Nuevas pautas del consumo democratizado

05/10/2015
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La explicación más común ofrecida por los expertos económicos convencionales, los gremios empresariales, organismos regionales y multilaterales, y los gobiernos que se cuadran con sus intereses, respecto a problemas tales como los bajos niveles de industrialización, la alta concentración monopólica y oligopólica, los altos precios de bienes y servicios, y la limitada variedad de oferta de los mismos, entre otros, es el limitado tamaño de los mercados locales. El argumento básico es que el tamaño pequeño resulta insuficiente para acomodar el número de empresas necesarias para que se dé entre ellas un grado significativo de competencia, que redunde en una ampliación de la oferta disponible.

 

Para ilustrarlo con un ejemplo simple, supongamos que, en un país cualquiera de la región, el consumo total anual de determinado producto es de 10 millones de unidades. Y, dada la tecnología disponible para el momento, supongamos que, para cubrir los costos de producción del mismo y tener un margen de rentabilidad, una empresa necesita vender a determinado precio al menos cinco millones de unidades. Eso significa que en dicho país “no caben” más de dos empresas fabricantes de dicho producto, lo cual resulta sustancialmente menor al cupo que ofrecen otras economías con mercados más grandes.

 

Siguiendo este mismo razonamiento, la baja inversión de los sectores privados y la alta capacidad instalada ociosa resultan también consecuencia de la estrechez de los mercados. Y es algo bastante obvio, pues mercado estrecho significa poca mano de obra disponible (y aún más: capacitada y diversificada) y poca demanda efectiva. Así las cosas, las economías regionales no se desarrollan porque no pueden, no porque no quieren. Asimismo resulta que los altos niveles de concentración empresarial no se deben a malas prácticas como la competencia desleal o la cartelización, sino que surgen como efectos no deseados y fatalmente inevitables de nuestros mercados pequeños.

 

Sin embargo, para parafrasear a un conocido pensador alemán, toda ciencia sería superflua si la apariencia externa de las cosas y su esencia coincidieran exactamente. Y lo decimos porque cuando se revisa un poco más profundamente esta “explicación”, lo primero que salta a la vista es que, por decirlo de alguna manera, la misma peca de ser una falacia de composición, en el sentido en que se utiliza una “verdad” relativa para justificar una gran mentira y encubrir una gran verdad.

 

Un ejemplo casi de manual de lo que se acaba de decir lo constituye el caso venezolano. Y es que cualquier investigación medianamente seria concluye que el célebre “tamaño pequeño” que históricamente se ha utilizado como argumento para explicar los males arriba planteados, no se debe a factores demográficos, es decir, porque exista una población pequeña. La verdadera causa ha sido el carácter desigual y excluyente del desarrollo económico del capitalismo dependiente, basado en la economía portuaria y enclave, la apropiación de la renta petrolera para el mantenimiento de un mercado restringido tanto en lo social, lo demográfico, e incluso en lo geográfico, un modelo de concentración de la tierra hasta no hace mucho prácticamente intacto desde la colonia, y por el crecimiento desproporcionado de un sector comercial residual especulativo que, por su propia naturaleza, excluye cualquier tipo de desarrollo de base industrial reproductiva. O, lo que es lo mismo: la gran verdad del mercado pequeño no se debe a que la población venezolana haya sido pequeña en el sentido demográfico del término, lo que sin duda es una gran mentira. Se debe a la exclusión que por décadas sufrió la población venezolana, cuya mayor parte se encontraba por fuera del mundo laboral o precariamente participando del mismo, careciendo así de ingresos regulares que le permitiera contar como demanda de mercado.

 

Las cifras y conclusiones históricas de instituciones como el Banco Central de Venezuela, del Instituto Nacional de Estadísticas, de célebres estudios como Situación Industrial de Venezuela, de Orlando Araujo (1969), La Miseria en Venezuela, de Michel Chussudovsky (1977) o Bases cuantitativas de la economía venezolana, de Asdrúbal Baptista (2006), dan cuenta de esta realidad. Y es éste un hecho que merece especial consideración, pues la confusión generada por esta falacia lleva tanto a ocultar y subestimar lo que ha ocurrido en la última década del continente (la década ganada, la encabezada por los gobiernos “progresistas” o “postneoliberales”), como a incurrir en errores de apreciación y y de políticas en tiempos de restricción externa, lo que puede afectar negativamente lo avanzado hasta el momento.

