1953: estrategia de poder y repetición de la historia
- Opinión
1953 es uno de los años más dramáticos y simbólicos en la historia política de Colombia. Aquel año se consumó la ruptura institucional con el golpe de Estado del general Gustavo Rojas Pinilla, el 13 de junio, quien depuso a Laureano Gómez en su intento de retornar a la presidencia tras una larga enfermedad. Se produjo la amnistía que desmovilizaría miles de guerrilleros liberales en Antioquia, Tolima y Santander, en julio; y en los Llanos, en septiembre. Y se fraguarían las horrorosas masacres y matanzas que cubrieron de cadáveres la geografía nacional, como la de Urama, un corregimiento del municipio de Dabeiba, en la profundidad de las montañas del occidente antioqueño, en enero de 1953.
Durante la década de los años cincuenta los campos y ciudades colombianos se vieron convertidos en un espantoso escenario de Violencia. Una guerra civil no declarada que reflejaba el abierto enfrentamiento entre los gobiernos conservadores que asumieron el poder de nuevo - tras quince años de hegemonía liberal - a partir de 1946 con Mariano Ospina (1946-1950) y Laureano Gómez (1950- 51), y grupos de campesinos, principalmente liberales, que fueron obligados a organizarse en autodefensas y conformaron las guerrillas campesinas, en su lucha en defensa de la tierra, la libertad y la vida.
La raíz de aquella grave crisis política e institucional, está en el fracaso histórico de los partidos tradicionales en la conducción del Estado y su incapacidad de propiciar las reformas de una sociedad en deuda con su democratización y modernización, que permaneció estancada en un pasado colonial, hacendatario, confesionalista, centralista y excluyente. Aún hoy persisten elementos de estos por superar en Colombia.
Pareciera como si desde el origen de la república, hace más de dos siglos luego de la cruenta guerra de Independencia, el único principio válido fuera que a Colombia la gobernarían para siempre solo los dos partidos políticos tradicionales clasistas, es decir, el bipartidismo. Nada más contrario a la racionalidad política.
El enardecido enfrentamiento verbal y la disputa por el cambio del régimen político e institucional (la restauración moral de la República como la llamó Gaitán) y por obtener la hegemonía política en todos los pueblos y ciudades, entre los máximos dirigentes del partido liberal y conservador, no solo llevó al magnicidio del líder popular liberal, Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, sino que se convirtió en una feroz Violencia sectaria y partidista cuya principal víctima fue el pueblo liberal y conservador.
Durante la hegemonía conservadora (1880 – 1930), caracterizada por gobiernos centralistas, presidencialistas y confesionalistas, se subordinó la educación a la religión católica impidiendo así que fuera uno de los fundamentos del estado democrático; a partir de la hegemonía liberal (1930-1946) Alfonso López Pumarejo (1934-1938, 1942-1945) inició las reformas sociales, políticas y económicas que estaban en mora, con el propósito de modernizar al país, a través de la “revolución en marcha” que impulsó la Ley 200 o ley de tierras de 1936, pero a fin de cuentas fueron reformas que quedaron a mitad de camino y no resistieron la contraofensiva conservadora, que las impidió por todos los medios, incluida una guerra de exterminio contra casi la mitad de la población que era liberal.
Durante los años cincuenta el país vivió horrorosas masacres, ajusticiamientos, desmembramientos de cuerpos, destrucción de pueblos, incendios, bombardeos, saqueos de propiedades y caseríos que llevaron a miles de familias a huir y abandonar sus hogares y propiedades en campos y ciudades, tratando de escapar de la vorágine que se llevó miles de vidas.
La masacre de Urama o la vuelta de la historia
La historia de la masacre de Urama es el ejemplo típico de la crueldad a la que fue sometida de nuevo la gente del campo y la ciudad durante los años ochenta, como si la historia al cabo de tres décadas, solo una generación separa la actual de aquella, se nos presentara con el mismo ropaje y las mismas intenciones, pero esta vez en forma de comedia, que en realidad nunca lo fue, sino pura y llana estrategia de poder: cometer miles de masacres, violaciones, destierros, expropiaciones, que ya había perpetrado, para producir terror, evitar cambios y permanecer en el poder.
