Estados Unidos en la encrucijada moral
- Opinión
Cuentan que en una ocasión el multimillonario Ted Turner venía sobrevolando en una avioneta una vasta zona de tierras en Estados Unidos, y preguntó al piloto y sus asesores a quién pertenecían, pues le gustaban y quería comprarlas. Cuando tuvo las señas de los propietarios pagó una suma del doble de lo que éstos pedían. Luego averiguó a quién pertenecían las tierras vecinas y también las adquirió, con lo cual se hizo dueño de tal cantidad de hectáreas que éstas se perdían de vista. Les puso límites, y aquella extensión autónoma de tierra era tan inmensa que pensó que allí podía fundar un país, una nación aparte. Algo similar ocurrió con el ídolo pop Michael Jackson, cuya adicción a poseer cosas era tan gran grande que su colección de objetos de todo tipo ya no tenía cabida en sus mansiones. Por cierto que Jackson creó un país de fantasía para los niños, que eran su obsesión.
En ambos países irreales – el de Turner y el de Jackson- ondeaban las banderas que los representaban. Se dice, asimismo, que japoneses adinerados llegan a centros históricos de capitales europeas o latinoamericanas e intentan comprar manzanas enteras, incluyendo sus monumentos patrimoniales, como ocurrió una vez cuando un japonés se apoderó de la Casa Batlló en La Pedrera, Barcelona, joya arquitectónica de Antonio Gaudí.
Muchas franquicias norteamericanas de comida, tiendas de ropa o perfumes compran zonas y cascos centrales de ciudades con la complicidad de alcaldes corruptos a precios astronómicos, lugares donde hay viejas librerías, teatros o cines, para instalar allí supermercados y centros comerciales. Esta es la manera de actuar de magnates como Donald Trump, quien puede apoderarse de cualquier propiedad en Estados Unidos con sólo desearla. Ha logrado construir un imperio empresarial de cadenas de hoteles, y clubes, bienes raíces, eventos, concursos de belleza, flotas de yates, suntuosos edificios, un emporio de proporciones gigantescas que ha forjado para él una imagen de triunfador, de hombre superpoderoso. Sus negocios están forjados a través de cientos de transacciones, lícitas unas, ilícitas otras, trucos, jugadas maestras realizadas dentro de las reglas del más puro capitalismo, fenómeno que ejerce una atracción sin límites en otros empresarios emergentes.
Cuando un capitalista de esta naturaleza ha amasado una fortuna de tal magnitud, llega un momento en que el dinero, para éste, ya no es suficiente. Ahora quiere poder de otro tipo. Poder de verdad. Poder político. Un poder que le permita manejar ejércitos, tecnología, medios, bancos, instituciones. La gran desfiguración de la política acaece cuando esto ocurre, cuando adinerados capitalistas pretenden manejar naciones haciendo una política dependiente de este esquema, rompiendo con sus propias reglas internas y creando formas nuevas de manejar el dinero, es decir, transgrediendo las leyes y los estatutos morales. Cuando el código ético, que se guía por normas de rectitud, honestidad personal y valores universales (el bien común, la salud pública, el derecho al trabajo, la educación y la cultura) y éstos son sustituidos por la avaricia, la ostentación, los vicios, la corrupción, el contrabando o el tráfico de droga se imponen sobre los primeros, comienza el deterioro social.
Se supone que el Estado es el garante de estos valores, y sus trabajadores y funcionarios y magistrados son quienes hacen cumplir las leyes en pro del bien común, guiados por el trabajo honesto, la educación, la salud y la cultura, y todo ello debería redundar en la mayor felicidad para los habitantes de cualquier país. El dinero pasa entonces de ser un mero vehículo de canje o trueque universal, para convertirse en un símbolo de poder y de estatus. Cuando las finanzas se convierten en fines en sí mismas, el dinero entonces pasa de ser un mero vehículo de canje o convención universal de compra y venta, de valor de cambio, para convertirse en símbolo de poder y de lo que es aún peor: de felicidad. En verdad, es lo contrario: el dinero, en este caso, desvirtúa el sentido del bienestar que puede procurar.
Sólo hay que imaginarse lo que pudiera ocurrir si un magnate como Donald Trump llegara a ocupar la presidencia de los Estados Unidos. Se exacerbaría de seguro la concepción mercantilista del mundo en ese país, según la cual el ser humano más feliz es el que tiene más dinero, y además de ello es el más poderoso y quien puede imponer sus criterios al resto de los seres humanos, incluso llegar a esclavizarlos o a dominarlos. En efecto, Trump pretende gobernar el país como se maneja una empresa, con un criterio de mera rentabilidad.
No voy a tocar aquí aspectos políticos o estratégicos, presentes hoy en la contienda electoral de los EEUU –ya lo suficientemente analizada por sociólogos y economistas— si no a señalar el peligro que entrañaría que una persona de escasa capacidad intelectual, racista, misógino, homofóbico, machista, petulante, que ha demostrado ante las cámaras de televisión ser una persona atropellada e incoherente en su forma de expresarse, sin el menor empacho para proferir infamias de todo tipo, pueda, en este momento crucial en la historia de los Estados Unidos y de la humanidad, hacerse de la presidencia de un país que hoy se encuentra en una encrucijada moral, y la mayoría de sus habitantes dudosos acerca de lo que van a elegir en adelante, frente a lo que representa la otra candidata, Hilary Clinton, quien al parecer tampoco colma las expectativas de los votantes.
En un país cuyos gobiernos se han caracterizado por el intervencionismo militar y por un titanismo de Estado que le ha llevado a ubicar su poder no en el pueblo estadounidense --que se lo ha transferido para que lo represente-- si no en megacorporaciones privadas, en la tecnología cibernética y en un arsenal militar que les ha llevado a considerarse superpoderosos, con lo cual no han hecho sino mostrar sus debilidades: una cultura científica triunfalista impuesta a la fuerza, mediante mensajes ideológicos manipulados por la publicidad.
En contraste, vemos en EEUU una productividad agraria admirable, de granjeros trabajadores y de técnicos eficaces, con un sentido brillante de la inteligencia práctica, y también a una cultura a contracorriente del establecimiento, una contracultura con una música, una literatura y una filosofía profundas, activistas y periodistas inteligentes y conscientes; tenemos a un legado indígena y afroamericano extraordinario, oculto tras una montaña gigantesca de basura noticiosa y de escándalos convertidos en espectáculo.
Es triste ver cómo los liderazgos políticos tradicionales de este gran país se desmoronan ante nuestros ojos, sus candidatos se insultan y acusan del modo más precario frente a las cámaras de televisión, en uno de los espectáculos más deprimentes que hayamos presenciado en los últimos años.
©Copyright 2016 Gabriel Jiménez Emán
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