 

El caso venezolano resulta emblemático, además, porque en su condición de país petrolero que vivió el boom de los precios en los 70, Venezuela creció bajo el estigma de sauditización, esto es, del mito de la Venezuela Saudita de lujo y derroche. Mito del cual hay que decir que, en parte, es cierto, pero en el sentido de que dicha Venezuela Saudita del “ta barato dame dos”, del Miami los fines de semana para hacer compras y el consumo suntuario desenfrenado, era un privilegio reservado a mucho menos del 20% de la población total del país , que en ese entonces rozaba los quince millones de habitantes.

 

¿De qué se nutren estas conclusiones? Pues de las cifras contenidas en los trabajos y registros citados, según las cuales, durante la última mitad del siglo XX venezolano, en promedio, menos de la tercera parte de la población era perceptora de ingresos fijos: en rigor, sólo la cuarta parte aparece percibiendo ingresos, lo que significa que el 75% restante de los venezolanos dependía de aquel 25%.

 

Sin embargo, incluso dentro de esta reducida proporción de perceptores de ingresos, resultaban notables las disparidades. Así, el 45% de los perceptores recibían el 9% del ingreso, mientras que el 49% se concentraba en el 12% de los receptores. Y el 88% del total de perceptores recibían la mitad del ingreso total, mientras que sólo 250.000 perceptores, el 12%, concentraban la otra mitad. Al relacionar las disparidades de la distribución personal con los contrastes de la distribución regional entre áreas rurales y urbanas y, dentro de estas últimas, entre áreas de mayor y de menor densidad de población, observamos que en Caracas, por ejemplo, donde se concentraba el 17% de los perceptores, se percibía el 40% del ingreso, mientras que el 60% restante se atomizaba entre el 83% restante de los perceptores- con el agravante de que el fenómeno de concentración regía también para estos ultimos, ya que, en el extremo final de la serie, es decir, en las áreas y poblaciones rurales inferiores a los 500 habitantes, en las cuales se disemina y vegeta el 38% de perceptores, sólo tenían acceso al 9% del ingreso-.

 

En este mapa de distribución desigual del ingreso- manifestación y síntoma de las deformaciones tradicionales de economías como la venezolana- es donde hay que buscar la razón de fondo de la “estrechez” clásica del mercado, que no reside evidentemente en el volúmen de la población sino en la baja escala de perceptores de ingresos y en los agudos contrastes de la distribución de los mismos. Pero el caso venezolano pone en evidencia también otra cosa: que esta marcada exclusión y desigualdad ha convivido con la existencia de pequeños grupos de alta concentración de ingresos y de baja propensión a invertir, que son en buena medida los causantes de la deformación igualmente histórica de las formas y componentes de la demanda y de no pocos desequilibrios. Como señala Orlando Araujo, esta es la gran paradoja –y tragedia, agregaríamos- de nuestra industrialización: países donde históricamente han existidos millones de personas con hambre, mal calzadas, mal vestidas, con graves problemas de salud, etc., presentan un esquema de alta capacidad ociosa en sus industrias tradicionales que son, precisamente, las de alimentos, calzados y vestidos e insuficiencia crónica de oferta en bienes tan esenciales y demandados como los medicamentos. Y lo que es todavía más paradójico, que el desarrollo industrial no podía avanzar porque el mercado estaba ya saturado con aquellas producciones. Todo el problema del llamado “estrangulamiento” del sector manufacturero reside en que, dentro del mercado interno, quienes tienen hambre y necesitan vestir y vivir mejor, no tienen cómo adquirir los bienes esenciales. Mientras que quienes tienen con qué adquirirlos, ya no los necesitan y, en todo caso, sólo en una proporción mínima en relación con la magnitud de sus ingresos (una parte importante de los cuales, por lo demás, orientan compulsivamentehacia el exterior.

 

La década ganada, democratización del consumo y restricción interna.

