Desapariciones forzadas, un instrumento político vigente
06/09/2012
- Opinión
Centenares de miles de personas se despiertan todos los días sin conocer el paradero de uno de sus seres queridos; si vive o ha muerto, si lo están torturando en ese momento, si algún día volverá a su casa, de la que un día salió sin sospechar que borrarían todo rastro de su existencia y que lo convertirían en una no persona, en un ser invisible. Esa persona tiene hijos, unos padres, hermanos, abuelos, tíos, familiares y amigos que no pueden oír el grito de la ausencia.
En el mundo, hay más de 42.000 casos sin esclarecer de personas arrestadas, detenidas o privadas de libertad a manos de agentes del Estado o de personas o grupos que actúan con su autorización, apoyo o complicidad. Sólo en 2011 se han registrado 261 nuevos casos en 25 países.
Desde su creación en 1981, el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas e Involuntarias ha conocido más de 53.000 casos, cifra que Naciones Unidas considera muy por debajo de la realidad. Las amenazas y el hostigamiento de las autoridades, la ineficacia de los sistemas judiciales, la corrupción y la impunidad se suman al analfabetismo y la falta de conocimientos de los familiares y conocidos de las víctimas sobre las posibilidades jurídicas para disuadirlos de denunciar.
Los diez países con mayor número de casos reportados son Irak, Sri Lanka, Argentina, Guatemala, Perú, Argelia, El Salvador, Colombia, Chile y Filipinas.
“En una gran parte, las elevadas cifras se concentran en periodos históricos convulsos. Sin embargo, en casos como Colombia y México, y en menor medida El Salvador, Marruecos o Pakistán, el número de casos anuales se ha mantenido a lo largo de los más de 30 años estudiados, lo que muestra la actualidad de la práctica de la desaparición forzada”, denunciaba Amnistía Internacional el 30 de agosto, Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas.
Las fuerzas del “orden” de algunos países han perpetrado abusos, con la complicidad de empresas extranjeras, contra poblaciones locales que se oponen a la explotación de las materias primas y a la destrucción de su entorno. Así ha ocurrido en Nigeria, en Sudán, en Indonesia y en Colombia, como lo explica la doctora en derecho internacional, Sarah Joseph, en Corporations And Transnational Human Rights Litigation. La población de Wirikuta, en México y de Cajamarca, en Perú, se rebela contra la actividad de mineras canadienses y estadounidenses, apoyadas por el gobierno, que amenaza su forma de vida arraigada a sus tierras y sus aguas, ahora invadidas y contaminadas.
En esta fiebre de los recursos, la protección de oleoductos, minas y de los distintos yacimientos cae cada vez más en manos de empresas de seguridad subcontratadas, lo que pone mayores obstáculos a la hora de exigir justicia por posibles abusos. La mayor parte de los guardias de seguridad de estas empresas en Irak protegían a altos cargos políticos y militares y entrenaron al ejército y la policía del “nuevo país”. Pero conforme pasaron los meses, se centraron cada vez más en la protección de oleoductos y de instalaciones para la “reconstrucción”, como explica David Isenberg, experto en asuntos militares y de seguridad, en Shadow Force: Private Security Contractors in Iraq.
Muchas desapariciones forzadas en la última década se han producido en el marco de la lucha contra el terror, con el secuestro y el envío de prisioneros a Guantánamo, a Baghram o a cárceles de terceros países –entre ellos países europeos- para obtener “inteligencia de calidad”, lo que significa torturas y tratos degradantes con la excusa de “salvar vidas humanas” del “mundo libre”. Países como Estados Unidos, y otros a los que se ha enviado a estos prisioneros no han ratificado la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas. La han ratificado 34 países, de los que sólo 15 han reconocido la competencia del Comité contra las desapariciones forzadas para recibir quejas interestatales o individuales. Esto demuestra los obstáculos a los que aún se enfrentan las víctimas a la hora de exigir justicia, pero también el miedo de los Estados a que investiguen su implicación en estos crímenes contra la humanidad.
- Carlos Miguélez Monroy es Periodista, coordinador del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS) Twitter: @CCS_Solidarios y @cmiguelez
https://www.alainet.org/es/articulo/160812
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