16 de noviembre 1989-2014: la historia vivida

17/11/2014
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En la década de los 70, los movimientos campesinos, los sindicatos y organizaciones de base en El Salvador buscaban un cambio económico, político y social. Una década más tarde, en los años 80, esta efervescencia derivó en una guerra civil, debido a que varias organizaciones guerrilleras se unieron en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional y así luchar contra el gobierno dominado por los militares, que, en la lógica de la Guerra fría, contaba con el apoyo incondicional de los Estados Unidos. La guerra llegó a su clímax militar en noviembre de 1989, cuando el FMLN atacó y tomó el control de la mitad de la capital. En ese momento de máxima tensión, lo que más temían las fuerzas armadas era que Padre Ignacio Ellacuría pudiera ser nombrado mediador, obligándoles a reconocer al FMLN y a hacer concesiones.
 
El lunes 13 de noviembre, Padre Ellacuría regresó de España y volvió a casa, a la Universidad Centroamericana (UCA) de la que era el Rector. Con anterioridad, la residencia de los Jesuitas se encontraba en el barrio cercano pero, por motivos de seguridad, recién se había construido una nueva residencia en el campus. Esa misma noche, la casa fue allanada por los comandos de un batallón antidisturbios entrenados por los repartos especiales americanos, supuestamente en busca de armas.
 
En la noche del miércoles 15 de noviembre, el Alto Mando se reunió en la base militar situada aproximadamente a un kilómetro del campus de los Jesuitas. Al evaluar el riesgo de una mediación del Rector de la UCA, se dio la orden: “Maten a Ellacuría sin dejar ningún testigo.”
 
Poco después de la medianoche del 16 de noviembre, los miembros del mismo batallón invadieron el campus e irrumpieron en la residencia de los Jesuitas. Llevaron a cinco sacerdotes fuera, les obligaron a acostarse boca abajo en el césped y le dispararon en la cabeza. El más anciano de los Jesuitas fue asesinado en el interior, junto a dos mujeres que se habían refugiado en un cuarto cercano.
 
Intentando dar la impresión que la operación había sido un ataque de los rebeldes, los soldados perpetraron los asesinatos con fusiles de asalto soviéticos AK-47. Dañaron la fachada de la residencia con ametralladoras, cohetes y granadas, y garabatearon en un pedazo de cartón: “¡FMLN ejecutó a los delatores! ¡Victoria o muerte, FMLN!” Nadie nunca logró creérselo.
 
¿Quiénes son los ocho mártires de la UCA?
 
Permítanme comenzar con las dos mujeres. Asustadas por los combates ocurridos cerca de la casita del guardián, buscaron cobijo en la nueva residencia de los Jesuitas. El esposo y padre Obdulio Ramos, escondido en esa casita, sobrevivió...para así descubrir, al amanecer, las 8 víctimas asesinadas…
 
Julia Elba Ramos era una mujer muy simple, semi-analfabeta, fiel y alegre. Trabajó en el Teologado Jesuita (donde yo viví durante 2 años). Julia Elba se ocupaba de la cocina y de la limpieza pero también era "formadora" de los seminaristas jesuitas. Intuitiva y discreta, sabía reconocer en las caras de los jóvenes teólogos sus altibajos. A los desanimados les hablaba con palabra sensata y sabia. Tenía 42 años.
 
Julia Elba murió abrazando a su hija Celina, de 15 años, como si estuviese protegiéndola de las balas. Celina, estudiante del primer año de universidad, quería ser enfermera. No pudo decirle a sus padres que ella y su novio estaban planeando casarse pronto. Su hermano menor, que se encontraba aquella noche en otro lugar con familiares, sobrevivió; tenía 12 años.
 
Julia Elba y Celina simbolizan al pueblo de Dios, a quién los mártires de la UCA dedicaron su labor y por quién ofrendaron su vida. En el jardín, donde yacían los cuerpos, el viudo Obdulio, con el corazón destrozado, sembró rosas y cuidó de ellas hasta su muerte…
 
Permítanme continuar con dos de los jesuitas a quienes había conocido brevemente:
 
Juan Ramón Moreno, bien preparado en filosofía y teología, era Maestro de los novicios de la Provincia Centroamericana y luego fue secretario de la Provincia. Él era un jesuita pastoral, muy solidario, cortés y con tono de voz bajo, muy cercano a los pobres. Tenía 56 años.
 
Joaquín López y López procedía de una de las familias más ricas de El Salvador, pero era un jesuita humilde y sencillo. Dirigía Fe y Alegría, un programa de educación básica fundado por los jesuitas para las poblaciones más pobres. Lolo murió a la edad de 71 años.
 
Permítanme continuar con los dos jesuitas de los cuales fui el sucesor:
 
Por más de diez años, Ignacio Ellacuría fue Rector de la UCA. Ferviente intelectual, fue filósofo y teólogo. Sus mayores aportes fueron, su gran intuición política y su capacidad mediadora. Los pobres, aquellos que sufren y que tienen gran capacidad de soportar las adversidades, estuvieron siempre presentes en su preocupación por impulsar una solución negociada a la guerra. Su curso de filosofía se titulaba “Producción latinoamericana” lo que significaba que, en lugar de imitar a la filosofía europea, los latinoamericanos necesitaban crear su propio pensamiento, pertinente a la realidad de su continente. Además de impartir aquel curso, le sucedí como Vice-Rector responsable de la proyección social de la Universidad. Como tal, fundé la emisora de radio YSUCA que Ellacu quería y de la que todavía estoy muy orgulloso. Él murió a los 59 años.
 
