Democracia, a golpe de timón

21/01/2015
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Los regímenes democráticos subsisten con un trasfondo abiertamente defectuoso. Porque la democracia si no es de principios deviene real únicamente para quienes la pagan. Es decir, una democracia que cuesta. Con una salvedad: la paga el Estado pero existe gracias a los ciudadanos.
 
En los tiempos de la Grecia antigua —la cuna de la misma— el ejercicio de la democracia subsistió gracias a los súbditos, o los esclavos propiamente dichos. Democracia de esclavos “libres”.
 
En la edad moderna el balance depende de en dónde nos coloquemos —si en los países democráticos y avanzados, o los en vías de consolidación de dicho orden de gobierno (sic)—, pues la práctica democrática resulta en un ardid para unos pocos. Para los que pagan o los que pegan.
 
La democracia que en principio obedece a un sistema de gobierno en donde los gobernantes (poder ejecutivo y legislativo) son pública y abiertamente electos por los ciudadanos —con y en pleno ejercicio de un derecho igual constitucionalmente aceptado—, termina en un rasero doble.
 
El ciudadano elige, pero a las primeras de cambio el gobernante se deslinda de él. Por una parte. Por otra, sucede que el ciudadano mismo, que debería ser el principal beneficiado, termina desplazado cuando no juzgado dentro de un sistema judicial a modo (por si fuera poco: seguridad en riesgo o abiertamente hipotecada).
 
En la democracia el ejercicio del poder, con sentido igualmente democrático, termina siendo tan discriminatorio como selectivo.
 
Luego entonces, en el mejor de lo casos, la democracia es o bien un estigma o un eslogan de campaña. Un peligro para el ciudadano. Porque no resulta en su bienestar. Y se impone más bien bajo un precepto de democracia electoral. Nada que ver con un “gobierno democrático” en toda la extensión de la palabra.
 
Así llegamos a la idea de que la democracia se practica para el bien de unos cuantos; de los que detentan el poder en un país. La “democracia” es un ardid solo para engullir a los ciudadanos mediante el voto. Con procesos electorales donde el Estado paga millones del presupuesto público — dependiendo del país—, para terminar justificando sus principios.
 
En los Estados manda el poder. “El Estado soy yo”, diría Luis XIV. Nunca como ahora el Estado es la imposición en contra del ciudadano. En todas sus facetas.
 
Así, mediante la democracia electoral los ciudadanos resultan engañados desde el ejercicio de un poder que se dice democrático. Más lo que resulta es antidemocrático como autoritario. Llegamos a las amenazas abiertas desde el poder para el ciudadano común. Porque los gobiernos son representantes del poder; no del poder ciudadano sino del dinero.
 
De ahí que la democracia tenga tantos reclamos. Como sistema de gobierno y como esquema de ejercicio del poder. Nació con esclavos; hoy los mantiene bajo otra forma, bajo otro concepto: el de “ciudadanos libres”. No hay avances. De hecho el capital no avanza más que para sí mismo, no para sus creadores.
 
Y el desapego a la democracia permite toda clase de tropelías. La ausencia de democracia representa para el ciudadano de todo Estado moderno toda clase de abusos e imposiciones. Como los mecanismos de control, que no pocas veces terminan en represión. Es decir, la antítesis: el autoritarismo a nombre de la democracia.
 
¿Cuántos Estados, hoy en crisis, no terminan en el ejercicio autoritario del poder, azuzando al ciudadano o negándole todo derecho a defender sus principios siquiera constitucionales? ¿Cuántos ciudadanos no acaban arrebatando sus derechos al poder a golpe de timón? ¿Y los principios democráticos? En el papel. Ahora y siempre.
 
 
 
 
https://www.alainet.org/es/articulo/166954?language=en
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