La "revolución pasiva" de Santos

06/04/2015
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Truncha habrá de quedar la "revolución pasiva" de Santos con la que quiere remediar la crisis orgánica del sistema de dominación oligárquica que él encarna.

 

Ya se conoce el informe de la Comisión Historia encargada por la Mesa de conversaciones de La Habana que conforman el gobierno y las Farc del análisis del conflicto colombiano y sus víctimas, en el que se presentan las visiones de las raíces del conflicto, tanto en la realidad nacional, como en aspectos de orden internacional, las explicaciones de su extensión temporal y las graves consecuencias que ha tenido. Se trata de importantes estudios en los que, desde enfoques diversos, se presenta una visión global de la prolongada guerra nacional colombiana (http://bit.ly/1Ah17QJ ).

 

El reto de hoy, para el pensamiento crítico, se refiere a la necesidad de caracterizar el actual proceso, su posible evolución, así como los desenlaces que pueda tener en el mediano y largo plazo. El funcionamiento de la Mesa de conversaciones ha creado un momento abierto e indefinido que, desde el lado revolucionario, debe permitir conquistar profundos cambios en la sociedad y el Estado, en el sentido de la superación de la crisis orgánica del sistema de dominación oligárquica.

 

Es evidente que en Colombia hay un enorme desprestigio de las instituciones actuales.

 

No hace falta acopiar muchos hechos, pues la percepción de crisis institucional es absoluta. Tal crisis institucional, al producirse paralelamente a una grave crisis económica como la que está en curso, deviene en lo que Gramsci llamaba crisis orgánica, como lo hemos planteado en otros análisis. Y que nosotros, desde hace años, llamamos crisis del régimen. Lo que es simplemente constatar un amplio sentimiento de repudio ante el sistema político vigente y los perversos daños que produce sobre la vida de millones de colombianos.

 

Sabemos por Gramsci que la irrupción de una crisis orgánica sólo es posible cuando el bloque dominante, que en nuestro país está conformado por la élite política, militar y empresarial, no puede resolver una grave crisis económica.

 

La reciente crisis en el sistema judicial a raíz de los escándalos por corrupción en la Corte Constitucional y el desorden masivo en otros ámbito del poder político, nos indican las dimensiones del desbarajuste del régimen tradicional. De igual manera lo muestra la crisis económica y fiscal del Estado.

 

Es en tal momento que se pone en cuestión absolutamente todo lo político, y se abre una oportunidad para la transformación real.

 

Santos, como representante del actual bloque oligárquico de poder, adelanta una “revolución pasiva” para desactivar y erradicar los factores de inestabilidad y colapso. Ese plan lo inició con su Ley de Víctimas y restitución de tierras y el reconocimiento de la existencia de una prolongada guerra civil que el gobierno de Uribe Vélez se empeñó en desconocer durante sus dos periodos gubernamentales. 

 

El movimiento popular, social y las fuerzas revolucionarias plantean y proyectan una estrategia enderezada a concretar las más genuinas banderas de cambio democrático en la perspectiva del socialismo. Si los más desprotegidos, el pueblo, se organizan, pueden aprovechar el momento para disputarle el poder al débil bloque dominante y convertirse ellos mismos en la nueva clase dirigente. Entrar por la grieta del sistema.

 

Pero también puede suceder, por supuesto, que ese bloque dominante logre restaurarse y recuperar el control de la política. 

 

Precisamente Gramsci llamó “revolución pasiva” a esta segunda opción, es decir, al proceso político cuyo objetivo es la reforma del sistema desde arriba. Esto es, donde el bloque dominante es el que dirige el inevitable cambio surgido con la crisis total.

 

    La “revolución pasiva” del santismo.

 

De todas las posibles respuestas a las crisis de hegemonía, una de ellas es la que normalmente va más asociada a los procesos de transición política marcados por la “revolución pasiva”.

 

Señalemos de manera preliminar que, la “revolución pasiva” es una construcción categorial de gran amplitud, se trata de un criterio o canon de interpretación y no un programa/instrumento político como lo es para la burguesía que encarna el señor Santos. En ese sentido permite esbozar un ejercicio de aplicación analítico-interpretativa buscando dar cuenta de una combinación-desigual y dialéctica-de dos tensiones, tendencias o momentos: restauración y renovación, preservación y transformación o, como indica Gramsci, “conservación-innovación”.

