La izquierda chilena en su laberinto
- Opinión
Este artículo se propone tres cosas:
- Reanalizar brevemente los aspectos esenciales del período presidencial de Allende y la Unidad Popular, con una perspectiva «desde abajo», que permita sacar lecciones de la forma en que era sobrepasado el marco legal y político-institucional del país.
- Esbozar una interpretación de la conducta política, el vacío ideológico y la ausencia de ética en las fuerzas de izquierda que compusieron la llamada Concertación y que se trasladan de una u otra manera a su sucesora, la Nueva Mayoría.
- Utilizar los instrumentos anteriormente señalados para intentar comprender a las izquierdas chilenas que, siendo mayoría, se desempeñaron con tanta impericia en las elecciones de 2017, como para ser derrotados por los herederos de Pinochet.
Las contradicciones de la izquierda «dentro» del sistema con la izquierda «antisistémica».
El presidente Salvador Allende siempre dejó establecido que su proyecto era alcanzar el socialismo de manera pacífica: la llamada vía chilena al socialismo. Esta vía implicaba avanzar por etapas progresivas y hacer las transformaciones dentro del marco legal vigente. Leyes como la de nacionalización del cobre, la estatización de las áreas claves de la economía y la reforma agraria, dan fe de que sus decisiones estratégicas se regían por lo normado y no atentaban contra el sistema.
A lo largo de todo el gobierno de Allende, con avances en el proceso de transformaciones económicas, políticas, sociales y culturales, el sistema nunca estuvo en peligro, un sistema al cual estaban aferradas las direcciones políticas de los grandes partidos, los dirigentes de las principales centrales sindicales, artistas, intelectuales y personalidades de la cultura.
No ocurría lo mismo con sus bases, que se sentían más motivados a profundizar y defender el proyecto de transformaciones, que a respetar una institucionalidad a la cual percibían —con toda justicia— como una barrera para el avance del proceso.
El presidente Allende y la Unidad Popular, UP, heredan e integran un marco institucional que progresivamente fue desbordado por la dinámica de la lucha de clases, por ciudadanos y campesinos movilizados, por el movimiento obrero organizado, por pobladores, jóvenes, mujeres e indígenas, en busca de que el proceso se radicalizara y acercara la tan distante y utópica meta del socialismo por la vía pacífica.
Pocas veces – o nunca – se menciona en los análisis que, frente a cada ofensiva de los sectores dominantes, la respuesta de los actores sociales subalternos organizados no fue únicamente defender al presidente Allende. Los sectores trabajadores, militantes y sindicalistas más avanzados en la construcción de un doble poder, pensaban que había que proteger al Gobierno como conquista del pueblo, pero sobre todo, estimaban que había que defender y profundizar el proceso de transformación revolucionaria con las herramientas de las que disponían: ocupación de fábricas sin interrupción de labores, manifestaciones en la calle, autodefensa de las poblaciones y territorios agrícolas, embriones de control obrero y de abastecimiento directo, etc.
Pero no solo eso. Tuvimos en Chile, ya en esos años, las primeras experiencias prácticas de que las oligarquías aceptan las reglas del juego electoral solo cuando los resultados de las urnas los favorecen. De lo contrario, cuando los sectores populares ganan las elecciones con las reglas del adversario, no tienen la menor vacilación para empezar a conspirar, manipular las instituciones que aún están en sus manos y transgredir el propio orden institucional que dicen defender.
Lo que ocurre en estos días en Venezuela, Brasil y Honduras, solo para mencionar los casos más recientes, encuentra su antecedente histórico en los años del gobierno de Allende en Chile. La intervención estadounidense, en una amplia gama de acciones ilícitas, también.
La «democracia dolosa» es la nueva versión de las oligarquías, que no están dispuestas a perder sus privilegios. Entiendo por democracia dolosa a aquella que deliberadamente enfrenta un veredicto en las urnas sabiendo de antemano que no está dispuesto a aceptarlo si le resulta desfavorable. En la democracia dolosa está la voluntad implícita de las clases dominantes de engañar al ciudadano que vota, por la vía del fraude, o incumpliendo los compromisos y las obligaciones institucionales comprendidas en la legislación electoral.
Las confrontaciones que el modelo chileno quería evitar a cualquier costo fueron desbordando al gobierno por la derecha y por la izquierda. En paralelo a las intenciones de Allende, se daba una insurrección de la burguesía que se confrontaba contra la «revolución desde abajo».
Más allá de buscar dónde estaba el punto intermedio del socialismo por la vía pacífica, tarea a estas alturas ociosa y difícil, la lección que nos interesa es que: a medida que un gobierno popular o progresista aplica su programa y toma medidas a favor de los trabajadores, de los pobres, se incrementa el respaldo popular, y se extiende incluso a sectores sociales que inicialmente no respaldan el proyecto. Pero a medida que comienzan a disfrutar los efectos favorables de las medidas transformadoras, cambian progresivamente de postura a favor del gobierno. Más aun, tienden a desarrollar sus propias organizaciones de base, cuya finalidad es defender lo alcanzado y al gobierno que las promueve.
