La dramática historia de los afrobolivianos

21/04/2015
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Con los conquistadores arribaron los primeros esclavos negros al llamado Nuevo Mundo. Los jinetes de Francisco Pizarro llevaban en la grupa del caballo a indios de Nicaragua y a un negro de Guinea, cuya piel oscura dejó perplejos a los súbditos del Inca Atahuallpa, como las armaduras de hierro y el estampido de los arcabuces. Cuando el negro se apeó del caballo, los indios le invitaron a lavarse creyéndolo pintado. Y mientras los conquistadores les explicaban que, por donación del santo Papa, esas tierras pertenecían ya a los reyes de Castilla, a quienes debían prestarles acatamiento y vasallaje, los indios constataron que el negro no perdía su color ni refregándose en el río. Entonces, estupefactos como estaban, pensaron que allende los mares no sólo existían hombres de caras blancas y luengas barbas, sino también hombres de pelos rizados y piel oscura como el ébano, sin sospechar que ellos -los nativos- y los negros serían los esclavos del nuevo sistema colonial.

 

Se dice que el Inca Huayna Cápac, años antes de consumarse la conquista, escuchó hablar del “Sumaj Orq’o” (Cerro Hermoso), donde estaba el preciado metal que ellos usaban para adorar a sus dioses y adornar sus cuerpos. El Inca ordenó clavar los pedernales para extraer los filones de plata y el cerro se estremeció en un “¡Potojsi!” (Explosión), y de sus entrañas se alzó una voz cavernosa anunciando en lengua quechua: “¡Kay hunuqnita pallan karumanta jamuytanapaq!” (Esta riqueza está reservada para los que vendrán del más allá).

 

Los súbditos del Inca huyeron en desbandada, hasta que en 1545, el indio Diego Huallpa, quien buscaba a su llama fugitiva en las laderas del cerro, hizo una fogata para pasar la noche y ahuyentar el frío. El fuego fundió el metal y, ante la lumbre menguante de las llamas, el indio vio brotar las hebras de plata, blancas como el resplandor de la luna. Los conquistadores, anoticiados del mayor hallazgo de todos los tiempos, acudieron en caravanas desde los más lejanos confines, unos a pie y otros a caballo.

 

Al cabo de un tiempo, en aquel cerro admirado por Don Quijote, se abrieron socavones, se levantaron casas y templos. La urbe creció tanto que, según un censo de 1573, Potosí tenía más habitantes que Madrid, Roma y París. Los conquistadores llenaron las alforjas de plata y, no sabiendo cómo derrochar su fortuna, mandaron a comprar vinos de España, marfiles de la India, sedas de Francia, porcelanas de China, medias de Nápoles, sombreros de Londres, alfombras de Persia, perfumes de Arabia y, junto a todo este cargamento, las prostitutas más caras del mundo y los esclavos que vendían los “negreros” en las costas del continente africano.

 

La corona española, al constatar que el dramático descenso de la población indígena se debía no sólo a las guerras de conquista y las enfermedades importadas del Viejo Mundo, sino también a los vejámenes y trabajos forzados, mandó a comprar esclavos negros en los puertos de las Antillas, con el fin de preservar el monopolio comercial de sus colonias y reemplazar la fuerza de trabajo de los mitayos, quienes morían por montones en el laboreo de la mina.

 

De la colonia a la república

 

La colonia, que fue un sistema social basado en la servidumbre y la esclavitud, convirtió a Potosí en “Villa Imperial” y a los esclavos negros en bestias de carga. Nadie se opuso a la esclavitud de los negros, ni siquiera fray Bartolomé de las Casas, quien, a pesar de abogar a favor de los indígenas con la Biblia en la mano, se olvidó, en una suerte de extraño racismo teológico, que los negros tenían también alma y eran iguales ante Dios, aunque el origen del racismo contra el negro no se debió a la pigmentación de su piel, sino a un fenómeno de orden económico y, según algunos cronistas de la época, a la baratura y superioridad de su fuerza de trabajo.