 

La “revolución pasiva” emerge como expresión de la “crisis orgánica” de la sociedad burguesa así como antítesis o fracaso de la revolución activa de las clases populares

 

Una revolución pasiva es un proceso de modernización impulsado desde arriba que recoge sólo parcialmente las demandas de los de abajo y con ello logra garantizar su pasividad, su silencio más que su complicidad.  Se produce porque comparte el diagnóstico de que hace falta un cambio. Es posible cuando el bloque dominante acepta también que las viejas instituciones ya no son suficientes ni adecuadas para mantenerles en el poder, y cuando entiende que han de actuar antes de que otro sujeto tome el control de la situación. Es decir, la característica crucial de la revolución pasiva es que surge para disputarle la dirección del cambio a las organizaciones populares.

 

Constituye una especie de salida intermedia entre la dictadura y el cambio revolucionario. Para que pueda realizarse, tiene que existir una amenaza lo bastante fuerte para poder derribar un régimen y lo suficientemente débil para instaurar un nuevo sistema. En esta situación, mezclada de debilidad y fortaleza, algunos representantes de las clases políticamente débiles y económicamente fuertes logran integrar y hacer suya parte del programa de demandas de los grupos adversarios y consiguen, de este modo, realizar una revolución pasiva.

 

Posteriormente, si hay lucidez en el poder político asediado o en algunos de sus sectores, se inicia una segunda etapa, en la cual se asumen parte de las demandas de la oposición -salvo las más radicales, que serían las que llevarían a la superación total del viejo orden – así, se logra dirigir desde arriba el cambio y la transición.

 

Gramsci caracteriza estas maniobras políticas como un conjunto de procesos de “innovación-conservación” “revolución-restauración”, o “revolución sin revolución”.  Se trata de una transformación desde arriba por la cual los poderosos modifican lentamente las relaciones de fuerza para neutralizar a sus enemigos de abajo.

 

Toda revolución pasiva es la expresión histórica de determinadas correlaciones de fuerza y, al mismo tiempo, un factor de modificación de las mismas. Por ello, en relación con su génesis, Gramsci anota que se trata de reacciones de las clases dominantes al “subversivismo esporádico, elemental e inorgánico de las masas populares” que “acogen cierta parte de las exigencias populares”. O sea no caracterizada por un movimiento subversivo de las clases subalternas sino como conjunto de transformaciones objetivas que marcan una discontinuidad significativa y una estrategia de cambio orientada a garantizar la estabilidad de las relaciones fundamentales de dominación.

 

En el inicio del proceso está entonces una acción desde abajo –aunque sea, esporádica, elemental, inorgánica y no “unitaria”- la derrota de un intento revolucionario o, en un sentido más preciso, de un acto fallido, de la incapacidad de las clases subalternas de impulsar o sostener un proyecto revolucionario pero capaces de esbozar o amagar un movimiento que resulta amenazante o que aparentemente pone en discusión el orden jerárquico. En efecto, si bien el empuje desde abajo no es suficiente para una ruptura revolucionaria sin embargo alcanza a imponer –por vía indirecta- ciertos cambios en la medida en que algunas de las demandas son incorporadas y satisfechas desde arriba.

 

La singularidad de esos momentos es que determinados proyectos antagónicos se disputan entre sí la victoria, pero coincidiendo todos ellos en el descrédito de las instituciones previas o, dicho de otra forma, en la necesidad de superarlas. En la necesidad del cambio. Esto es importante, porque significa que proyectos políticos antagónicos pueden compartir un espacio común: el de la necesidad de un cambio. El corolario sale rápido: si esos proyectos políticos no perfilan y distinguen sus propias propuestas ideológicas, y si se mantienen en el llano discurso de deseo de superación de instituciones preexistentes, entonces tales proyectos políticos pueden ser en gran medida intercambiables.

 

La revolución pasiva implica por lo tanto la capacidad de las clases dominantes, frente a la explosión de las contradicciones sociales y políticas, de gobernar, integrar destruyendo las contradicciones fundamentales evitando que devengan protagónicas en la crisis orgánica.

 

Mediante la revolución pasiva los segmentos políticamente más lúcidos de la clase dominante y dirigente intentan meterse “en el bolsillo” a sus adversarios y opositores políticos incorporando parte de sus reclamos, pero despojados de toda radicalidad y todo peligro revolucionario. Las demandas populares se resignifican y terminan esfumándose en la maquinaria de la dominación.

 

La revolución pasiva consiste, pues, en lograr el retorno a la “normalidad” del capitalismo. Se trata de resolver la crisis orgánica reconstruyendo el consenso y la credibilidad de las instituciones burguesas para mantener el orden oligárquico. Es decir: la continuidad del capitalismo. Lo que está en juego es la crisis de la hegemonía burguesa, amenazada por las rebeliones populares y la resistencia campesina revolucionaria armada.