Esto explica en parte que, a pesar de las serias dificultades materiales que se enfrentaban producto de la agresión norteamericana y el sabotaje de sus aliados locales, el gobierno de la UP aumentara sus votos en las elecciones que hubo durante el período. Y que, paradojalmente, mientras más se avanzaba por las vías institucionales, más cercano estaba el golpe, ya que la fascistización acelerada de la clase media chilena demostraba, sin disimulo, su voluntad de quebrantar el orden, con tal de detener al gobierno popular.
En la actualidad, mientras algunas izquierdas tardan en sacar enseñanzas del pasado, Estados Unidos y sus representantes locales ya aprendieron esa lección y contraatacan apenas comienzan en algún país las primeras transformaciones y cambios de carácter popular. Ya saben que mientras más tiempo pase y más se aplique un programa de transformaciones progresistas, de carácter popular, más se amplía la base social dispuesta a apoyar cambios revolucionarios.
Por eso se apresuran a desestabilizar todo asomo de gobierno progresista o bien, de manera preventiva, interferir en los procesos electorales ya sea para descalificar candidatos antiimperialistas o validar resultados fraudulentos, para travestir a los derrotados en vencedores, haciendo caso omiso de la voluntad popular expresada en las urnas.
En el Chile de los años 70, previo al golpe de estado, el aumento de los salarios, la nacionalización del cobre, la reforma agraria y los beneficios que traía para las capas trabajadoras, la mayor participación y gestión obrera conjunta, hacían que los sectores de vanguardia de los trabajadores estuvieran ansiosos de acelerar el proceso y que a las crisis provocadas por la derecha o la agresión estadounidense, la respuesta fuera de elevar los niveles de conciencia y gestar embriones de poder que enfrentaran de manera autónoma las agresiones reaccionarias.
La contradicción dialéctica es que el poder popular se desarrollaba en nombre de la defensa de «su» Gobierno, pero sobre la base de reivindicaciones propias de los trabajadores, de la clase, con herramientas de lucha que sobrepasaban ese mismo Gobierno, así como a todos los partidos y poderes constituidos. Las bases esgrimían reivindicaciones que iban mucho más allá del marco político fijado por el proyecto de Salvador Allende, pero casi siempre en nombre de la «vía chilena al socialismo».
Es necesario añadir para la reflexión, que los sectores políticos más radicales —el MIR, el ala izquierda del PS y los sectores cristianos revolucionarios— tuvieron argumentos, pero carecieron de la fuerza política organizada como para proponer de manera concreta un proyecto alternativo al de Allende, a la estrategia de una transición legal, pacífica, al socialismo. Los sectores que desbordaron al gobierno de la UP por la izquierda, no tuvieron capacidad de crear una fuerza social revolucionaria y una alternativa política nacional capaz de detener el golpe por la vía del poder popular.
La falta de unión entre la izquierda chilena con las principales fracciones del movimiento social, fue una dificultad real para el proceso revolucionario. Un legado esencial para las nuevas generaciones de chilenas y chilenos es que no basta con reencontrar el camino de las movilizaciones sociales si no se crea un extenso movimiento que sume a las izquierdas y a los movimientos sociales, si no bajo las mismas banderas, por lo menos bajo objetivos comunes con claro sentido de clase.
Dos preguntas claves: ¿Se puede construir un proyecto sólido de izquierda sin la participación de los diversos sectores que componen el espacio popular? ¿Se puede elaborar un proyecto económico alternativo dejándolo a cargo de los economistas y especialistas de las finanzas? A ambas preguntas la respuesta es no.
Pero no por dogmatismos añejos, sino por la forzosa interrelación que debe crearse y que, en los experimentos transformadores hasta aquí conocidos, no se ha logrado a plenitud. De las oligarquías nacionales nunca esperamos nada porque no está en su propuesta, pero si esperábamos en su momento que los mejores cuadros del partido revolucionario —que había asumido el rol de dirigir el proceso de transformaciones a nombre de la revolución— tuvieran la capacidad para elaborar una política económica y una democracia participativa para vigilar su aplicación. Que fueran capaces de consultar a sus bases y colocar, de manera prioritaria en el centro del proyecto de cambios, los intereses específicos de los trabajadores.
Las experiencias de los cordones industriales en Chile, la participación de los trabajadores en la gestión de las relaciones económicas, enseñan que tanto la liberación nacional como los primeros pasos hacia el socialismo pasan por la liberación del trabajo, por diversas formas de control social sobre los procesos productivos. Chile enseñó que para avanzar en el proceso de transformaciones son necesarios: el Poder Popular, una redefinición de la política, de la economía y de la relación entre el poder y la legalidad.