 

El proceso de inclusión masiva de la población históricamente excluida social, política, cultural y económicamente llevada a cabo durante lá última década en la región - en especial, en aquellos países involucrados en la década ganada, así como de reinclusión de aquella población que, estando incluida, padeció el proceso de precarización y movilidad social descendente de la época neoliberal y las décadas pérdidas (80-90)-, ha servido, entre otras cosas, para poner en cuestión la explicación ortodoxa sobre la industrialización y el tamaño de los mercados en América Latina. Al mismo tiempo, ha generado nuevas tensiones que ponen a prueba la capacidad y la creatividad de los proyectos postneoliberales para darle sostenibilidad y continuidad a dicho proceso de inclusión- especialmente ahora, en tiempos de restricción interna provocada por la caída del comercio mundial y de los precios de las materias primas.

 

En este sentido, de lo que se trata ahora es de cómo avanzar sin sacrificar lo alcanzado, y además tratando de aprovecharlo, considerando que, con respecto a las décadas anteriores y pese a todos los problemas y limitaciones actuales, la región muestra condiciones excepcionales para seguir avanzando. Sin embargo, como hemos dicho, la restricción externa expresada en la disminución de los ingresos en divisas que sirven tanto para alimentar las importaciones de bienes y servicios de demanda crecientes, como los insumos, maquinarias, etc., necesarios para la fabricación de los bienes y servicios de producción interna, coloca límites que se hace necesario superar.

 

En primer lugar, habría que tener presente que esta restricción externa puede no ser estacional, y que podríamos estar en presencia de una condición de estado estacionario de mediano y largo plazo del comercio mundial, para utilizar la conocida expresión de Adam Smith, o de estancamiento secular, para utilizar la figura de Alvin Hansen recuperada por el ahora ex director de la FED, Larry Summers. Las medidas de austeridad que se toman actualmente en las economías centrales -y no pocas periféricas- así lo hacen suponer. Por lo demás, en el caso de los combustibles, de los cuales dependen los ingresos de varios países de la región (particularmente, Venezuela, Bolivia y Ecuador), asistimos a una reconfiguración importantísima del mercado mundial. De un lado, con “nuevos” actores (entre los cuales hay que incluir las industrias del fracking hidráulico, así como la pirateria o el mercado negro de petróleo que opera por parte de los grupos terroristas mercenarios en Libia, Irak y Siria). De otro, nuevos descubrimientos de reservas y yacimientos. Pero también el irrespeto de las cuotas fijadas en el seno de la OPEP (caso Arabia Saudita) o la entrada repotenciada de Irán en el mercado mundial petrolero luego del fin de las sanciones económicas. Otro caso digno de tomar en cuenta es el de China, que si bien no atraviesa la crisis que todos los medios occidentales afirman (su crecimiento anual sigue estando muy por encima del promedio mundial), en todo caso ha visto relantizar su crecimiento.

 

En segundo lugar, y es esto lo más importante respecto de lo que aquí nos concierne, el proceso de inclusión masiva de la población y el ejercicio efectivo de sus derechos socio-económicos-traducido en el acceso a la educación, la salud y la seguridad social, y por esa vía, a la tenencia de empleos y, por tanto, de adqusición y/o mejora del poder adquisitivo-, de ser una práctica o meta de justicia social, ha terminado transformando estructuralmente las economías regionales en al menos uno de sus aspectos: el de la superación parcial de la restricción interna causada por la existencia de mercados “pequeños”, condición que no derivaba, como hemos dicho, de un hecho demográfico sino de economía política: la exclusión social, la existencia de altas tasas de empleo precario y de desigual distribución del ingreso. El problema actual radica en que la superación parcial de dicha restricción interna, se hizo sin que los aparatos productivos locales se adecuaran a esta nueva realidad, o lo hicieran sólo parcialmente y, hasta cierto punto, convirtiéndose varios casos en una traba que genera cuellos de botella y un efecto inercial. Por lo demás, está visto que los sectores económicos dominantes en la región - e inclusive algunos emergentes- son política e ideológicamente reacios, cuando no francamente opuestos, a los planes e iniciativas de los gobiernos que han hecho posible la superación de la restricción interna. Ello no deja de ser paradójico cuando se toma en cuenta que han sido especialmente beneficiados de la misma, y por la misma razón, especialmente perjudicados cuando se ponen en práctica las políticas restrictivas y regresivas que fanáticamente defienden.

