Los derechos humanos como ventaja competitiva
- Opinión
“La función del Estado tendría que ser exigir, y en su caso sancionar, el cumplimiento efectivo de las normas que los regulan”.
“Este Plan de Acción contribuye a fortalecer la ventaja competitiva de las empresas españolas en el mercado global y ofrece a las empresas el marco óptimo para desarrollar sus operaciones”. El Plan de Acción Nacional de Empresas y Derechos Humanos, aprobado por el Gobierno español en Consejo de Ministros el pasado 28 de julio, deja bien claro sus objetivos desde el principio del texto. Acompañado de la retórica habitual sobre este tema –“la protección y la promoción de los derechos humanos constituyen una prioridad para España”, se dice sin rubor ya en la primera frase–, lo que este plan viene a proponer es toda una batería de medidas basadas en la autorregulación empresarial. Y supone, tanto por la forma en que se ha elaborado como por su resultado final, una falta de respeto a todas las personas, organizaciones sociales y comunidades afectadas por los abusos sobre los derechos humanos cometidos por las grandes corporaciones.
Sobre la forma
El proceso de elaboración del plan empezó hace casi cinco años. A principios de 2013, la Oficina de Derechos Humanos del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación llamó a la apertura de un “proceso de diálogo con la sociedad civil” y lanzó una convocatoria a miembros de organizaciones sociales, sindicales, académicas y empresariales para “desarrollar un plan nacional para implementar los Principios Rectores de Naciones Unidas sobre empresas y derechos humanos”. Dicho “diálogo” –así, entre comillas, porque nunca tuvo nada de conversación entre iguales y sí mucho de participación ritualizada– se prolongó hasta finales de ese mismo año. Entonces, muchas organizaciones que habían colaborado en el proceso se desmarcaron de él al constatar que sus demandas no estaban siendo escuchadas y que, justo en sentido contrario, el contenido del plan se iba aligerando cada vez más. El texto resultante de esa “consulta con la sociedad civil” mucho más formal que real se publicó finalmente en junio de 2014, como un borrador elevado para su tramitación al Consejo de Ministros.
A partir de ahí, en los tres últimos años, apenas volvimos a saber nada más del plan. Y eso que diferentes organizaciones enviaron cartas al ministerio para ver si en algún momento tenían prevista su aprobación, a la vez que otras nos preguntábamos a qué respondía el secretismo en torno a ese documento y por qué parecía que se lo habían dejado olvidado en un cajón. No hubo más noticias hasta principios de este año, cuando el Partido Popular presentó una proposición en el Senado para instar al Gobierno a recuperar en 2017 el Plan Nacional sobre Empresas y Derechos Humanos. En realidad, todo respondía a una razón muy simple: como decíamos varias organizaciones en un artículo publicado hace unos meses en La Marea, “el Gobierno ha decidido sacarlo del cajón precisamente ahora que España aspira a un asiento en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas”. Y es que para tener opciones a formar parte de ese organismo, con tres países compitiendo por dos puestos, el Ejecutivo español necesitaba presentar el plan para sumar puntos en su candidatura.
Por eso había tanto interés en que el proceso se acelerara y, como así fue, se aprobara el plan durante el verano. Sin ningún tipo de consulta a la sociedad civil ni cauces de participación, con una absoluta falta de transparencia y sin que hubiera constancia previa de las modificaciones introducidas en el texto por las presiones de la patronal y los Ministerios de Economía e Industria, nadie que no fuera el Gobierno pudo enterarse del contenido del documento hasta que fue publicado. Así lo han denunciado la Coordinadora de ONG por el Desarrollo, Amnistía Internacional, Greenpeace y otras organizaciones, mostrando su “disconformidad con la opacidad y ausencia de participación en la fase de relanzamiento del plan”. Finalmente, en este mes de octubre, después de que Francia se retirara de la pugna y de que el trámite fuera votado en la ONU, España ha logrado su objetivo y se sentará en el Consejo de Derechos Humanos durante los próximos tres años.
Sobre el fondo
El contenido formal y material se vincula con los Principios Rectores, que son el anclaje de la arquitectura jurídica de la impunidad en Naciones Unidas. Porque no olvidemos que, en el marco “proteger, respetar y remediar” promovido por Ruggie, las prácticas voluntarias y unilaterales de las empresas transnacionales se convierten en el único referente de sus obligaciones. Ahí se ubica perfectamente la idea de respetar los derechos humanos al margen de las cuestiones relativas a su responsabilidad legal y el cumplimiento de las leyes. Los Principios Rectores, al fin y al cabo, no son otra cosa que una sofisticación jurídica que devalúa la verdadera dimensión del respeto de los derechos humanos por parte de las grandes empresas, puesto que –como se dice en su preámbulo– “no implican la creación de nuevas obligaciones de derecho internacional, sino en precisar las implicaciones de las normas y métodos actuales para los Estados y las empresas”. Esto no supone un avance en el control normativo de las grandes corporaciones, ya que la realidad transita en sentido inverso: la asimetría entre la fortaleza de la lex mercatoria y la debilidad de los acuerdos voluntarios se consolida como elemento central de la supuesta regulación.
