Cine y derechos: estética y política contra el odio

29/05/2015
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Por estos días tres películas recientes que reconfortan esperanzas abordan lo humano, indagan en lo más íntimo de la esencia misma de ser humanos y tener sentido para vivir la vida con dignidad, enfrentada a los poderes basados en la crueldad y el sometimiento del poder. En ellas habla la voz propia. Timbuktu, Mandarinas y el Abrazo de la Serpiente. Cada una en un continente distante, con pocos actores y recursos escasos, sin grandes estrellas pero con una estética insuperable que aparte de tratar una historia crea esperanzas en la palabra, en la dignidad, en la necesidad de salir de la guerra y del odio y entender al otro, a los otros, a los ajenos que habitan en nosotros.

 

El Abrazo de la Serpiente deja hablar a la selva con su propia voz y seguir la ruta de los sueños de las comunidades del Vaupés que cuentan la historia de un amazonas imaginado surcado con las huellas de la barbarie de las caucherías y de la evangelización. Habla la voz, el cuerpo y los espíritus de los indígenas de la América Latina a la que los invasores no cesan de destrozar para sacarle del vientre sus lenguas, sus culturas y sus riquezas para pocos con las consecuencias de destrucción para la humanidad entera. Es la vida y la muerte puesta en escena en blanco y negro en tono de denuncia. Un trozo de muro recuerda la ignominia que hace homenaje a los financistas caucheros que justificaban su gesta criminal en nombre de sacar del cuerpo del indio al salvaje y convertirlo en esclavo de su despreciable e inhumana civilización; un esqueleto crucificado en lo alto de la ceiba evoca el castigo que padecieron los indios por negarse a cambiar su lengua, su vida, su mundo y entrar en rebelión. La selva habla para descubrir a los victimarios, para recordar la destrucción evangelizadora que extrajo de indios y blancos lo peor de cada uno para fundirlos en una terrorífica mezcla con lo peor de los dos mundos, que combinó sangre y cuerpo en una orgia de locura, odio y poder que en su demencial clímax lleva a destrozar a latigazos el cuerpo del rebelde y termina comiéndose la carne viva de su demente mesías.

 

Las prácticas envilecidas todavía están presentes en quienes se niegan a abandonar sus odios y adelantan sistemáticos exterminios, tratando de vaciar el contenido humano de los cuerpos, quitarles la memoria y desalentar sus luchas. La selva y sus voces enseñan a escucharla, a comprender sus conocimientos, a respetar lo que es suyo, sus aguas, sus árboles, sus susurros, sus vientos, sus luces, sus aves, sus memorias. Esta manera de mostrar lo propio llena de esperanzas las luchas venideras contra las nuevas caucherías de este siglo, llamadas transnacionales que ya están ahí sacando del vientre sus riquezas.

 

 Timbuktu, desde el noroeste del áfrica degradada por la guerra, devastada, saqueada, deja ver por una de sus rendijas los odios y envilecimientos de la condición humana preparada para instalar el mal, la doble moral, el autoritarismo, por todos los resquicios de un pueblo tranquilo de pastores. Fusiles en manos de aprendices de combatientes y dogmáticos soldados sin otra política que la de eliminar todo vestigio de libertad provocan el silencio total, solo hablan sus voces en improvisados tribunales en que toman decisiones absurdas e imponen su propia justicia sin justicia. El imán invita a los armados a una Yihad de las ideas que convoque primero a la perfección de cada humano en su moral, en su vida, en su solidaridad, pero apenas es oído no es respetado. La tierra desértica enmudece frente a la fuerza sin control de hombres armados, jóvenes que prohíben sin saber porque, que atacan a los suyos sin entender el sentido de sus actos, listos para matar, para hacer retroceder las conquistas de luchas anteriores. Hombres de guerra que prohíben la risa, la música, el futbol, los pies descalzos, las manos descubiertas, los cigarrillos, el silencio. De la aparente nada que dejan a su paso emergen las voces de dignidad de una mujer que canta mientras recibe latigazos por cantar y de una vendedora de pescado que le ofrece sus manos al soldado para que se las corte si ese ha de ser el precio por negarse a usar guantes. Es una historia en el desierto, es Mauritania, una mujer, un hombre, una niña, un niño, unas vacas, pocos vecinos. En las Dunas, un crimen, un partido de futbol sin balón, un régimen de terror que controla la fe con la velocidad de las ametralladoras que rompen el silencio pero no terminan de aniquilar las ansias de libertad.

 

Mandarinas, penetra el fondo de lo más humano que puede tener un hombre sin odios, sin ansias de venganza, sin más destino que ser humano. Es la dignidad y firmeza de quien vive en medio de la guerra fabricando cajas para las mandarinas de su único vecino y amigo, todos se han ido, solo queda su hijo enterrado caído en una guerra injusta por una patria incomprensible. Dos guerreros enfrentados que pasan de la necesidad que les impone el honor de matar cada uno a su enemigo a tejer en silencio afecto y solidaridad cuando se enfrentan al vacío de la muerte que les llega por igual sin importar de qué lado estén. Un Georgiano, un Checheno cada uno defendiendo a un pueblo, y un Estonio que lo entrega todo, su casa, su trabajo, su fuerza y sus convicciones para devolverle el valor a la palabra empeñada, a la confianza que lleva a la reconciliación y sobretodo que permite comprender el valor de la vida y el dolor de la guerra inútil que arrasa con todo.

 

 Las tres películas tienen un hilo conductor en la esperanza de dignidad, de paz, de reconocimiento de los otros que se expresa con la voz propia de cada pueblo y que denuncia la ferocidad de la muerte, de la barbarie y de la vitalidad del mal que sostiene al poder. Las tres llenan el alma de contenido, son un deleite estético de imágenes, de objetos, de palabras, de sentidos, de luchas en tres territorios con historias múltiples que se vuelven realidades políticas de ahora y aquí.

https://www.alainet.org/es/articulo/169982
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