 

A esta oposición de tipo político hay que sumarle otros factores que han influido en que, para decirlo con jerga ortodoxa, la oferta no se adecue al tamaño y ritmo de la demanda. El primero de estos factores es el atraso tecnológico resultado de la división internacional del trabajo y de la baja propensión a invertir de los sectores privados locales. El segundo es el carácter transnacionalizado de la mayoría de los aparatos productivos nacionales, tendencia regional profundizada de manera especial en la década de los 90 cuando el proceso de privatización masiva supuso el desplazamiento y desaparición de cientos de industrias locales, tanto públicas como privadas, o su conversión en filiales de empresas extranjeras. Desde el punto de vista de estas últimas, está claro que el principio que rige el accionar es el de la mayor ganancia preferiblemente en los plazos más cortos y con la menor inversión, lo cual las lleva a adoptar prácticas que poco suelen contribuir al desarrollo de los mercados internos y más bien a usufructuarlos, como es el caso de los precios de transferencia como mecanismo de evasión fiscal y fuga de capitales.

 

En tercer lugar, la baja propensión a invertir de los sectores privados locales resulta no sólo, a nuestro modo de ver, de causas estrictamente económicas (ganar más y mas rápido con menos inversión, usufructuar el presupuesto y financiamiento públicos, apelar a la especulación de precios y manipulación de inventarios para tomar ventaja en la puja distributiva contra los asalariados, etc.), sino también –lo que puede llegar a ser más complejo- por razones de orden cultural. Y es que además de la tendencia al consumo conspicuo- que al menos desde Veblen sabemos habita en mayor o menor grado en el seno de toda burguesía, está visto que, culturalmente, las burguesías latinoamericanas y las clases medias viven y crecen mirando hacia afuera, en el sentido que su horizonte de vida y, por tanto, destino de sus ahorros, no se encuentra dentro de nuestros países sino en otras latitudes. Esto es especialmente notable en el caso de aquellos países que, como Venezuela y Argentina, tienen un fuerte componente de migración de origen europeo. Así las cosas, en el caso de Venezuela, desde finales de la década de los 50 y con la llegada masiva de migración europea tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, se observa una marcada tendencia a la fuga de capitales, exportación del ahorro y, más recientemente, de retorno de migración -en este caso protagonizada por los descendientes de aquellos migrantes quienes, habiendo ascendido social y económicamente, optan por regresar a los países de los cuales vinieron sus padres o abuelos-. La inestabilidad monetaria regional sufrida desde los ochenta, así como la política migratoria de la Unión Europea en los 90 y principios de este siglo dirigida a promover el retorno de (los capitales de) sus ciudadanos, consolidaron esta tendencia.

 

De este modo, la democratización del consumo como vía para hacer efectivo el ejercicio de los derechos socioeconómicos de los ciudadanos y ciudadanas de nuestros países se enfrenta con la inercia -cuando no franca oposición- de los sectores privados. Ello hace más difícil superar los cuellos de botella que causa todo proceso de esta naturaleza, generando tensiones y conflictos de no fácil resolución. Los enfrentamientos de las patronales contra los gobiernos de Cristina Fernandez en Argentina, Dilma Rousseff en Brasil, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia y Nicolás Maduro en Venezuela son evidencia de ello; enfrentamiento que no sólo es político en el sentido clásico del término, sino que tiene expresión en la manipulación de variables económicas y financieras, tal y como hemos sido testigos en el uso de la especulación monetaria y de precios así como el acaparamiento, uso que tiene como propósito causar malestar social en cuanto sus principales víctimas son las clases trabajadoras y asalariadas.