 

Los colonizadores ingleses y portugueses, creyendo que la fuerza física de un negro equivalía a la de cuatro indios, organizaron compañías dedicadas exclusivamente a la trata de esclavos negros. Sabían que esta carnicería humana, respaldada por las monarquías europeas y el Papa, daba tantos beneficios como los yacimientos de oro y plata. Así, desde 1510 a 1791 -año en que fue abolida la trata de esclavos-, fueron millones los africanos raptados de sus tierras, desarraigados de sus culturas ancestrales y transportados como suministro de fuerza de trabajo a las tierras que los conquistadores expropiaron a los habitantes del Nuevo Mundo.

 

De los negros que sobrevivieron a la travesía por alta mar, encadenados como animales salvajes, marcados por el candente hierro y el látigo de mando, los más robustos fueron destinados a Potosí; y de allí, tras largos años de haber trabajado en las minas, sufriendo la peor vejación del colonialismo occidental, se desplazaron hacia la región subtropical de los Yungas, donde aprendieron a convivir en armonía con la dadivosa y protectora Pachamama.

 

Durante las guerras de la independencia latinoamericana, el libertador Simón Bolívar proclamó la lucha contra la esclavitud y promulgó un decretó que concedía la libertad a los negros. Empero, en un país como Bolivia, gobernado desde las luchas independentistas por criollos y mestizos, los indios y negros siguieron siendo los sectores más excluidos de la sociedad.

 

La Bolivia negra, por otro lado, no está registrada en los libros oficiales de historia, cuyos textos obligatorios en escuelas, colegios y universidades, cuentan sólo la versión de los vencedores, mutilando así los capítulos correspondientes al menosprecio y la esclavitud de los negros. De ellos se sabe poco, y lo poco que se sabe es por medio de algunas fraternidades folklóricas del Carnaval, donde los mestizos se disfrazan de morenos, arrastrando sus pesados trajes al ritmo de las matracas y enseñando la lengua colgante de las máscaras, que simbolizan la ironía y la explotación despiadada a la que fueron sometidos durante la colonia.

 

Los negros, de hecho más desfavorecidos que los indígenas, han sufrido la mayor discriminación social y racial, y han sido condenados a sobrevivir en una especie de “apartheid” boliviano; es más, hasta antes del triunfo de la revolución nacionalista de 1952, los negros y los indios no podían ingresar a lugares públicos ni caminar por los barrios residenciales de las grandes urbes, como si los “banquetes de la vida” hubiese estado reservados sólo para las minorías blancas y mestizas.

 

El “apartheid” al estilo boliviano

 

Durante siglos, la población afroboliviana vivió una suerte de “apartheid”. No tenía carta de identidad ni figuraba en los censos de población, como si su existencia hubiese sido ajena a la vida nacional, aunque ya el 25 de septiembre de 1840 fue suscrito el tratado de Bolivia con Gran Bretaña, en el que se acordó la abolición del comercio de esclavos. Asimismo, según una Ley del 11 de noviembre de 1844 se dispuso que los “que por mar o tierra los introdujeran en Bolivia o los extrajeran de ella para su venta, serán condenados como piratas a diez años de presidio, sin perjuicio de las demás penas impuestas por el trabajo”. Otro tanto hizo la revolución nacionalista de 1952, que les concedió el derecho a tener voz y voto, a elegir y ser elegidos; un derecho que pocos ejercieron hasta la constitución del Estado Plurinacional de Bolivia, que incluyó recién en el siglo XXI a asambleístas negros en las cúpulas de gobierno.

 

Baste echar un vistazo al pasado para darnos cuenta de que los afrobolivianos, a quienes casi nunca se los mencionó en los discursos oficiales de los demagogos de turno, son partes de la historia de un continente donde los conquistadores, armados de cruces, caballos y cañones, impusieron su voluntad a sangre y fuego. Los territorios recién conquistados pasaban a ser propiedad de la corona española y los negros fueron llevados a los yacimientos argentíferos de Potosí, para que ejecutaran los trabajos forzados en el interior de la mina, donde fueron reducidos a simples bestias de carga por la insaciable codicia y el carácter sanguinario de los colonizadores.

 

Desde entonces ha transcurrido mucho tiempo para que los negros, que no se acostumbraron al frígido clima del altiplano, se trasladaran a las regiones subtropicales del país, donde se establecieron como agricultores, sin haber olvidado su dramática historia ni su pasado. Por eso mismo, no está lejos el día en que aparezca un Alex Haley entre los negros aymaras y escriba, sin intermediarios ni voces prestadas, un libro sorprendente y maravilloso como “Raíces”, en cuyas páginas se denuncia el violento atropello del que fueron víctimas tanto en sus tierras de origen como en las tierras del llamado Nuevo Mundo.