Las gentes que poblaron el occidente antioqueño desde Dabeiba, Urama, Juntas de Uramita, Peque, Cañasgordas, Dabeiba y Urabá vivieron en carne propia las consecuencias del enfrentamiento partidista que desató la Violencia acumulada por décadas. A comienzos de 1953, setenta y dos de sus habitantes fueron vilmente masacrados por la policía chulavita al mando del teniente Rafael Mejía Toro, siguiendo instrucciones del gobernador conservador Dionisio Arango Ferrer.
Aquella infame masacre está narrada en un clásico de la novela histórica, Lo que el cielo no perdona, del sacerdote y escritor Fidel Blandón Berrío. Obra censurada y prohibida que hace parte de la colección lista negra de la editorial Planeta, publicada en 1996.
El autor, que ejerció su sacerdocio en Dabeiba, Peque y Uramita, fue testigo presencial de algunos de aquellos funestos sucesos y logró recopilar testimonios directos que articuló en esta impactante novela.
Urama había quedado desprotegida a partir de la expulsión del párroco, quien dedicó su labor sacerdotal a defender y proteger la feligresía sin importar su credo político, incluso siendo él un anticomunista y defensor a ultranza de las Fuerzas Armadas y del general Rojas Pinilla. Sin embargo, se opuso al alto prelado y los curas que desde los púlpitos hacían llamados incendiarios a proscribir y eliminar al demonio comunista que se había infiltrado en las almas liberales. No se dejó amedrentar de las autoridades departamentales, que lo acusaban de defender los pueblos liberales que soportaron el “terror azul” del gobierno conservador y la policía “chulavita”. Enfrentó al gobernador Dionisio Arango Ferrer y al obispo de Santa Rosa de Osos, Miguel Angel Builes, uno de los más activos vociferantes del anticomunismo y del sectarismo religioso, quien ya en los treinta llamaba a una guerra santa desde el púlpito con estas inmemorables arengas:
“Que el liberalismo ya no es pecado, se viene diciendo últimamente con grande insistencia; los prelados no sólo callan sino que han prohibido hablar del liberalismo [...] y que por tanto, ser liberal ya no es malo [...] Nada más erróneo, pues lo que es esencialmente malo jamás dejará de serlo, y el liberalismo es esencialmente malo”. (1931)
“¡Gobernantes de mi patria, abrid los ojos! [... ] ¿Cómo es que olvidáis dictar leyes que rechacen al moscovita audaz que mancha con su planta inmunda nuestro suelo? ¡soldados de mi patria! ¿Para qué recibisteis la bandera tricolor y jurasteis defenderla, si ahora la arrojáis por tierra, para que la pise el ruso infame? [...] Ya suenan los clarines que llaman al combate [...] Vuestra misión es defender la patria. ¡Atrás el extranjero! ¡Viva Colombia!”. (1938)
A comienzos de los cincuenta arreció la persecución del gobierno conservador y la policía a su servicio acompañada de cruzados conservadores, contra las guerrillas liberales con el firme propósito de exterminarlas. A la región llegaron comisiones de policías chulavitas por Ituango, Cañasgordas, Uramita y Dabeiba. Con ellas empezaron las masacres en las veredas y campos por donde pasaban. Los frentes guerrilleros liberales se habían multiplicado, sin embargo ante la avanzada militar optaron por replegarse ya que no tenían como oponer resistencia.
Una de las masacres fue cometida en la vereda Páramo de Urama, cuando una comisión entre policías y civiles conservadores se organizó para atacar el caserío, tradicionalmente liberal. Los campesinos solían ir en busca de agua salada, ya que la sal hacía parte del control de víveres y alimentos por parte de la policía y el ejército, a una fuente salina. En esta labor se encontraban doce personas entre mujeres, hombres y niños cuando fueron acribillados a bala.
