La renovación sexenal de la esperanza

12/07/2017
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Hace tiempo, pero cada vez con mayor fuerza e intensidad, el país se adentra en el largo y recurrente viaje de renovar la esperanza ciudadana, ahora con la vista puesta en el 3 de junio del próximo año.

 

Lo vivo con mayor grado de conciencia desde 1970 en que empecé a ocuparme del relevo del hombre que presuntamente conducirá al mejor de los puertos a los mexicanos todos, en ese caso Luis Echeverría Álvarez en sustitución del igualmente genocida Gustavo Díaz Ordaz.

 

Déjeme compartirle una conclusión adelantada, esencialmente nada cambió en la materia. Y si lo anterior es básicamente acertado, obedece a que la renovación sexenal de la esperanza es la magna operación política (electoral) e ideológica del bloque dominante para que los gobernados apuesten todo (o casi) su futuro al hombre o la mujer que conducirá o administrará sus destinos.

 

La renovación “es una acción que se lleva a cabo con la misión de restaurar, cambiar o de modernizar algo que ha quedado obsoleto, que se encuentra roto en algún aspecto o que es viejo pero aún útil y entonces se decide darle un nuevo aspecto a través de diversas técnicas o elementos”. Y la esperanza: “Estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea”.

 

Atenidos a los anteriores significados es imposible que el mejor de los presidentes, no digamos al que la inmensa mayoría de los ciudadanos le niegan simpatía, respaldo, como a Enrique Peña Nieto, esté en condiciones de satisfacer las esperanzas, como lo prometió ante las cámaras, no del Congreso sino del duopolio de la televisión y ante los notarios. Esperanzas tan distintas y hasta encontradas entre los 13 millones de mexicanos que viven en la miseria e incluidos éstos forman casi la mitad de la población en pobreza a secas, y una plutocracia local que se habla de tú con los dueños de la aldea global.

 

Como si los destinos de toda una nación –123.5 millones de mexicanos, sin contar a los más de 30 millones que viven y trabajan, lícita e ilícitamente en Estados Unidos–, fuera dable depositarlos en las manos de un hombre o mujer.

 

No regateo méritos y cualidades a ninguno del centenar de suspirantes (la mayoría) y aspirantes a la candidatura presidencial, pero tengo la firme convicción de que mientras las mayorías nacionales no emerjan a la plaza pública, por supuesto que mucho más allá de sufragar, seguiremos empantanados en la concepción y las prácticas del gran Tlatoani (gobernante: Huēyi Tlahtoāni) y el país continuará en buena medida reinventándose cada seis años, sin estrategias y políticas de Estado, sin visión de largo plazo.

 

Lo más dramático del asunto es que los presidentes cuando están al frente y todavía después, terminan creyéndose toda la enorme adulación que los rodea y que llega a extremos inverosímiles, hilarantes. Como aquel presidente que pregunta: –¿Qué horas son? –Las que usted ordene, señor presidente. Tal fue la respuesta de un extraordinario novelista que despachó en Educación Pública al chacal de Tlatelolco.

 

Sin el protagonismo social y político de las mayorías, la renovación de la esperanza sexenal será una magna operación política para refrendar un modelo de dominación de las pequeñísimas minorías enriquecidas y un capitalismo salvaje que resultó una auténtica fábrica de pobres. Problema que pretende remediarse con programas y políticas asistencialistas y clientelares para asegurar, además, el voto de los más pobres para las elites gobernantes y sus aliados.

 

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