canastos de tortillas o las ollas con tamales. Mujeres con las articulaciones destrozadas por los movimientos reiterados del brazo en las maquilas. Campesinos sin un trozo de tierra para obtener el alimento cotidiano.
 
En muchos de esos casos, aunque no haya sangre visible o heridas expuestas, estamos frente a una violencia que indefectiblemente conduce a la muerte lenta y prematura. Silenciosa violencia cuyo origen hay que buscarlo en la estructura social. Una minoría viviendo en la opulencia y, en el extremo opuesto, las inmensas capas poblacionales —justamente las que originan, con su trabajo, esa opulencia—, sobrevive en condiciones de miseria extrema. Un cuadro que nosotros no hemos inventado y que tampoco hiperbolizamos con propósitos de teatral demagogia. Todos los informes de las oficinas estatales y de los organismos internacionales lo corroboran mediante datos estadísticos que no hace falta citar. Hablamos, pues, de la violencia inherente a la estructura social.
Esta última sólo puede sostenerse y consolidarse mediante un aparato simbólico que la esconde, la tergiversa y la difumina. Dicho aparato lo forma el universo de signos —los omnipresentes mensajes— dentro del cual nos movemos cotidianamente. Canciones reguetoneras que hacen escarnio del sexo. Telenovelas que hacen creer que el marido ideal, para una mujer, es el hijo de papá cargado de dinero. La película que exalta la fuerza bruta de un militarismo tipo Rambo que destruye, como si se tratara de moscas, a «salvajes» e «incivilizados». Pichinguitos televisados que, al darse de palos unos a otros, provocan la inocente carcajada del infante, sometido, sin que nadie mueva un dedo, a un condicionamiento psicológico que, a mediano o largo plazo, convalida y reafirma la violencia estructural. Que la hace ver como «natural» y producto de la voluntad divina, según iglesias millonarias que predican la mansedumbre y el sacrosanto respeto a leyes injustas. Locutores y periodistas defensores de los poderes fácticos, en frase que Mel Zelaya, de tanto repetirla, casi patentó. En esencia, «comunicadores» al servicio descarado de los grandes sectores de poder. Aquí, en Honduras, a partir del 28 de junio de 2009, todos los conocemos. Y para que no quedase duda, los grafitis, en muros y paredes, consignaron sus nombres.
 
 Afortunadamente, la medalla no sólo tiene un lado. En la sociedad, así como existen defensores oficiosos y oficiales del statu quo, desde los sectores oprimidos, surgen portavoces que elaboran un discurso clarificador. Un discurso que no teme desnudar los entretelones del actuar doloso que se gesta en las entrañas del poder económico.  
 
El golpe de Estado lo demuestra en forma meridiana. Frente a personajes de pluma envenenada por la mentira y la distorsión, se alzaron voces plenas de humanismo que, desde el primer momento, aún a riesgo de sus propias vidas, desenredaron la madeja de acontecimientos que, ante el país y el mundo, se trató de vender como «sucesión constitucional». Por fortuna, también los conocemos.
 
 Justamente, el Instituto Primero de Diciembre (escuela de locutores) y Radio Uno, durante este día en el que celebra sus quince años de vida y, a la vez, festeja el día del locutor, ha decidido honrar a tres de ellos, baluartes de la lucha ideológica que el golpe de Estado, para bien del desarrollo histórico de la nación, clarificó. Ellos son los conocidos comunicadores, Omar Rodríguez, Félix Antonio Molina y Alfredo López.
 
Decir Omar Rodríguez es hablar de Radio Gualcho, la pequeña radio (pequeña por sus recursos económicos) a la que los acontecimientos de año y medio de lucha, a la par del pueblo hondureño, agigantaron. Gracias a la heroicidad de Omar Rodríguez, Radio Gualcho se convirtió en una luz en medio de la oscuridad informativa que pretendió negar tanto los cruentos acontecimientos represivos, como los heroicos esfuerzos de los sectores populares. El Micrófono de Oro otorgado en forma póstuma a don Omar Rodríguez es una forma de reconocer su invaluable trabajo. Una manera de honrarlo y decirle, donde quiera que esté su espíritu, que aquí, en esta su amada Honduras, la lucha no se detiene y que su ejemplo seguirá siendo un referente indispensable para quienes deseen hacer, de su palabra, un instrumento de conocimiento y clarificación social.
 
Con Félix Antonio Molina la situación es similar. A veces muy sereno; otras casi impotente para no dejar que su cólera e indignación estallen frente a los hechos arbitrarios o violentos que, a veces, tiene que reseñar o comentar. Con su voz, cada noche, desbroza el camino de la Resistencia. Muestra. Sopesa. Analiza. Marca las rutas por seguir. Su tarea no ha sido fácil. No es fácil actualmente cuando los vientos represivos arrecian con furia intensa. El puñal, el revólver, la trampa artera, todos lo sabemos, están permanentemente a la vuelta de la esquina. El Micrófono de Plata traduce, por parte de Radio Uno y de esa inmensa masa de oyentes que día a día espera su palabra, cuánto lo valoramos y respetamos. 
 
El Premio Revelación, para Radio Coco Dulce, es un reconocimiento a una radioemisora que sorteó las peores embestidas cuando se la agredió y se pretendió acallar sus transmisiones. Voz doblemente emblemática porque representa la prueba tangible de la determinación de un grupo étnico ejemplar que, desde sus lejanos tiempos de San Vicente, presentó formidables batallas en pro de su libertad: el pueblo garífuna, insertado de una vez y para siempre en el corazón de esta Honduras a la que nunca más le podrán seguir doblando el espinazo. Gracias, Radio Coco Dulce, por hacernos entender que, en esta lucha por la dignidad y por la refundación del país, todas y todos somos necesarios.
 
Estimados periodistas y radios a los que Radio Uno rinde homenaje: es necesario apuntar que ustedes no están solos. Un número respetable de sus colegas palpita al unísono de sus mismas inquietudes. Desde el primer momento del día fatídico del golpe de Estado se ubicaron en el lugar exacto que su recta conciencia les indicó. Y lo más importante: no están solos porque millón y medio de firmas de la Declaración Soberana los respaldan.
 
San Pedro Sula, 1 de diciembre de 2010
 
[Intervención de la autora en la ceremonia de entrega de premios de radio y televisión 2010 otorgados por el Colectivo Cultural de Radio Uno]
https://www.alainet.org/es/articulo/146038
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