La Vía Dolorosa escogida por Trump para Jerusalén
- Opinión
La Habana.- Como un elefante en una cristalería, el presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump, acaba de hacer trizas de forma irresponsable y peligrosa la delgada línea de la tolerancia y la cordura que ha prevalecido en Jerusalén desde hace más de 70 años entre los pueblos de religión monoteísta, al considerar la Ciudad Santa capital exclusiva de Israel.
Es la Vía Dolorosa escogida por él para solucionar al estilo de los fariseos el gran conflicto israelo-palestino, la cual puede ser tan terrible y horrorosa como la del Calvario.
Al hacer tal proclamación, Trump enciende la mecha de una carga explosiva colocada con el decursar del tiempo en la región de mayor fe en el mundo, la cual lleva muchos años desactivada gracias a un consenso internacional no encuadrado en acuerdos explícitos, pero sí tácitos, que han permitido una hipersensible convivencia de hebreos, judíos y musulmanes con acceso todos por igual a los lugares sagrados que sienten suyos.
Ese consenso internacional, que se ha logrado en el fragor del combate, el derramamiento de sangre y crecientes tensiones entre israelíes y palestinos, ha prevalecido bajo el irrebatible argumento de que el estatus de la Ciudad Santa debe definirse en el marco de negociaciones para el establecimiento de un estado palestino y otro israelí, que convivan con paz y seguridad.
Sus antecedentes más remotos datan de 1947 -poco antes de la traición británica a árabes palestinos concretada en 1948 cuando entregaron parte de Palestina a Israel, incluida Jerusalén- año en que la Asamblea General de la ONU aprobó la resolución 181 para la partición de Palestina en un Estado judío y otro árabe, que el acuerdo de Balfour echó por tierra.
En aquel momento la comunidad internacional consideró a la Ciudad Santa como una entidad aparte que debía ser administrada durante un decenio por la ONU y cuyo objetivo era realizar un referendo para definir su destino.
El concepto unívoco, en general aceptado por Naciones Unidas, era que judíos y musulmanes comparten vínculos auténticos e históricos desde antes, durante y después de los sucesos que condujeron a la pasión y muerte de Jesús de Nazaret, y por tanto conservan sus legítimos derechos sobre Jerusalén.
Esa irrefutable realidad ha persistido en las accidentadas e inciertas negociaciones de paz entre Israel y los palestinos, aunque si para estos últimos es un imperativo además de histórico y feérico para mantener el corredor Este como la capital de su Estado, para Tel Aviv es además un objetivo militar y psicológico central de su política expansionista caracterizada por los territorios árabes ocupados, la colonización de esas áreas, y su bestial desarrollo armamentismo, incluido el nuclear.
Tomando en consideración esos nexos históricos palestino-israelíes, los acuerdos de Oslo suscritos en 1993 entre Israel y la Organización para la Liberación de Palestina establecieron de una manera inequívoca que el estatus de la ciudad sería discutido en etapas más avanzadas de las negociaciones, un punto clave también en las conversaciones de paz de Camp David auspiciadas por el presidente de Estados Unidos Bill Clinton en el año 2000.
Lo interesante de toda esta historia reciente –en contraste con lo que acaba de hacer Trump- es que el consenso internacional sobre Jerusalén se mantuvo y fortaleció a pesar de que desde la guerra rápida o de los seis días de junio de 1967 Israel ejercía una soberanía de facto sobre la Ciudad Santa.
El 1980 Israel hizo otro gran amago de poder al proclamar a Jerusalén como su capital, pero se encontró con la negativa del mundo a reconocerla, e incluso los países más cercanos al régimen sionista como el propio Estados Unidos, mantuvieron sus embajadas en Tel Aviv, y siguió prevaleciendo el criterio de que el estatus de la Ciudad Santa debía definirse en el marco de las negociaciones de dos estados, el palestino y el israelí.
Trump rompe olímpicamente con todo eso y lanza al mundo una grosera e incendiaria señal, tan peregrina como peligrosa, del fin de las acciones para lograr la paz entre israelíes y palestinos.
Su argumento para justificar semejante locura, según el cual “Jerusalén es hoy y debe seguir siendo un lugar donde los judíos rezan, donde los cristianos pueden hacer el viacrucis, donde los musulmanes tienen su mezquita”, es una falacia inaceptable, pues llama al sometimiento de los demás fieles al control sionista.
Es un argumento propio de Caifás y los sacerdotes del Sanedrín cuando inculparon a Jesús ante Pilatos de falsos delitos para condenarlo a la muerte en la cruz.
De todas formas es estúpido pensar que esas multitudes de hebreos y cristianos acepten rezar bajo la égida de alguien que no sea su pueblo y su Dios, ni que acepten pasivamente que un nuevo Herodes infrinja un golpe demoledor a un estandarte de la fe y la dignidad, porque Jerusalén es mucho más que una Ciudad Santa a la que se va a rezar.
Es, sobre todo, un símbolo de poder y de dominación, el lugar más influyente sin lugar a dudas para cientos de millones de creyentes en el mundo, y Trump y el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu ven por todo ello a la Jerusalén capital única e indivisible como la joya de la Corona en esta cruzada non sancta que hace del Oriente Medio tierra de fuego y pólvora, de dolor y muerte.
La provocadora decisión de Trump ya está siendo fuertemente cuestionada en muchas partes del mundo, incluidos sus aliados europeos y árabes, y este es apenas el inicio de una bola de nieve que rueda por una pendiente sumando voluntades y ganando en tamaño y poder sin que se puedan predecir sus consecuencias.
Con el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel, Trump se coloca por su puro gusto al lado de Herodes el Grande, Herodías, Antipas, Filipo, Anás, y hasta Caifás y Poncio Pilatos, una trágica galería de quienes en estos más de dos mil años después de la pasión y muerte de Jesús en el Calvario, les han hecho tanto daño a Jerusalén y los pueblos a los que acoge.
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