La masacre de los setenta y dos pobladores de Urama fue denunciada en una carta que Juan de Jesús Franco Yepes, guerrillero liberal conocido como el capitán Franco, alzado en armas contra el gobierno conservador entre 1949 y 1953, le envió al gobernador militar Pioquinto Rengifo el 1 de julio de 1953, donde cuenta que el mayor Rafael Mejía Toro organizó la espantosa matanza contra mujeres, hombres, ancianos y niños, que reunió a la fuerza, a bayonetazos y culatazos en la plaza, y luego de separar a los conservadores, los obligó a marchar y en la medida que se iban cansando los hacía fusilar y degollar por otro capitán. El móvil de aquel crimen atroz, afirma el capitán Franco, citado por Fidel Blandón en Lo que el cielo no perdona, fue la venganza contra la población civil indefensa por las bajas que la guerrilla le causaba a la policía, como la muerte de un sargento y la herida de un policía cuando iban avanzando en uno de aquellos desenfrenos de destrucción y muerte hacia Camparrusia, reconocido fortín de la guerrilla liberal.
¿Quiénes eran los masacrados, qué crimen habían cometido, qué beneficio reportó su muerte?, se preguntaba el padre Fidel Blandón.
“Eran auténticos efectivos de la Patria, hacendados, comerciantes, hombres honrados y de trabajo, ajenos a movimientos subversivos contra la autoridad, padres de familia; con sus cafetales, con sus ganados y sus bestias […] Legítimos valores de la Patria cuyos cadáveres se quedaron regados por allá […] En el pueblo solo quedaban unos pocos ciudadanos, más de una cincuentena de viudas con más de doscientos huérfanos en la miseria, y a ellas les ha dado trabajo obtener algún auxilio de la Oficina Regional de Rehabilitación y Socorro, dizque porque sus maridos eran liberales o porque no han podido ni podrán presentar la partida de defunción de sus esposos.
He ahí la obra destructiva de la Patria y el heroísmo […] de polizontes sectarios […] comandados por elementos […] que ahora han sido premiados siguiendo cursos de especialización policiva…”
1953 fue para el pueblo de Urama lo que los años ochenta y posteriores fueron para miles de familias campesinas, afros, indígenas y urbanas: el sometimiento por medio del terror, a partir de una estrategia contrainsurgente llevada a cabo por la policía chulavita en alianza con civiles conservadores armados por el mismo Estado, en los cincuenta; las Fuerzas Armadas y la policía nacional aliada con paramilitares desde los ochenta.
El mecanismo de ayer, fanatismo religioso, anticomunismo e ideología conservadora alimentada desde los púlpitos por curas y obispos, o desde la plaza pública y los directorios políticos por las máximas autoridades departamentales y nacionales de los partidos tradicionales, que han malgobernado y fracasado históricamente en la construcción del Estado democrático; es la misma estrategia de poder de hoy, diseñada para exterminar a millones de campesinos conscientes de que era tan necesario un cambio ayer, como lo es hoy. Pero para ello había que remover del poder una minoría poderosa y sectaria que los perseguía y aniquilaba como animales. Política de arrasamiento que copió el modelo fascista de Franco en España, de exterminar al republicano, al liberal, al comunista, al oponente, al diferente, al disidente, o someterlo. De ahí que fuera un lugar común en los años cuarenta y cincuenta hablar del “paseo”, que significaba desaparecer a alguien. Vocablo utilizado durante la guerra civil española.
Es un retrato cruel pero real de cómo la historia de aquel infame acontecimiento se repite hoy con distintos nombres pero con iguales propósitos: conservar el poder y evitar a toda costa los cambios y reformas urgentes que requiere la nación. Estrategia de guerra que por más comedia que parezca al repetirse hoy, no podrá esconder sus oscuros propósitos. Ella es la que impide el fin del enfrentamiento armado.
Pero no parece que estemos sometidos a cien años de soledad, opresión y olvido. La memoria trae de nuevo la esperanza. Que doloroso recordar la masacre de Urama, pero que necesario revivir la dignidad de sus víctimas para la historia.
Medellín, 9 de mayo 2016
Oto Higuita
Historiador y ensayista
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