 

El caso venezolano es tal vez el más emblemático a este respecto. Según las cifras oficiales, las políticas de redistribución del ingreso, inclusión social, ampliación de la seguridad social y defensa del derecho al trabajo, el salario digno y los precios justos, supuso que la razón entre el porcentaje de ingresos del 20% más rico y el 20% más pobre que era de 13 veces en 1998, se ubicará en 7,3 veces al cierre de 2014, siendo por tanto que la brecha de ingresos entre el 20% más rico y más pobre se redujo 5,7 veces en dicho lapso de tiempo. El desempleo pasó de 10,6% a 5,5% en el mismo período; los ocupados en el sector formal representan en la actualidad el 60% de la masa trabajadora (antes representaban menos del 50%). Los pensionados del seguro social suman en la actualidad más de tres millones, lo que no incluye a madres en condiciones especiales, discapacitados y otras categorías vulnerables que también son objeto de protección social por parte del Estado. Además, la pobreza se redujo del 44% -según línea de ingresos en 1998- a 19% en 2014, mientras la extrema pasó de 17% a 6%. Venezuela es uno de los exclusivos países en alcanzar las metas del milenio y, según la FAO, donde más efectiva ha sido la política de erradicación del hambre.

 

Esto trajo como consecuencia que el consumo por hogar se duplicara. Entre 1999 y el 2013, la demanda global creció 118%. Sin embargo, la base productiva y de comercialización heredada de décadas anteriores fue incapaz de responder a este crecimiento, siendo que entre 2003 y 2013 el crecimiento de la manufactura fue de 47,8%; buena parte de este crecimiento se debió a la iniciativa del propio Estado, tanto por la vía del financiamiento como de la participación directa en la producción.

 

Venezuela enfrenta, en este sentido, una verdadera “huelga de inversiones” privadas, como la llamó en su momento el banquero Miguel Ignacio Purroy. Huelga que trae como resultado que la inversión bruta en capital fijo sea inferior al promedio regional, ya de por sí bajo. En 2014, fue de 9% del PIB frente a 16%. Pero entre 1991 y 1998 fue de 8%, mientras el promedio regional fue de 14,6%. Desde 1980 a 2014 ha estado en torno al 11%, cuatro puntos por debajo del promedio regional. Ha sido al inversión púbica (siempre por encima de 20%) la que ha sustentado el crecimiento. En 2012, tras el impulso de la Misión Vivienda y Agro Venezuela, la formación bruta de capital fijo pública llegó a ubicarse por sobre el 35%.

 

El proceso de democratización del consumo, abundantemente ilustrado con la situación venezolana es también, con matices, la realidad de varios países de la región. Este proceso es el que estimula nuestra reflexión analítica y nos interpela con nuevos desafíos que, brevemente, serán abordados en el apartado siguiente.

 

Algunos aportes a la agenda de la defensa de la Democratización del Consumo

 

El reto en esta nueva etapa consiste en encontrar las vías para superar la restricción externa sin sacrificar los mercados internos, estos es, sin devolvernos a los tiempos de la restricción interna provocada por la caída de la demanda y el poder adquisitivo de la clase trabajadora. A este respecto, resulta vital romper con los paradigmas ortodoxos, los cuales aconsejan precisamente recortar gastos y contraer la demanda a la vez que elevar precios, que es otra vía de ajuste. Desde luego, cada país según sus condiciones propias debe desarrollar sus estrategias, pero hay algunas líneas generales que pueden sugerirse de lo que se debe y no hacer.

 

El mecanismo de la devaluación como fórmula para superar la restricción externa sacrificando los mercados internos es precisamente el mejor ejemplo de lo que no se puede hacer. En primer lugar, porque en nada garantiza la competitividad que siempre se anuncia, y de hecho, dadas las condiciones mundiales, lo más probable es que, aun devaluando, no se logre. Pero, en segundo término, porque haría retroceder lo avanzado en términos de democratización del consumo, ahondando la recesión y la conflictividad. Si, como todo parece indicarlo, estamos en momentos de un estancamiento secular, la apuesta por el comercio exterior no se muestra plausible y ni siquiera lógica, al menos no en su versión clásica u ortodoxa. La apuesta actual pareciera pasar por el reforzamiento de los mercados internos, lo cual no excluye desde luego el comercio, exterior en especial el que pueda hacerse entre países aliados[1].

