Consecuencias políticas de la paz

28/07/2015
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 El Estado aunque habla de paz, incluso usa y abusa de su retórica, sigue prestándole una atención marginal a los asuntos de la paz real.

 

La preocupación del gobierno y los otros poderes es por afianzar resultados electorales en su favor, que bien pudieran ser los últimos en el marco del conflicto armado, lo que duplica su importancia primero por la necesidad que tiene el poder tradicional de consolidar sus cuotas en el poder nacional y segundo asegurar el control de las entidades locales y regionales con miras a mantener la hegemonía total y seguramente impedir las radicales transformaciones que exige la construcción colectiva de la paz como el principal proyecto político social de este siglo sobre todo con incidencia en los términos de explotación de recursos no renovables, descentralización política y de enfrentar la desigualdad.

 

Las estrategias del poder tradicional sostienen sus capacidades sobre dos vertientes: Una para ahogar económica y políticamente a minorías o nacientes opositores políticos que luego de abandonar las armas lleguen a multiplicar y reforzar un proyecto político democrático sin armas, pero abiertamente distinto a lo existente especialmente en la edificación de una realidad desde abajo y conectada con la participación política de comunidades que aspiran tanto a vivir en democracia real como a potenciar la conciencia nacional hoy sometida al trazado unilateral de los gobernantes.

 

La otra vertiente se orienta a organizar las ferias de leyes coactivas para contrarrestar cualquier alboroto social que alcance el nivel de protesta o movilización social estructurada sobre reivindicaciones de derechos o contra la corrupción o tergiversación de los acuerdos de paz o trate de impedir la resistencia social en ejercicio de demandas históricas.

 

A la manera de bisagra el complemento estratégico más complejo de estas vertientes es la violencia usada como técnica de salvaguarda del statu quo, que unas veces aparece conectada al poder hegemónico y otras aislada, pero siempre con el común denominador de provocar el exterminio de opositores, críticos y disidentes. De este factor no se conoce repliegue ni desarme durante el proceso de conversaciones, ni hay pasos hacia el desmonte del lavado de activos o blanqueo de dineros funcional a la estabilidad del modelo económico al que ingresan cerca de 15 billones de pesos al año que entrarían en severas dificultades si el mapa político se transforma en función de la paz.

 

La firma de un tratado de paz está cada vez más cerca –aunque sin ELN queda inconcluso-, pero el país gobernado por las elites –unas que quieren paz y otras que persisten en la guerra, pero sin enfrentamientos antagónicos- sigue desecho a los ojos de otros pueblos cuyas cifras y datos de bienestar están basados en realidades que medianamente pueden ser vividas con respeto a los derechos, con humanidad, con convicciones éticas que impiden matar o impedir la realización a otro y regidas por marcos de democracias más auténticos.

 

Es decir, que aunque la retórica oficial es reiterativa en hablar de paz y secundada con encuestas de felicidad, pasiones del futbol, pódiums y medallas, todavía se mantienen intactas algunas estructuras de producción de miedo, terror, amenaza, falsedad, despojo y no se detienen los actos atroces de muerte, dolor y tragedia, que las elites y los medios se encargan de hacer aparecer como daños aislados de un destino trágico inamovible. Y en cambio ofrecen la percepción de que todo está avanzando hacia mejor, de que toda perdida es ganancia y de que toda ganancia es un triunfo personal y divino, y que a pesar de la adversidad somos los mejores.

 

Es cierto que hay pasos hacia adelante, no quedan vestigios del colonialismo anterior, ni quien se lleve las vasijas de oro, ni hay rastros de esclavos con cadenas. Slim, Trump, Gold, Pacific, Drumond, Santander, BBVA, son de otra estirpe, llevan cosas con permiso del estado y pagan exiguas regalías no por la riqueza sino por los 9 billones de pesos en exenciones. También tuvimos un nobel que debió vivir y morir en el exilio, la clase media creció y compra cosas, se venden más vehículos, hay más teléfonos móviles que habitantes, más gente empleada en trabajos precarios y el desempleo estructural con informalidad supera el 40% y hay más kilómetros asfaltados.

 

Hay avances y retrocesos de humanización, sabemos más de derechos, pero las prácticas, cultura autoritaria y déficit democrático, dificultan su reconocimiento, respeto y realización. El costo político de la paz para la insurgencia es pasar de los frentes de la guerra a la construcción de la política impidiendo que todo siga igual y el costo político de la sociedad y el estado cambiar valores, conductas, prácticas sociales, modificar actitudes, palabras, sentidos y significados.

 

Los gobernantes tienen que hacer un cese de hostilidades políticas, eliminar de su hablar falsedades y mentiras, abandonar autoritarismos e impunidades, abominar las técnicas de crueldad y sus invenciones perversas de falsos positivos judiciales y ejecuciones extrajudiciales.

 

 La paz tendrá que venir como riqueza común, promover el deleite por las palabras y por el dialogo, por la ternura y la calidez de actitudes, por la solidaridad. Fomentar una convivencia de afecto exenta de odios, envidias, sin machos ni héroes, alejada de temores y humillaciones. La población tiene que encontrar una política que contribuya a sacarla del tipo de vida de medio y bajo bienestar al que la resignó la guerra, que impuso carencias evitables, falta de agua y alimento, que obligó al dolor de la enfermedad, al destierro, a la injusticia, a la educación que no enseña a pensar, a ser indolentes para ayudar a contaminar los ríos ya contaminados con el cianuro de las pujantes empresas nacionales y extranjeras que entregan premiso de ecología.

 

La nueva política tendrá que enfrentarse a las prácticas de la guerra que enseño a mirar de soslayo al otro y a no mirar lo que está debajo, a disimular las cloacas de las ciudades convertidas en inquilinatos de excluidos, a ignorar a los niños usados para delinquir, pedir, matar. El país fue acostumbrado a vivir en guerra, a ver militares y fusiles en todas partes, a divisar de lejos las casas de cartón y plásticos amontonadas que se derrumban cada invierno; a comprar en mercados de partes robadas incluidos algunos órganos humanos; a pisotear a los más débiles y a criar hijos obedientes para votar por los que toca o pagan el voto y para aceptar que las elites son más y ellos menos y que sencillamente así es la vida y que nada se puede hacer.  El costo político de la paz es transformar el todo para que todo sea distinto.

https://www.alainet.org/es/articulo/171397?language=en
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