Corren a torrentes lágrimas de cocodrilo por la expulsión de colombianos de Venezuela
- Opinión
No es que no dé rabia ver a los miles de compatriotas cargando colchones, sillas, gallinas y sueños y dejando atrás su plante y su casa destruida por un buldócer. Me produce tanta indignación como la que me causó el desplazamiento de campesinos y pobladores del Catatumbo ocasionado por las masacres ordenadas por Mancuso en La Gabarra y Tibú. Entre 1997 y 2005 mataron 13.919 campesinos y pobladores de esas tierras donde brota el petróleo, se esconde el carbón y se impone la palma. Sólo Camilo, el hombre de confianza de Mancuso que huyó de Ralito y se refugió en Venezuela en compañía de Vicente Castaño, tiene que responder ante los jueces por 5.200 homicidios.
Venezuela fue refugio de colombianos y Colombia de venezolanos en todas las guerras civiles del siglo XIX. Allá y aquí se han asilado perseguidos políticos cuando aprietan las dictaduras. Pero las más importantes migraciones hacia Venezuela se dieron entre los 50 y los 80. De un lado, los campesinos empujados por la Violencia conservadora para salvar sus vidas, y después, cuando al vecino se le llamaba la Venezuela Saudita, salieron a buscar oficio. En estos dos períodos los colombianos, a punta de sudor, contribuyeron al desarrollo de los estados de Táchira, Zulia y Mérida. El campesino de estas regiones era colombiano porque los venezolanos eran obreros del petróleo.
Después vino la economía del rebusque, del contrabando. Los petrodólares permitieron importar de todo y los colombianos de la frontera compraban barato allá y traían a vender caro aquí. Maicao se volvió ciudad a punta de contrabando de cigarrillos y televisores. Se ganaba el 100%, el 200% sin mucho esfuerzo. Comprar combustible casi regalado en San Antonio y venderlo a precios internacionales en Cúcuta era, y seguía siendo hasta hace una semana, un negocio fabuloso.
Hay que decir lo que todo el mundo sabe: la Guardia Nacional, a la que los venecos temen como al diablo, es la que facilita y participa de la economía del matute. Por los retenes pasan los miles de toneladas y los millones de galones, que al llegar a Colombia nuestras pomposas autoridades civiles y militares tampoco ven. De tarde en tarde le echan mano a una góndola con harina o con cigarrillos para ir a cobrar el sueldo sin mala conciencia. Y nada más. Esa mafia, manejada por las grandes manzanas podridas de allá y de aquí, entendió que los matutes servían para lavar los dólares que los narcos sacaban por La Guajira, y le entraron también al negocio. La Guajira está en manos de paramilitares desde hace por lo menos 10 años. La punta del iceberg es el caso de Kiko Gómez —“el hombre que tiene un cementerio en el estómago”— y de su carnal Marquitos.
Venezuela se aguantó el juego mientras el barril estaba a 100, a 80, a 60, pero ya a menos de 40 dólares el barril la cosa es a otro precio. Las fronteras son el bolsillo roto de la economía venezolana. Es inobjetable que Venezuela tiene derecho a aplicar sus leyes de frontera para defenderse. Nadie lo niega y hasta EE. UU. lo acepta. Otra cosa es, como se ha dicho, la modalidad, verdaderamente sionista, de aplicarla. La Guardia Nacional, criatura de Juan Vicente Gómez, está acostumbrada a la brutalidad y a la violencia y no sería raro que por andar untada en el contrabando de gasolina o de cocaína, los dos efectivos asesinados por la espalda en Ureña no hayan sido ejecutados por colombianos sino por matuteros, sin importar dónde hayan nacido. Pero Maduro no puede iniciar un proceso contra una de las patas de su poder y menos en este momento preelectoral, con una economía que hace aguas. Pero el cuento de que “guerra en las fronteras, paz en el interior” que usó Laureano Gómez cuando los peruanos invadieron Leticia, aunque es un recurso muy usado, puede que no le salga como quiere porque en Venezuela puede haber cinco millones de colombiches cedulados, que son un poco de votos en épocas de tanta escasez como la actual.
Levantar el patrioterismo es peligroso porque no se puede hacer sin despertar el mismo efecto en el país vecino. Es lo que hizo Uribe en Cúcuta la semana pasada. Desgañitarse llamando a la guerra es mero oportunismo y hasta folclórico parecería si no fuera tan irresponsable. No dijo ni pío sobre los hornos crematorios que usó el Iguano en Villa del Rosario para incinerar a 98 colombianos en 2001. Se trataba de “no dejarle rastros a la Corte Internacional”, según declaró alias Hernán a El Espectador, y añadió: “No, nunca vi. Cuando iban a asesinar a una persona, yo nunca estaba ahí. No me gustaba ver eso”.
Hoy hay que defender tanto a los colombianos expulsados de Venezuela como las negociaciones que se están dando en La Habana.
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