 

Se pretende volver a legitimar las instituciones del sistema capitalista, fuertemente devaluadas y desprestigiadas por una crisis de representación política que hacía años no vivía nuestra sociedad.

 

Se plantean por tanto las siguientes cuestiones, ¿En qué medida los cambios reproducen o restauran el orden existente o lo modifican para preservarlo? ¿En qué medida “acogen cierta parte de las exigencias populares”? ¿Cuánta y qué parte? Las variaciones posibles son diversas pero acotadas por dos puntos límites: la revolución pasiva no es una revolución radical –al estilo jacobino o bolchevique- y la restauración progresiva no es una restauración total, un restablecimiento pleno del estatus quo anterior.

 

En relación a su dinámica, la modernización conservadora implícita en toda revolución pasiva, es conducida desde arriba. Ese arriba se refiere tanto al nivel de la iniciativa de las clases dominantes como a la cúpula estatal, ya que el lugar o el momento estatal aparece crucial a nivel estratégico para compensar la debilidad relativa de las clases dominantes, las cuales recurren, por lo tanto, a una serie de medidas “defensivas” que incluyen coerción y consenso.

 

Se conforma de tal manera un modelo de dominación basada en la capacidad de promover reformas conservadoras maquilladas de transformaciones “revolucionarias” y de promover un consenso pasivo de las clases dominadas.

 

Cesarismo y transformismo

 

La revolución pasiva se ve acompañada del cesarismo y el transformismo. Se apoya en un cesarismo progresivo (la presencia de una figura carismática que cataliza y canaliza las tensiones y encarna el paternalismo asistencialista) y el transformismo (el desplazamiento de grupos dirigentes progresistas del movimiento popular hacia posiciones conservadoras en puestos en las instituciones estatales).

 

En otros términos, hay dos momentos en el proceso de revolución pasiva.

 

El primero, la restauración. En ese primer momento el bloque dominante trata de bloquear (con el Cesarismo populista de derecha encarnado en Uribe Vélez) la organización popular que crece al calor de las demandas políticas, evitando de esa forma una transformación radical del sistema desde abajo.

 

El segundo, el transformismo (santista, en este caso). En este momento el bloque dominante recoge algunas de las demandas populares y las hace suyas, adaptándolas previamente a sus propias necesidades y confundiendo así a las masas populares en revuelta.

 

En nuestro caso, lo que resalta es el transformismo promovido por Santos.  Por medio del transformismo Gramsci designa un proceso de deslizamiento molecular que lleva al fortalecimiento del campo de las clases dominantes, a través de un paulatino drenaje (absorción) por medio de la cooptación de fuerzas del campo de las clases subalternas o, si se quiere, viceversa, un debilitamiento del campo subalterno por medio del abandono o traición de sectores que transforman oportunistamente sus convicciones políticas y cambian de bando.

 

Con el transformismo, Gramsci quiere referirse a dos realidades: a) el proceso de absorción de las demandas menos radicales y la articulación de éstas en un programa más moderado; y b) la captación e integración de dirigentes de los grupos políticos rivales. A través del transformismo se logra quebrar la relación de fuerzas anterior que había obligado a adoptar la estrategia de reformismo político preventivo.

 

 El transformismo aparece entonces como un dispositivo vinculado a la revolución pasiva en la medida en que modifica la correlación de fuerzas en forma molecular en función de drenar –por medio de la cooptación- fuerzas y poder hacia un proyecto de dominación en aras de garantizar la pasividad y de promover la desmovilización de las clases subalternas.

 

Aunque el concepto de revolución pasiva remite al ámbito superestructural es evidente que, más allá de la dimensión socio-política, es clara la referencia a una consolidación capitalista por medio de la intervención estatal en la vida económica en función anti-cíclica, como lo demanda la coyuntura creada con la caída de los precios del petróleo y sus efectos en los ingresos fiscales del gobierno. En este sentido cabe toda la extensión bicéfala de la expresión “formas de gobierno de las masas y gobierno de la economía” usada por Gramsci para referirse al estatalismo propio de una época de revolución pasiva.

 

Estamos en la situación del Estado ampliado, que incluye a la sociedad civil y pretende controlar las relaciones de producción y el desarrollo de las fuerzas productivas mediante la planificación.

 

 En el tiempo de la revolución pasiva la concepción del Estado ampliado, vinculada con los procesos inéditos de difusión de la hegemonía no comporta la puesta en mora o la disminución de la concepción del Estado «según la función productiva de las clase sociales», sino significa una complejización radical de la relación entre política y economía, una intensificación molecular de una primacía de la política entendida como poder de producción y de gobierno de los procesos de pasivización, estandardización y fragmentación.

