Bin Laden no ha muerto

05/05/2011
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Osama Bin Laden siempre anduvo en dificultades con ciertos espejos. Después de la invasión norteamericana a Afganistán, los medios occidentales pudieron acceder a una filmación suya en la que profería loas a Alá por la efectividad de la acción terrorista contra las Torres Gemelas. Rápidamente se movieron las suspicacias en un universo receptor donde las razones para el resentimiento y la desconfianza no son para nada festinadas, y por consiguiente las expresiones “manipulación” y “conspiración de los medios” estuvieron entonces a la orden del día. Se llegó a decir incluso que se trataba de un actor.
 
 La tesis de la conspiración resulta sin dudas atractiva, pero tiene un pequeño problema en la entrelínea: es una manera vergonzante de admitir la superioridad del enemigo, y de que cuando se propone algo, lo hace a la perfección. El punto más débil de este constructo consiste en asumir que se trata de actos químicamente puros, y que por lo tanto funcionan con la precisión y asepsia de un reloj suizo. Ahí va una de las más publicitadas: las Torres Gemelas fueron implosionadas desde dentro para justificar ante la opinión pública la liberación del Kraken. No hubo falla, ni filtración, ni persona alguna que ni por accidente diera fe de movimientos extraños en dos rascacielos usualmente tan concurridos y visitados como Times Square. Y por descontado que la cantidad de C4 necesaria para derribarlas no se colocaría en cuestión de minutos, ni podría constituir obra de un lobo solitario. El asesinato de Kennedy, uno de los mayores imbroglios en la historia de los Estados Unidos, dejó testimonios y cabos sueltos que ponen en crisis la idea legitimada por la Comisión Warren en el sentido de que Lee Harvey Oswald fue el único que apretó el gatillo en un magnicidio en el que, por cierto, están involucrados varios francotiradores de origen cubano todavía andantes por el Reino de este Mundo. En las Torres no hay ni rastros, nada de eso que los anglos llaman “el arma humeante”. Se tiene la impresión de estar viendo un capítulo de los Expedientes X o el final de Chinatown, en el que los poderosos ganan inevitablemente.
 
Ahora se trata de cuestionar o negar su muerte. El argumento maestro es el siguiente: si se ha anunciado antes y no fue cierto, ¿por qué habría de serlo esta vez? Frecuentemente esta pregunta aristotélica se ve escoltada por la idea de que se trata de un show mediático, como lo aseguró hace muy poco un columnista de Kaos en la Red, sitio web que demasiadas veces ha hecho gala a su nombre con ideas tan caóticas como emocionales que constituyen una expresión de lo que algunos en Cuba denominan “chancleteo cibernético”. Después de aludir a la “supuesta muerte de Bin Laden”, el articulista escribe: “Todo lo que digan los medios del imperio para mí es mentira hasta que se demuestre lo contrario”. Se trata de una interesante convicción ideopolítica, pero sin dudas digna de mejor causa porque parece desconocer, entre otras cosas, que las conspiraciones de los papeles del Pentágono y Watergate fueron develadas precisamente por la gran prensa liberal norteamericana. Y también los sostenidos intentos del poder político por controlar a los medios, sobre todo después de la invasión a Granada y en el contexto del “síndrome de Vietnam”, donde se llegó a responsabilizar a esa prensa de ser la causante, en gran medida, de la humillante derrota en el sudeste asiático. Curiosamente, aseveraciones como esta, pero colocadas al otro lado del espectro, aparecen con frecuencia en el repertorio político de la ultraderecha en su confrontación con el llamado cuarto poder, históricamente acusado por ella de cosas tan alucinantes como servir de propagandista a Fidel Castro.
 
 Por la vía de ese antimperialismo enteco y ramplón se llega a varios lugares: el primero, a confundir al actual presidente con el tonto de la colina, a homologarlo con un inepto cowboy ejecutivo, a ignorar una carrera entrenada en dos universidades de la élite y, sobre todo, su inteligencia para eludir el alto costo político que supondría esa burda mascarada, especialmente en la perspectiva de las próximas elecciones presidenciales. Es que hay que conocer mejor al Otro, lo cual a veces sólo se logra durmiendo con él. Lo voy a escribir alto y claro: Bin Laden ha muerto en la Operación Gerónimo. Los Navy Seals están entrenados para matar --y esa fue, sin dudas, la orden que les dieron. Discutir si el líder de Al Quaeda estaba o no desarmado, si hizo o no resistencia a los fusiles de asalto, es un ejercicio equivalente a preguntar cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler. La decisión ya estaba tomada. Ahí sí funciona la lógica del imperio, golpeado además en su corazón y amor propio aquel fatídico 11 de septiembre.
 
El segundo es un auténtico despeñadero: en el contexto de las Torres Gemelas me congelé una vez en el asiento al leer que, según una connotada activista, Bin Laden era un revolucionario, y que los Estados Unidos habían tenido su merecido por su historial de agresiones contra el Tercer Mundo, lo cual equivale a la clásica operación de dar gato por liebre y a la esterilidad de distinguir un terrorismo “bueno” de uno “malo”, esa que por razones obvias hace perder apoyo político a la velocidad de la luz. Y como corolario, a condenar solamente el terrorismo de Estado de Israel y silenciar en cambio los bombazos a manos de Hamas en ómnibus y discotecas de Tel Aviv contra personas inocentes.
 
 Dan ganas de suscribir un pensamiento de Gandhi: “Señor, ayúdame a decir la verdad delante de los fuertes y a no decir mentiras para ganarme el aplauso de los más débiles”. En cuanto a Bin Laden, se ha cumplido lo que el destino tiene reservado para quienes una vez fueron ángeles y luego osaron levantar la mano: un día al lado de Dios Padre; el otro, en las profundidades del averno. Los musulmanes radicales lo lloran.
 
- Alfredo Prieto es Ensayista y editor cubano.
https://www.alainet.org/es/articulo/149541

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