Aspectos sobrenaturales del campo
22/08/2012
- Opinión
Desde siempre la ida al campo desde la ciudad ha sido entendida como un escape del bullicio y complicación creciente de la vida citadina.
La idea que genera el campo es tranquilidad y descanso, no obstante aquellos que viven en el campo, en general, trabajan de sol a sol, más allá de las justas leyes laborales.
Es que el hombre de campo vive pegado a la naturaleza y al no existir una mediación entre ambos, el paisano se encuentra obligado a acompañar la transformación constante que produce a diario la naturaleza. Ésta le exige un trabajo regular y constante. Un ejemplo palpable es la vida de los tambos que no tienen ni sábados ni domingos o el que cría ovejas que las tiene que encerrar al atardecer y largar por la mañana temprano todos los días de año.
Los tres elementos que se conjugan en el concepto de naturaleza: animales, siembras y fenómenos climáticos lo mantienen al paisano alerta con la mano atenta y el ojo avisor, como dice el tango.
De modo que existen dos actitudes básicas respecto del campo: la de aquellos que van a descansar, conocer, pasear y la de aquellos que viven y trabajan allí. Tanto para unos como para otros vayan estas breves reflexiones.
El campo es el lugar donde el hombre se vincula sin gran esfuerzo con las leyes del universo, donde puede observar la mano de la divinidad, donde experimenta su pequeñez. Con solo observar en plenitud la salida y puesta del sol, la inmensidad de un cielo estrellado, soportar una gran tormenta o un voraz incendio nocturno en la pampa, con eso sólo sabe, de golpe, que nadie es grande sino Dios.
Cómo será la fuerza del campo que fue en el Jardín del Edén donde Dios ubicó a Adán y Eva y no en un palacio urbano. En el Sermón de la Montaña, Cristo hace referencia a los lirios del campo, en el sentido que las flores no son otra cosa que la sonrisa de Dios.
En el campo se tiene la posibilidad de experimentar lo sublime, esto es, lo bello grande, lo bello inmenso.
El paisano desde siempre experimentó aquel mandato de id poblad y dominad la tierra. Es por ello que de antiguo las familias campesinas fueron numerosas y trabajadoras. Al mismo tiempo que experimentó un rechazo por la ciudad y la vida urbana. Allí está como testimonio el término villano, que viene villanus, que designa a aquel que vive según los usos y costumbres de la ciudad. El villano terminó designando al malvado. Triste final para un término que nació por oposición al rus-ruris= campo, rural, rústico.
Esta relación entre el campo y la ciudad siempre se ha presentado como problemática. En la ciudad vive el ciudadano, el citoyen de la Revolución Francesa, en el campo el campesino o paisano, que significa el hijo del paisaje. El campo, a pesar de las distintas etapas de la revolución industrial, sigue siendo el proveedor de alimentos y la ciudad de servicios.
Esta relación del paisano con la producción de alimentos que le arranca al campo hace que el dominad la tierra sea un dominar agradecido y no depredador. Esta relación armónica entre paisano y tierra está magníficamente expresada en El Angelus de Millet. Llegando al mediodía los campesinos hacen un alto en sus tareas y agradecen a Dios el pan de su frugal almuerzo encerrado en la cesta. La horquilla está parada, clavada en tierra, signo de que el trabajo continuará. Se descubre el paisano para la oración, en el campo nunca se trabaja ni se monta un yeguarizo “en cabeza”, siempre va cubierta. Y esto no es solo por el polvo sino para remarcar la autoridad sobre las bestias. La carretilla a medio llenar con los frutos de la cosecha, es otro indicador que el trabajo continua y en el fondo, la Iglesia, como protegiendo a los campesinos en tamaña soledad.
Esta no es una escena romana pues en Roma se trabajaba sólo hasta el mediodía. No es tampoco una escena protestante pues como dice el poeta Stefan George (1868-1933) el campo es para ellos un lugar de industria modificado por el campesino luterano con cipreses y edificaciones de manera geométrica. Es una escena católica porque el campo “está como estaba”, su modificación es mínima. La simbiosis entre dominador y dominado no se hace evidente. Para hablar en términos actuales, el equilibrio ecológico es total. El verdadero amo del campo es Aquel de la oración: El ángel del Señor anunció a María, y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo. He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
Hace muchos años un pensador, Guillermo Gueydan de Roussell[1] escribió: “Hoy día son muy pocos los que prestan atención al sentido místico de los animales, de las plantas y de las actividades agrícolas. Ya no se intenta ver a Dios en la Creación. Poco importa que la agricultura sea una ocupación santificante, que los pájaros alaben al Señor o que el arado simbolice la Pasión”.
Claro está, se refiere al arado mancera que está constituido por un miriñaque, la rueda de surco, el timón de madera dura al que se adhieren la reja con su volcadora y talón y las dos manceras que forman la cruz y con las que el agricultor dirige el arado.
Ahora bien, una cosa es el hombre citadino que va al campo y otra muy distinta es el paisano que vive en el campo. El primero puede realizar la clara escisión entre vida de la naturaleza y vida del espíritu pues tiene una conciencia más trabajada sobre estas distinciones, mientras que el paisano vive “pegado a la naturaleza”, y esta distinción no la realiza. Esto último hace que él se mueva en una especie de panteísmo elemental por su relación simbiótica con el genius loci= clima, suelo y paisaje.