 

Por otra parte, nos parece importante avanzar hacia la reconfiguración de los sistemas tributarios para hacerlos más efectivos y progresivos. Y no sólo por razones fiscales y de presupuesto público, sino porque es sabido que la laxitud fiscal y la evasión, se constituyen en mecanismos de subsidio indirecto al consumo conspicuo de los sectores de más altos recursos, consumo que tiene efecto sobre las reservas pero que también distorsiona la demanda global por la vía del efecto demostración o emulación.

 

Históricamente, y éste es en espacial el caso de los países ricos en recursos energéticos que generan renta (caso Venezuela o Ecuador), la presión fiscal se ha relajado como parte de una política para estimular la inversión privada, partiendo del supuesto de que el sector privado reinvierte lo que le ingresa. Pero esta visto que esta política es errada, pues lo que suele suceder es que lo que no pagan por impuestos no lo reinvierten sino que lo fugan o lo destinan al consumo suntuario, el cual la mayor parte de las veces necesita divisas para hacerse efectivo[2].

 

En tercer lugar, también urge avanzar hacia una reconfiguración y replanificación de las pautas ahora democratizadas de consumo, lo cual es un tema importantísimo y que en sí mismo no es del todo responsabilidad de la política económica, pues involucra factores de orden social y cultural en sus sentidos más amplios. A este respecto, debe evitarse la tendencia a confundir democratización del consumo con consumismo, que es una estrategia utilizada por los sectores dominantes para demonizar a la primera. Pero también es cierto que la democratización del consumo no puede terminar absorbida por las normas y pautas del consumo conspicuo y compulsivo, irresponsable social y ecológicamente e insostenible en cualquier latitud. El consumo debe devenir cada vez más en un hecho político y crítico realizado por ciudadanos y ciudadanas conscientes, capaces de elegir y tomar decisiones no solo individualmente, buscando maximizar sus ingresos, los mejores precios, etc., sino pensando en lo colectivo y en la propia sostenibilidad de sus derechos y en la continuidad de los mismos hacia las generaciones futuras.

 

Por último, está visto que la democratización del consumo para sostenerse y profundizarse debe acompañarse de una democratización del hecho productivo y comercial[3]. Y este es un hecho muy importante, pues ante la escasez o los cuellos de botella la única respuesta no puede ser aumentar la productividad si el producir más no implica la entrada de nuevos actores que funcionen bajo otras lógicas que las mercantiles tradicionales, lo que es patológico en el caso de nuestras “burguesías” rentistas. De más está decir que la concentración, el monopolio, la cartelización, etc., no sólo son mecanismos muy efectivos para captar tasas extraordinarias de ganancia y picar adelante en la puja distributiva, sino también y, sobre todo, de presión y chantaje usados por los poderes económicos para hacer valer sus intereses por encima del resto de la sociedad.

 

- Luis Salas Rodríguez es Mg. en Sociología del Desarrollo. Director del Centro de Estudio de Economía Política Universidad Bolivariana Venezuela

Jorge Hernández es Mg. en Economía (Universidad Autónoma de Barcelona), Profesor Universidad Nacional de Río Cuarto (Argentina)

 

CELAG (Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica), documento 5, 2 oct 2015.

www.celag.org    - @celageopolítica



[1]              Un tratamiento mas extenso se presenta en “Mitigar la restricción externa. Un desafío emancipatorio para América Latina”, (por Jorge Hernández, Teresa Morales y Mauro Andino). Documentos CELAG, Eje estratégico: Retos económicos, políticos y sociales de los procesos de cambio en la región

[2]              Un panorama mas preciso sobre la lógica de la gestión de la empresa privada en América Latina se presenta en “Los precios: un espacio de disputa estratégica en los procesos de cambio”. (por Teresa Morales, Guillermo Oglietti y Luis Salas Rodríguez). Documentos CELAG, Eje estratégico: Retos económicos, políticos y sociales de los procesos de cambio en la región

[3]              Un desarrollo analítico y propositivo mas profundo se prsemta en “Transformar el metabolismo social del capital: los retos del cambio en la matriz productiva”, (por Guillermo Oglietti , Mauro Andino y Nicolás Oliva). Documentos CELAG, Eje estratégico: Retos económicos, políticos y sociales de los procesos de cambio en la región

 

https://www.alainet.org/es/articulo/172826?language=es
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