Segundo Montes era muy alto, pelirrojo y con barba. Lo llamaban “Zeus”. Uno de los primeros jesuitas que se preocupó por los refugiados de guerra. Como sociólogo, generó estudios avanzados sobre la agricultura salvadoreña y sobre la cultura indígena y sus creencias religiosas. Segundo fundó el Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA), en el que le sucedí como director. Heredé su personal, su jeep, su oficina, su escritorio. En mi primer día, abrí el cajón del escritorio y encontré todo tal y como él mismo lo había dejado aquel 15 de noviembre. Él tenía 56 años. Yo le sucedí a los 43.
 
Permítanme concluir con los dos jesuitas que conocía mejor:
 
Fue en 1978 que conocí a Amando López, en Managua, donde él era Rector del Colegio Centro América. Hombre de gran corazón, como sugiere su hermoso nombre “Amando”: amable, cálido, accesible y complaciente, con un irónico sentido del humor… Mostró saber cuidar las almas, cuidar de sus compañeros jesuitas y a todo aquél necesitado. Tenía 53 años.
 
En el mismo año, 1978, Ignacio Martín-Baró y yo éramos ambos doctorandos en la Universidad de Chicago. Con gran capacidad intelectual, Nacho aplicó la psicología social para el pueblo “sin voz” fundando el Instituto de Opinión Pública de la UCA (IUDOP), con el fin de conocer sus inquietudes, sentimientos y preferencias. Estudió los costos sociales, psicológicos y espirituales que la guerra provocó a la gente común. En la parroquia rural de Jayaque, los campesinos analfabetos apreciaban sus sermones. Los niños lo amaban mucho. Jugaba con ellos, les regalaba confites y cantaba cantos religiosos y profanos con su guitarra. Aunque incapaz de cantar, yo seguí Nacho como párroco. Él tenía 47 años.
 
Todo esto ocurrió en noviembre de 1989, justo cuando se produjo la caída del muro de Berlín. Así la masacre de la UCA puede ser considerada una de las últimas atrocidades de la Guerra Fría. Alrededor de 2 años más tarde, en la víspera de Año Nuevo del 1991, las negociaciones auspiciadas por la ONU, que he seguido como una especie de capellán, pusieron fin oficialmente a la guerra civil. El acuerdo negociado, para el cual Ellacuría y los jesuitas de la UCA habían trabajado incansablemente, finalmente se logró gracias también a su sacrificio.
 
El fin de un conflicto armado, sin embargo, no comporta necesariamente que se consiga la justicia y la paz. La guerra civil, que hizo estragos durante 12 años, causó 75.000 víctimas. Desde entonces, hasta el 2013, otros 73 mil salvadoreños han sido asesinados. Sí, así es: 12 años de guerra, 75.000 víctimas; alrededor de 20 años de "paz", 73.000 víctimas.
 
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, una tasa por encima de 10 homicidios por 100.000 habitantes cuenta como una epidemia de violencia. El informe del 2013 muestra El Salvador con una tasa de homicidios de 69,2 por 100.000 habitantes, el segundo país más violento del mundo.
 
En El Salvador, dominan la oligarquía tradicional y las nuevas elites económicas (compuestas por los políticos ex guerrilleros). Resuelven sus problemas de inseguridad blindando los coches, levantando muros alrededor de sus casas como castillos medievales, contratando seguridad privada e instalando sofisticados sistemas de vigilancia electrónica. Los pobres, por el contrario, siguen siendo totalmente vulnerables a la violencia. Las familias rotas y disfuncionales proliferan; falta el respeto por la vida; toda norma de convivencia social, familiar y comunitaria es violada. Esto parece sugerir que la familia, la escuela y la iglesia han fracasado en formar la consciencia moral.
 
Como plantea con precisión el actual rector de la UCA, Padre Andreu Oliva S.J., los pobres siguen siendo las principales víctimas: Pareciera que el pueblo está condenado a vivir en la pobreza y la violencia. Demasiados salvadoreños se han acostumbrado a sortear día a día esta dura realidad. Así, se está generando un cansancio vital, una pérdida del sentido social y de la vida misma, que explica la deshumanización de una sociedad que ha sido conocida en el mundo por su capacidad de entrega, generosidad y solidaridad. Ya es constatable la pérdida de algunos de los valores más auténticamente humanos y éticos. De no controlarse la violencia, ni disminuirse drásticamente a mediano plazo, el futuro de El Salvador está comprometido.
 
El legado que nuestros compañeros nos han dejado es su testimonio de fe y de amor profundo para los pobres y los vulnerables. Esta es su gran fortaleza: ser discípulos de Jesús y ser fieles a su Palabra hasta el punto de ofrendar su propia vida.  Es por ello que representan, en medio de la creciente miseria y la globalización de la indiferencia, un signo del amor infinito de Dios.
 
Per fidem martyrum pro veritate morientium cum veritate viventium (La Ciudad de Dios, IV, 30). Con estas palabras San Agustín resume el misterio: Por la fe de los mártires que mueren por la verdad y que viven con la verdad. Tal verdad no es cierta si no incluye a Jesús Cristo, la justicia y la paz. Por esta plenitud de la verdad, ellos dieron sus vidas.
 
Fr. Michael Czerny S.J., Consejo Pontificio Justicia y Paz - Vaticano

 

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