En sus propias palabras
El militarismo de Obama
30/03/2011
- Opinión
Sin haber cesado, como de sus promesas se esperaba, las heredadas de la administración Bush en Irak y Afganistán, Barak Obama ha emprendido una tercera guerra en Libia con modalidades según las cuales el uso de la fuerza tiene propósitos diversos a la mera caída de un dictador y obedece al deber humanitario de Estados Unidos de “salvar” a un pueblo oprimido en nombre de la democracia.
Las variantes fundamentales de la estrategia bélica de Estados Unidos se encuentran en las propias palabras de Barak Obama senador, de cuyo análisis se concluye que la guerra de Libia no es sólo producto de las presiones del poderoso aparato militar actuante dentro de su gobierno ni únicamente de los intereses que buscan asegurar el control de los recursos económicos del mundo. El gobierno de Muamar Gadafi –se supo desde el principio de la guerra aunque poco se comenta en la prensa internacional— estaba en negociaciones con China, la India y Rusia, para la integración de empresas ajenas a Estados Unidos dedicadas a la explotación de los yacimientos petrolíferos de Libia, cuya producción de crudo, la más importante del norte de África, llega a un millón 600 mil barriles diarios, con reservas probadas de hidrocarburos cercanas a los 50 mil millones de barriles. Un filón que ni Estados Unidos ni sus aliados en la guerra “contra el tirano” Gadafi quieren ver perdido.
Además de este interés meramente económico, la intervención militar norteamericana ahí donde se perciben, reales o ciertas, amenazas terroristas como las que sirvieron de pretexto a Bush para la guerra de Irak, hay en Obama una profunda convicción de la obligación moral de Estados Unidos para convertirse, hoy como en los años de la segunda guerra mundial y en la guerra fría, en el garante de los valores que desde su independencia en el siglo XVIII dice defender. La diferencia entre el militarismo místico de Georges W. Bush, quien se decía llamado por Dios para combatir a los representantes del Mal en el mundo, es una especie de estrategia diplomática para sacar las castañas del fuego, de manera compartida, con manos de tantos gatos como pueda sumar al liderazgo estadounidense que Obama reconoce y defiende. Si en 2009 Bush no esperó a la resolución final del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas y se fue sobre Irak sin más permiso que su propia decisión, Obama disfraza la misma vocación de intervención militar con la aquiescencia obtenida de diez votos afirmativos en el Consejo y con la disposición de la Organización del Atlántico Norte (OTAN) para avalar y dirigir las operaciones militares que Estados Unidos comparte con otros países. El resultado, con la aquiescencia de la ONU o sin ella, es el mismo: la intervención militar no importa la pérdida de vidas tanto entre la población libia como de los contingentes de las potencias aliadas en este nuevo conflicto bélico.
Muamar Gadafi debe irse, es una afirmación del propio Obama, repetida apenas la semana pasada, cuando las bombas sobre las posiciones del ejército leales a ese gobierno atronan ya. Lo dijo el presidente norteamericano en una videoconferencia con sus homólogos de Francia, Inglaterra y Alemania, declaración que desmiente las afirmaciones sobre la limitación de las acciones bélicas a una suspensión de los ataques de Gadafi contra la población civil de su país y de ninguna manera la caída del llamado dictador, a quien hace apenas unos meses tanto Estados Unidos como otros gobiernos integrantes de la coalición consideraban un valioso aliado en la lucha contra el terrorismo de Al Qaeda y del fantasmal enemigo Ben Laden.
Que la convicción de Obama en cuanto a la presencia de Estados Unidos como rector del mundo lo prueban sus propias palabras. Ya en su libro La audacia de la esperanza el entonces senador apuntaba lo que imaginaba como una política exterior y concretamente al papel que en el mundo debería jugar su país. “Ninguna otra nación de la Tierra tiene una capacidad mayor que nosotros para conformar el sistema global ni para construir consensos a partir de una serie de reglas internacionales que expandan las zonas de libertad, seguridad personal y bienestar económico… tenemos que ayudar a que el mundo sea más seguro”, decía Obama.
La salvedad de la consulta con otras potencias igualmente militaristas, aunque subordinadas al poderío norteamericano, estaba clara en las intenciones de Obama en sus aspiraciones a instalarse en la Casa Blanca: “Cuando la única superpotencia del mundo contiene voluntariamente su poder y se somete a los estándares de conducta acordados por todos, envía un mensaje claro en el sentido de que estas reglas son importantes y arrebata a los terroristas y a los dictadores el argumento de que tales reglas no son más que una herramienta del imperialismo norteamericano”.
La guerra autorizada, pero igualmente injerencista. El permiso para matar con el pretexto de salvar vidas amenazadas, que no preocuparían mayormente si no estuvieran de por medio los grandes intereses del petróleo y del control de una parte importante del mundo. La intervención, armada si no hay otro remedio, la injerencia que el propio Obama ha practicado ya en América Latina con su permisividad –envuelta en una censura sólo formal—concedida al golpe de Estado que en junio de 2009 Estados Unidos prohijó en Honduras por el sólo hecho de que el gobierno de Manuel Zelaya daba muestras de inclinar su política exterior hacia los países del sur del Continente que rechazan la plena hegemonía de Estados Unidos. O la otra guerra, ésta por procuración, la que libra Obama por intermedio del gobierno de México para supuestamente acabar con el tráfico de drogas, en la cual suministra armas a los propios delincuentes y cuyo saldo hasta ahora supera los 35 mil muertos, muchos más que las bajas norteamericanas en Irak y Afganistán.
La realidad de la permanencia de las guerra de Irak y de Afganistán, la aventura bélica en Libia y la decisión de contener en otras partes del mundo –América Latina en particular—el avance de gobiernos progresistas, desmienten a quien haya pensado que con Barak Obama había llegado un cambio frente a los grandes intereses económicos y en la intolerancia hacia quienes piensan en seguir un camino propio en su desarrollo y en la búsqueda de un orden internacional más justo y equitativo.
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