 

Consecuencias de la revolución pasiva

 

Las principales consecuencias de las transiciones políticas guiadas por el modelo de la revolución pasiva son las siguientes:

 

a) La ausencia de una verdadera participación popular, dado que son las cúpulas de las organizaciones políticas las que pactan y consensuan “por arriba” los contenidos y los plazos del proceso de transición.

 

 b) La modificación, en parte, de la realidad política anterior.  Especialmente, la oposición intenta enmascarar su debilidad presentando dichas modificaciones como cambios políticos profundos.

 

 c) El debilitamiento de las fuerzas radicales opositoras y la integración de muchos miembros de dichas fuerzas en los antiguos grupos rivales a través de diversos mecanismos de aplicación de la estrategia del transformismo.

 

 d) La inexistencia de una hegemonía alternativa. Hay que  tener en cuenta que la revolución pasiva no siempre resuelve la crisis de hegemonía que la provoca, entendida como escisión entre sociedad política y sociedad civil con mayores o  menores grados de intensidad, que son los que marcan el nivel orgánico o coyuntural de cada crisis de hegemonía. Conviene tener presente que Gramsci contempla diversas posibilidades de respuesta a dicha crisis:

 

a) Guerra civil entre los grupos que luchan por la hegemonía.

 

b) Reacción de la clase dominante a través de un nuevo tipo de dictadura o de una reestructuración de sus posiciones en la sociedad política mediante mecanismos diversos de reforma interna.

 

c) Insurrección revolucionaria de masas con dirección política que logra imponer un nuevo sistema.

 

d) Subversivismo de masas sin dirección política.

 

e) Solución cesarista de la crisis a través de un caudillismo.

 

f) Prolongación de la crisis y extensión del caos político y social por la incapacidad de respuesta de los grupos dominantes y la existencia de una sociedad civil débil e inerte.

 

g) Pacto y consenso entre las fuerzas antagónicas ante la imposibilidad de la victoria de una de ellas y, por lo tanto, construcción de un nuevo régimen en el que se integran parte de las demandas de cada una de las fuerzas intervinientes. Este pacto y consenso sirve para crear un nuevo dominio político, pero no resuelve el tema de la dirección social, cultural y económica. Y sólo la suma de dominio y dirección crea una nueva hegemonía.

 

Cerremos, esta parte señalando que ese el programa político de la burguesía con su intento de revolución pasiva impulsada desde las alturas seudo reformistas del santismo neoliberal. Lo que queda de ese experimento de Tercera vía es un mecanismo de expropiación de las demandas populares por la vía de “renovaciones”, “modernizaciones” y “recomposiciones” parciales, que preparan el camino a restauraciones más de derecha en su totalidad. Es un detalle que no debemos ignorar.

 

Está en marcha una suerte de transición  liberal, dirigida por el mismo bloque dominante. Ese gran poder privado y salvaje que teme un cambio desde abajo y desde la izquierda y que quiere retocar el sistema desde arriba y por derecha neoliberal.

 

Pretenden logra transformaciones importantes en la organización social, pero reduciendo al mínimo la “iniciativa popular” en la producción de esos cambios. Por eso aquello de que el modelo no se negocia, al decir de Humberto De La Calle.

 

La operación del bloque dominante es la misma: la restauración del sistema por medio del transformismo.

 

El programa de cambios democráticos

 

Por supuesto, lo visto es un lado de la cuestión política en el momento. Y la política es un arte cuyo principal instrumento es la estrategia. El desafío para los revolucionarios es identificar las rutas convenientes de acción. Por eso nos preguntamos ¿qué sucede cuando la iniciativa la toman nuestros enemigos? ¿Qué hacer cuando los segmentos más lúcidos de la burguesía intentan resolver la crisis orgánica de hegemonía, legitimidad política y gobernabilidad apelando a discursos y simbología “progresistas”, poniéndose a la cabeza de los cambios para desarmar, dividir, neutralizar y finalmente cooptar o demonizar a los sectores populares más intransigentes y radicales?

 

¿Cómo enfrentar esa iniciativa? ¿De qué manera podemos deconstruir esa estrategia burguesa?

 

Gran parte de las reflexiones de los marxistas sobre la lucha de clases han girado en torno a la necesidad de asumir la iniciativa política por parte de los trabajadores y el pueblo. Desde luego, considerando siempre las condiciones concretas de la lucha social, que en este caso se ubica en una coyuntura de compleja y desigual combinación de las movilizaciones populares y de masas, pues, dentro del conglomerado de olas y mareas políticas que se entrecruzan, no todo aparece tan nítidamente diferenciado ni delimitado como pudiera suponerse.

