Institución imaginaria de lo social

El Proceso de Paz En Colombiaº

26/06/2015
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El llamado Proceso de Paz en Colombia nos lleva a una paradoja que bien merece una reflexión. Por una parte está el discurso “políticamente correcto” que consiste en celebrar esta iniciativa tras medio siglo de barbarie. Así, cada cual enarbola banderas humanitarias y morales de buena crianza, hablando ya del “postconflicto”, como una manera de imaginar la imprescindible pacificación que adviene. Más allá, empero, de estos discursos bien intencionados y que tienen siempre “buena prensa”, salpicados tantas veces de lugares comunes, se impone una mirada más rigurosa y menos glamorosa que podríamos inscribir en lo que alguna vez se denominó realismo político.

 

Es evidente que nadie, en su sano juicio, podría avalar ni justificar la violencia homicida que se ha escenificado en tierras colombianas por más de cincuenta años. Los hechos resultan elocuentes: más de doscientos mil muertos, atentados y crímenes deleznables de parte de unos y otros. En suma, la instauración de una cierta mentalidad que ha signado el destino de varias generaciones, sea en nombre de la Patria, sea en nombre de la Revolución.  La cuestión fundamental, en la hora presente, en torno al Proceso de Paz no atañe tan solo a un armisticio entre las facciones político militares en pugna sino a la sociedad colombiana toda en la que se ha cristalizado un imaginario histórico social que podemos llamar Cultura de Muerte.

 

Es propio de una Cultura de Muerte naturalizar el crimen, práctica de la cual nadie queda exento, sea como agente, prosélito, silencioso cómplice o indiferente ciudadano. La violencia queda inscrita en el orden simbólico de una sociedad, pertenece a lo que se conoce como la institución imaginaria de la sociedad que no es fruto de individuos sino de colectivos que lo trascienden y provee significaciones y valores. Un lastre histórico que no ha solucionado ninguno de los problemas sociales de esta nación sudamericana y que, por el contrario, ha sumido al país en una atmósfera de violencia, corrupción y desesperanza y que, sin embargo, pervive en el psiquismo de una sociedad.

 

En el contexto presente, resulta claro que la virtual guerra civil colombiana resulta del todo extemporánea. El ocaso de los Socialismos Reales y el fin de la llamada Guerra Fría ha generado un nuevo escenario estratégico a nivel planetario. El caso de Cuba resulta paradigmático a este respecto, un proceso histórico cuyo horizonte de sentido actual apunta más bien hacia una renovación y a una reinserción en la comunidad internacional. En pocas palabras, el llamado Proceso de Paz encuentra su fundamento en este nuevo orden regional propugnado por Washington, al punto que el gobierno Obama mantiene observadores permanentes en las Conversaciones en La Habana. En el mundo en vías de globalización, la violencia en Colombia ha dejado de ser un problema nacional para transformarse en un asunto con claras implicancias regionales e internacionales.

 

Si bien el Proceso de Paz debe ser entendido en el marco de la estrategia estadounidense para un nuevo orden regional, ello no le resta, en absoluto, legitimidad. Es claro que las fuerzas armadas de Colombia siempre tuvieron como norte la Doctrina de la Seguridad Nacional, cuyo objetivo no era sino el exterminio total y absoluto de la subversión. Una doctrina que el Pentágono propaló entre sus huestes como lección aprendida en Viet Nam. Lo mismo, las fuerzas armadas revolucionarias de Colombia tomaron como doctrina la abolición del estado oligárquico y capitalista de esta República, en la mejor tradición guerrillera latinoamericana. Sería ingenuo pensar que tales supuestos han variado. No obstante, más allá de lo que sostiene Uribe y los paramilitares, así  como los sectores más recalcitrantes de la guerrilla, lo cierto es que las condiciones políticas objetivas hacen posible y necesario una desmilitarización de tal conflicto histórico.

 

Un Proceso de Paz en cualquier parte del mundo supone, y exige, un armisticio y un desmantelamiento de la infraestructura militar que sostuvo una guerra informal. Al mismo tiempo, se impone una política de reparación a las víctimas y, ciertamente, una reparación moral que apele a la justicia nacional e internacional en casos emblemáticos de lesa humanidad. Todo eso es cierto, pero ello deja pendiente el problema fundamental de toda pacificación: desterrar la violencia naturalizada del imaginario histórico social de una comunidad. La historia enseña que los contingentes militantes de una guerrilla, así como aquellos que participaron de organismos de seguridad entran en procesos degenerativos y devienen, con mucha frecuencia, en grupos mercenarios dispuestos a ofrecer sus servicios al mejor postor.

 

El Postconflicto, es ante todo, un gran proceso de reeducación cívica y moral. Así fue con lo que se llamó en la Alemania de postguerra la “desnazificación”. El Postconflicto solo posee sentido en cuanto significa una desligitimación de la violencia y la muerte en el seno de una sociedad. No basta el armisticio entre los contingentes en pugna, ello es apenas un primer paso.

 

Administrar el Postconflicto significa, a nuestro entender, ni más ni menos, la reconstrucción imaginaria de una sociedad: un “modo de vida”, y más radicalmente, un “modo de ser”.  Esto es, la capacidad de “crear” significaciones imaginarias y sociales encarnadas en instituciones: el tránsito desde lo simbólico a lo institucional y finalmente al sentido y al acto. A una Cultura de la Muerte, con su nefasta carga simbólica, institucional y de sentido que se expresa en violencia cotidiana solo puede oponerse una Cultura de la Vida, una nueva constelación de significaciones imaginarias, instituciones y sentidos que se traduzcan en actos donde quede excluida la violencia y la muerte.

 

Una Cultura de la Vida no puede ni debe desatender el reclamo de justicia social de amplios sectores marginados, no puede desoír el clamor de los débiles ni el llanto de las víctimas. No estamos propugnando una suerte de demagogia populista o una estrategia de propaganda sino de una refundación simbólica e institucional de lo social que, lejos de ser una ingenuidad, parece el único camino para traer la paz a una sociedad sacudida por tantas décadas de violencia y muerte.

 

- Dr. Álvaro Cuadra, Investigador y docente de la Facultad de Comunicación Social (FACSO). Universidad Central del Ecuador.

https://www.alainet.org/es/articulo/170710
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