 

La supuesta superioridad del hombre blanco ha sido uno de los motivos que provocó el menosprecio contra la raza negra, un prejuicio que, acéptese o no, se mantiene vivo hasta nuestros días. No es casual que el libro “The Bell Curve” (La curva en campana, 1994), escrito por los profesores angloamericanos Richard J. Herrnstein y Charles Murray, plantee la tesis reaccionaria de que los negros, genéticamente, son menos inteligentes que los blancos. 

 

Por otro lado, el libro plantea la tesis de que en la sociedad norteamericana se ha desarrollado un sistema jerárquico de castas, en cuya cúspide se encuentran los blancos por tener un coeficiente de inteligencia superior al de los negros, que conforman la base de la pirámide social. Por cuanto este libro, difundido masivamente en EE.UU y otros países de Oriente y Occidente, y que refleja la desaforada mentalidad del “apartheid”, ha vuelto a desempolvar las viejas teorías sobre la biología racial y el social darwinismo, para explicar que los negros y pobres están como están por herencia genética.

 

Si bien es cierto que la esclavitud fue abolida en América en el siglo XIX, es cierto también que la sociedad blancoide y criolla no aceptó la igualdad de derechos de los negros; por el contrario, creó un sistema político de “apartheid”, como en Rhodesia, Namibia o Sudáfrica, donde hasta finales del siglo XX se prohibió los matrimonios interraciales y se promovió el desarrollo separado de las diferentes razas, bajo la dirección tutelar de los blancos, considerados étnicamente superiores a los negros.

 

Una reflexión necesaria

 

Desde que sentí la discriminación racial en carne propia y dejé de creer en la historia oficial de los vencedores, me resistí a compartir el racismo existente en el país, donde la mayoría de los indios y negros no compartían la mesa del patrón ni formaban parte de las esferas de gobierno.

 

Los afrobolivianos, por mucho que no sepan precisar si sus antepasados fueron traídos de Senegal o de otras costas del oeste africano, siguieron conservando la tradición de coronar a su rey en la comunidad campesina de Mururata, donde se venera a los descendientes de ese rey negro que, encadenado de pies y manos, murió durante la colonia. El último descendiente de esa casta de “sangre real” es Julio Pinedo, quien, al cumplirse los “500 Años de Resistencia Indígena, Negra y Popular”, en octubre de 1992, fue coronado en una ceremonia especial, donde estuvieron presentes los negros, los indios aymaras y los zambos (hijos de india y negro).

 

Sin embargo, lo patético de esta realidad es que, mientras los afrobolivianos vienen coronando a sus reyes desde 1932, la mayoría de los niños bolivianos, que aprendimos a conocer África a través de las historietas de Tarzán, no veíamos en las calles a más negros que a los mestizos, de caras pintadas con betún y disfrazados con vistosos atuendos, bailando de tundiquis y negritos en el Carnaval.

 

Cuando los niños veíamos en la calle a un negro de verdad, nos pellizcábamos el brazo y gritábamos al unísono: “¡Suerte para mí! ¡Suerte para mí!”... En cambio algunos, que confundían el exotismo con el racismo y veían a un negro en sus sueños, se despertaban espantados y, restregándose los ojos, exclamaban: “¡Enfermedad! ¡Enfermedad!...”.

 

La ignorancia sobre la historia y situación de los afrobolivianos dio lugar a la creación de mitos y supersticiones en torno a sus supuestos poderes mágicos; cuando en realidad, los negros no cargaban suerte alguna ni daban suerte a nadie, ni siquiera a ellos mismos, que habían soportado tanta infamia y discriminación desde que sus antepasados fueron atrapados en sus tierras de origen y vendidos por los “negreros” a los dueños de minas y plantaciones del Nuevo Mundo, donde los niños criollos y mestizos reproducíamos en nuestros juegos las historietas de Tarzán y las películas de cowboys; en el que nadie quería hacer el rol de negro ni de indio, porque encarnar a estos personajes implicaba morir desollado o con un tiro entre los ojos, a diferencia de Tarzán y del cowboy que siempre resultaban ser los héroes en la batalla, como si sus vidas estuvieran garantizadas por mandato divino.