En este contexto, el Plan de Acción Nacional de Empresas y Derechos Humanos es el aterrizaje de estos principios en el Estado español: “Este plan pretende apoyar a las empresas que ya han integrado los Principios Rectores en su estrategia empresarial a la vez que sensibilizar a las que todavía no han completado ese proceso”. Esa es la idea que, como se traduce en todas y cada una de las medidas propuestas, atraviesa todo el documento: parecería que la única relación posible entre las grandes compañías españolas y los derechos humanos pasa por establecer un sistema de incentivos, sensibilización y reconocimiento de buenas prácticas empresariales. No hay ninguna mención al diseño de mecanismos de evaluación y seguimiento, nada que decir sobre la necesidad de promover instancias de control para afrontar los incumplimientos de una normativa internacional sobre derechos humanos… que debería ser de obligado cumplimiento.
Desde sus orígenes, el Plan Nacional sobre Empresas y Derechos Humanos nunca contempló varias cuestiones fundamentales: ampliar las obligaciones extraterritoriales desde la empresa matriz a sus filiales, proveedores y subcontratas en otros países; asumir la noción de interdependencia e indivisibilidad de las normas aplicables en materia de derechos humanos; obligar al cumplimiento directo por parte de las transnacionales del Derecho Internacional; incluir la responsabilidad penal de las personas jurídicas y la doble imputación de empresas y directivos. Y tras sucederse las distintas versiones de un plan que se iba descafeinando cada vez más, ni siquiera algunas de las pocas medidas interesantes que se contemplaban al principio –como, por ejemplo, excluir de subvenciones y apoyos públicos a aquellas compañías que hubieran sido declaradas culpables, mediante sentencia firme de la autoridad judicial correspondiente, de violar los derechos humanos– han permanecido en el texto final.
En los sucesivos borradores, una y otra vez, han ido rebajándose las exigencias para controlar de manera efectiva las prácticas de las empresas transnacionales. Hasta quedar, finalmente, en nada: “Se presenta, por tanto, como un Plan de Empresas y Derechos Humanos con vocación de sensibilización y de promoción de los derechos humanos entre los actores empresariales, públicos y privados”, leemos en el plan que se aprobó este verano. Y las medidas que en él se incluyen son coherentes con esa declaración de intenciones: acciones y estrategias de sensibilización, campañas de formación, códigos de autorregulación, un sistema de incentivos y colaboración, medidas de información, capacitación y asesoramiento a empresas, etc. Pero, como hemos venido insistiendo en todos estos años, el Estado no debería informar y asesorar a las empresas sobre cómo respetar los derechos humanos en sus operaciones; su función tendría que ser exigir, y en su caso sancionar, el cumplimiento efectivo de las normas que los regulan.
Sobre control y regulación
“Es mejor tener un plan que no contente a todo el mundo que no tener ninguno”, argumentan desde la Oficina de Derechos Humanos. A nuestro entender, sin embargo, este plan ni siquiera va a funcionar como un “mal menor”. Porque, de hecho, puede operar como un freno normativo a la hora de exigir responsabilidades efectivas a las grandes corporaciones por los impactos de sus negocios sobre los derechos humanos. Dicho de otro modo: si se consolidan las medidas basadas en la sensibilización del mundo empresarial, la comunicación y el diálogo, las prácticas de buen gobierno, la ética y la transparencia, la elaboración de memorias y guías, los códigos de buenas prácticas y la acción social, será imposible avanzar de manera efectiva en la instauración de mecanismos de control y normas vinculantes para obligar a las empresas a respetar los derechos humanos en cualquier parte del mundo.
Que es lo que, por cierto, se está debatiendo precisamente estos momentos en Naciones Unidas, donde esta semana está teniendo lugar la 3ª sesión del grupo de trabajo intergubernamental sobre empresas transnacionales y derechos humanos. Mientras el Gobierno español sigue demostrando su “compromiso con los derechos humanos” con la visita del ministro de Economía a los Emiratos Árabes Unidos para firmar un acuerdo que aumente el comercio bilateral, en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU ahora se está tratando de avanzar en la negociación de un tratado vinculante que obligue a las multinacionales a respetar los derechos humanos en todos los países por igual. No en vano, en Ginebra se están oponiendo dos lógicas: la que aboga por la “responsabilidad social”, los Principios Rectores y los Planes de Empresas y Derechos Humanos, por un lado, frente a la que promueve la elaboración de un instrumento internacional jurídicamente vinculante para asegurar el cumplimiento de los derechos humanos por parte de las grandes corporaciones, por otro. Es decir, la impunidad del poder corporativo frente a los derechos de las mayorías sociales.
Juan Hernández Zubizarreta (@JuanHZubiza) y Pedro Ramiro (@pramiro_) son investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.
Fuente: https://www.lamarea.com/2017/10/31/101001/
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