 

Estamos ante  un difícil desafío: pensar desde la teoría revolucionaria no en la posibilidad inmediata del asalto al poder o de una ofensiva abierta de las masas populares, sino en aquellos tiempos del proceso de la lucha de clases donde el enemigo pretende mantener y perpetuar el modelo neoliberal de manera sutil y encubierta. No lo pretende hacer de cualquier manera. Paradójicamente, las clases dominantes intentan resolver su crisis orgánica, garantizar la gobernabilidad y mantener sus jugosos negocios enarbolando nuestras propias banderas (oportunamente resignificadas). Resulta más sencillo enfrentar y golpear a un enemigo frontal que intenta aplastarnos enarbolando banderas neoliberales y fascistas, como en el caso de Uribe Vélez. Pero resulta extremadamente complejo responder políticamente cuando el neoliberalismo se disfraza de prospero, continúa beneficiando al gran capital en nombre de “la democracia”, los “derechos humanos”, la “sociedad civil”, el “respeto por la diversidad”, los diálogos de paz y la reparación de las víctimas con la restitución de las tierras despojadas por el paramilitarismo.

 

En otros términos, resulta relativamente fácil identificar a nuestros enemigos cuando ellos adoptan un programa político de choque o represión a cara descubierta. Pero el asunto se complica notablemente cuando los sectores de poder intentan neutralizar al campo popular apelando discursivamente a una simbología “progresista”. En esos momentos, navegar en el tormentoso océano de la lucha de clases se vuelve más complejo y delicado.

 

De tal manera que, a la capacidad de la oligarquía de operar recomposiciones de todo tipo, es necesario oponer una lucha política de tipo acumulativo, cuyas definiciones estratégicas no van más allá, en situaciones ideales, de la constitución de un “bloque o frente amplio popular” que opera un cambio importante en la relación de fuerzas.

 

Además, sabiendo que una comunidad política vive siempre en un ámbito institucional que tiene la apariencia de haber estado siempre ahí. Que hay instituciones que rodean y envuelven nuestra vida cotidiana, que también van cambiando, pues todo cambia. Y los sistemas políticos no son ajenos a ese proceso. La pregunta más obvia es ¿hacia dónde se debe cambiar?

 

Desde el campo popular y revolucionario, es inevitable ver nuevos procesos constituyentes, como ha sido planteado por la delegación revolucionaria en la Mesa de conversaciones en La Habana, es decir, procesos que constituyan nuevas instituciones políticas o que produzcan cambios radicales en los diseños vigentes hasta ese momento. Habitualmente estos procesos se refieren a la institución superior, la Constitución. Pero es preciso recordar acá que no todos los procesos constituyentes son iguales. A veces los procesos constituyentes tienen una perspectiva popular que refleja las demandas y exigencias de las gentes más desfavorecidas, esto es, lo que llamamos comúnmente el pueblo. Así fue claramente en los casos de Francia entre 1789 y 1792, de México en 1917, de Rusia en 1918 y 1924, de España en 1931 o de Italia en 1948. Sin embargo, otras veces los procesos constituyentes son dirigidos desde arriba, desde las mismas élites que gobernaban las instituciones previas.

 

Un proceso constituyente implica a su vez un proceso destituyente, porque la constitución de nuevas instituciones se hace sobre la eliminación de las anteriores instituciones. Dicho llanamente, si quiero algo nuevo es porque no me gusta lo viejo o directamente no lo tengo; si quiero democracia ampliada es porque la que tengo es ficticia. Por eso puede afirmarse que una crisis institucional es el reflejo de una enorme grieta, de un proceso destituyente abierto de facto.

 

Así pues, hay momentos políticos, como el de hoy, en los que las instituciones vigentes se ponen en cuestión. Es entonces cuando se abre el debate sobre cómo han de cambiar, y en ese momento diferentes proyectos políticos confrontan entre sí en torno al tipo de instituciones nuevas que hay que crear.

 

Es por tal razón que los cambios de fondo que demanda Colombia, no se pueden lograr sin confrontar con las instituciones centrales del aparato de Estado oligárquico. Debemos apuntar a conformar, estratégicamente y a largo plazo —en términos de varios años y no de tres meses— organizaciones populares de lucha revolucionaria.

 

Así que no habrá transformación social radical al margen del movimiento de masas, en el entendido que los procesos de transición pacifista deben captar la hilazón entre el arte político y el arte militar, entre la fase político-militar y la técnico-militar, pues “las revoluciones siempre son guerras”.

https://www.alainet.org/es/articulo/168728?language=en
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