Muchos de los denominados pensadores europeos de la decadencia (Heidegger, Jünger, Molnar, Pieper, Boutang, Bollnow, Cau et alii) en algún memento realizan la exaltación del campo y su vida pero, en general, caen en la tentación de los intelectuales de ver en el campo una situación idílica, cuando el que vive en el campo sabe que no es así.
Ese “estar pegado a la naturaleza”, de que hablamos nosotros, menta la incapacidad del espíritu de tomar distancia del mundo de la naturaleza. Aunque suene duro la naturaleza vivida existencialmente atrofia la vida del espíritu y de alguna manera el reino de la necesidad se impone al reino de la libertad y la autoconciencia, que son los dos rasgos del espíritu.
Una consideración especial merece la pampa que se distingue sustancialmente de lo que es el campo en Europa. Lo que mejor define a la pampa es el horizonte, ha observado agudamente un criollo a pie firme como lo fue el milico y pensador Jorge Vicente Schoo [2], y quien la definió mejor fue Drieu la Rochelle cuando la recorrió junto con Jorge Luis Borges: es un vértigo horizontal. Es que la vista no se choca con nada. Busca y busca y no hay nada que la detenga. Y mejor aun si se lo hace montado a caballo, porque uno puede mirar por sobre el monte achaparrado del alpataco y el piqullín, del espinillo y el algarrobo. Ahí, la extensión se transforma en lo inmenso. Es lo más cercano al to a peiron = tó ápeiron de Anaximandro.
Y llegada la noche en esa soledad inmensa, a campo traviesa, sólo la cercanía de la fogata protege. Es en el calor del fuego donde habita lo más humano y en la diafanidad del cielo tachonado de estrellas donde se manifiesta lo divino. Sin pretender ser Heidegger u Eugen Fink, ésta puede ser una interpretación, en clave americana, del fragmento de Heráclio: en el calor del hogar habitan los dioses.
Sólo aquel que haya pasado alguna noche de su vida a cielo abierto contemplando las estrellas y alimentando el fuego, puede decir con el poeta: con solo descansar sobre tu suelo, ya nos sentimos, Pampa, en pleno cielo.
Y esto es lo máximo que podemos experimentar vinculado al orden sobrenatural, pues la pampa, como se sabe, no tuvo Edad Media. Así el cristianismo no llegó en América a transformar el paisaje como en Europa, no lo llegó a colonizar con instituciones, y es por ello que, como dijo el colombiano Eduardo García Calderón: Europa tiene historia y nosotros paisaje. No hemos tenido mil quinientos años de cristianismo acá, sólo una suave capa que apenas alcanzó a cubrir la vida personal de los hombres pero que no alcanzó a volcarse en instituciones. La mixtura entre el espíritu y la tierra que produjo la llegada de España, dio un arquetipo de hombre americano: el gaucho, el llanero, el huaso, el montubio, el colla, el charro, el ladino, el borinqueño, etc., ni tan español ni tan indio- pero este hombre no pudo crear instituciones políticas propias y adecuadas a su índole, porque en la pseudo Independencia que tuvimos, a partir del 1800, salimos de España para caer en manos de Inglaterra. Así, la masonería y los ingleses nos impusieron las instituciones republicanas y liberales que ellos habían creado como una nueva teología política para reemplazar al cristianismo católico español.
Es por eso que nosotros, los indianos, los hispano-criollos, somos entitativamente una cosa que está representada políticamente por otra distinta. Esta escisión es nuestro drama político cultural. Esta incongruencia ha sido pintada de mil maneras: como doblez en Arguedas, como doble pecado original en Murena, como mentira de Keyserling, como civilización y barbarie en Sarmiento, como colonización pedagógica en Jauretche, como imitación y apariencia en Macedonio, antagonismo incurable en Carlos Montenegro, en fin, como disenso por nosotros.
Como vemos los aspectos sobrenaturales del campo, más allá de los múltiples simbolismos que encierran sus usos, costumbres y herramientas para su manejo, no dejan mucha tela para cortar sino poca. Y estos aspectos hay que trabajarlos con gran cuidado sino queremos caer en esa especie de panteísmo ingenuo como forma de credulidad del paisano.
Notas
[1] Politólogo francés, quien luego de la segunda guerra mundial se radicó en el sur profundo de la Patagonia cerca de lago Puelo sobre la cordillera, y que fuera discípulo de Carl Schmitt con quien realizó su tesis en Berlín en 1933 sobre: La evolución del poder ejecutivo en Alemania de 1918 a 1933, escribió un hermoso artículo sobre El sentido humano y cristiano del campo, revista Gladius, Nº 17, Bs.As. 1990
[2] Policía de campaña y prof. de filosofía, autor de al menos dos trabajos: este que citamos Reflexiones sobre y desde la pampa, Ed. Cruz y Fierro, Bs.As., 1968, p. 21 y El fusilado, meditación sobre la muerte, Ed. Cruz y Fierro, Bs.As., 1969.
https://www.alainet.org/es/articulo/160466?language=en
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