 

A medida que fui creciendo, comprendí que el negro no sólo simbolizaba la suerte, sino también la mala suerte y la enfermedad. De modo que en una conversación coloquial, no era extraño que alguien dijera: “pasarlas negra” o “tener la suerte negra”, en lugar de decir: “me encuentro en una situación difícil” o “tengo mala suerte”. Pero la frase que más me golpeó, como convocándome a una reflexión necesaria, fue la que escuché en boca de una de mis profesoras, quien, a tiempo de enseñarnos la fotografía de un negro, dijo: “Este hombre tiene el color de sufrido”. Desde entonces no he dejado de pensar en que estas expresiones de desprecio, que los criollos y mestizos utilizan para referirse despectivamente a una persona de tez negra, traslucen una clara discriminación racial.

 

Ahora entiendo mejor el porqué mi tía, una señora presumida y acomplejada de su ascendencia mestiza, me aplicaba las cremas protectoras en la cara y me ponía un gorro de visera ancha. Claro que no era para cubrirme la piel del abrasante sol de la meseta andina, sino para evitar que los vecinos me confundieran con “los niños de color sufrido”. Por suerte, a mi tía no se le ocurrió la idea de blanquearme la piel a la fuerza, como a ese negrito del cuento que murió de pulmonía de tanto que su ama, de raza blanca, lo refregaba en leche fría.

 

Con el transcurso del tiempo, y gracias a los sermones de un cura tercermundista, mi tía se fue liberando de sus prejuicios raciales y empezó a entender que el hombre negro no era un castigo divino, ni un ser llegado de las catacumbas del infierno, sino un individuo como cualquier otro, con los mismos derechos y las mismas responsabilidades. Aprendió también a rescatar los valores culturales de ese continente que tanto aportó a la cultura universal; empezó a gustar del jazz, esa música que tiene su origen en los ritmos africanos, y empezó a leer las poesías de Nicolás Guillén y las novelas de Nadime Gordimer, cuyos textos están inspirados en los mitos, leyendas y relatos que los africanos conservaron en la memoria colectiva y la tradición oral. Mi tía cambió tanto que, además de llamarme “Negrito” con cariño, acabó reconociendo que la madre del género humano era negra y vivió en África, allí donde se encuentran las raíces del árbol genealógico de la humanidad.

 

Si bien es cierto que mi tía se liberó de sus prejuicios y los afrobolivianos gozan de mayores derechos y libertad que durante la colonia, es también cierto que algunos sectores de la sociedad, constituidos por los estamentos más conservadores de la clase dominante, continúan manifestando conceptos peyorativos contra el negro.

 

El hecho de agitar las banderas de la biología racial y el socialdarwinismo, y plantear la tesis reaccionaria de que los blancos, genéticamente, son superiores a los negros, y que debido a su inteligencia ocupan los puestos de preferencia en la cúspide de la pirámide social, es una forma de afirmar que los negros son “brutos” y “pobres” por herencia genética; una mentira universal que rechazo enérgicamente, ya que ni la pobreza, ni la discriminación racial, ni la división de la sociedad en clases, corresponden a un orden natural de las cosas, sino a factores históricos y económicos que determinaron que lo blanco esté arriba y lo negro esté abajo.

 

En América Latina, desde la época de la colonia, los negros e indios se han sentido socialmente marginados por los criollos (blancos nacidos en América), que siempre gozaron de ventajas sociales y económicas. Ellos acapararon gran parte de la propiedad de las tierras y constituyeron la clase dominante, alegando que el color de la piel no sólo era importante como el apellido, sino que también determinaba el estatus social y económico de un individuo de “raza superior”.

 

En lo que a mí respecta, una vez más, me resisto a compartir la opinión de quienes creen todavía en la supremacía del hombre blanco, sobre todo, cuando sé que Europa y América tienen una enorme deuda con África, con esa cultura que tanto aportó al patrimonio espiritual y material de la humanidad.

 

Víctor Montoya es escritor boliviano

 

https://www.alainet.org/es/articulo/169123
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