En un lenguaje más clásico: que la nueva democracia sobre la que se construya la liberación está obligada forzosamente a resolver la contradicción entre la población que solo posee su fuerza de trabajo, y la población que posee los medios de producción y el control sobre las políticas económicas. Si lo anterior es verdad, también es cierto que la dialéctica entre economía y democracia propone una pregunta vital: ¿quiénes deciden qué se debe producir y cómo se debe distribuir? Si alguna razón aceleró el golpe militar en Chile, fue que los sectores trabajadores de vanguardia comenzaban a tomar en sus manos las respuestas a las interrogantes señaladas.
Creemos que es el socialismo, como objetivo de largo aliento, el único que permite entender y rediseñar la dialéctica entre de la democracia y la economía en las diversas etapas de la transición. La democracia participativa y la economía diversificada permiten avanzar en un proceso de transformaciones y tomar decisiones estratégicas sobre temas fundamentales como la propiedad, las formas de posesión, la gestión de la producción de bienes y servicios, así como las posibles alternativas.
En resumen, la definición del modelo económico y la democracia que le de sustento a la política económica, determinan qué socialismo queremos construir y cómo lo vamos a hacer. Adelantando que el nuevo tipo de orden social, más que pensarlo con prevalencia del Estado, debe pensarse sobre un modelo histórico donde el ideal de la propiedad socialista de todos sea dual, que no se transfiera totalmente a las manos de los que tienen la representación (dirigentes políticos y sindicales) y que permanezca también en las del pueblo trabajador (y sus órganos de poder). Es decir que el gobierno desde arriba se complemente con el gobierno desde abajo.
En el caso chileno, la virulencia con que fueron atacados los cordones industriales y los embriones de Poder Popular por la dictadura de Pinochet, desde el mismo día del golpe, ilustra sobre la amenaza que la oligarquía criolla sentía. Lamentablemente la izquierda chilena no logró entender la importancia estratégica que tenía para la defensa del proceso y la consolidación de sus objetivos el haber desarrollado formas de poder desde abajo.
Tanto en la experiencia chilena como posteriormente en la Nicaragua sandinista, coexistieron diversas formas de propiedad. El mayor grado de propiedad y la capacidad de incidir en el rumbo económico y político del país estaban dados por la dimensión de propiedad en manos de los trabajadores. En ambos casos, en especial en Nicaragua porque el experimento duró más tiempo, se comprobó que debemos avanzar mucho en el carácter ideológico que le otorgamos a la propiedad y despojarla del peso clasista que la acompaña. Hay que salir de la ortodoxia y asumir que puede haber distintas formas de propiedad sin que necesariamente los «propietarios» se conviertan en nuestros enemigos.
Al contrario, la propiedad privada, la propiedad social, la cooperativa o estatal, u otras que surjan en el futuro, deben ser negación de la explotación, de apropiación del trabajo ajeno, pero no estigmatizar al propietario, sino a la conducta de quienes justifiquen —desde la posesión de los medios— el derecho a controlar la participación en las formas de poder de un país en transformación.
La experiencia chilena durante Allende, de trabajadores dueños de sus fábricas que extendían su poder desde diversas formas de propiedad al control de la distribución de los productos, por ejemplo, demostraba que era posible dar mayor espacio pluralista al control democrático de las necesidades de la mayoría. Agregando que la satisfacción de las necesidades materiales de la población, solo son totales si incluye las aspiraciones espirituales, democráticas, de participación en los destinos de la nación, al derecho a la existencia, a la libertad de decidir y a tener voz y voto en la vida democrática de la nación.
Tal vez un buen abordaje para entender el camino al socialismo de nuestros días en América Latina, consista en otorgar la calidad de propietarios a la mayoría de los ciudadanos bajo variadas formas de producción, sean estas estatales o no. El aprendizaje histórico de la experiencia chilena, enseñaba que la pluralidad democrática en las relaciones sociales de producción, no solo mejoraba las condiciones para vencer a su adversario de clase, sino que ampliaba el rango de la democracia y la participación, en la medida que es la mayoría del pueblo la que decide, ordena, administra, elige y revoca a sus representantes en el sistema productivo y gubernamental.
El carácter socialista de la experiencia chilena surgía desde abajo, de una fuerza social revolucionaria en ciernes que impulsaba políticas socializadoras del poder, la producción y la cultura. El embrionario poder popular que se gestaba en Chile ilustraba que la economía y la democracia son interdependientes, que se condicionan mutuamente y que la primera solo es posible en plenitud si va acompañada de la otra.
Por desgracia esos avances quedaron sepultados con la represión desatada por la dictadura pinochetista.
La izquierda cupular estaba desnuda y tenía los pies de barro
Entraremos a describir y analizar brevemente el proceso de «Concertación» de la izquierda chilena, que regresó al gobierno después de la dictadura pinochetista, a la luz de una óptica actual y sobre el entendido inicial: en Chile se confrontaron dos ópticas, la de la socialdemocracia desde arriba y la del socialismo desde abajo, lo que condicionó las maneras de hacer política de la izquierda.
La hipótesis de esta parte es: la izquierda chilena del siglo XXI, la que se reclamó heredera de los proyectos de la UP, estaba desnuda y tenía los pies de barro, pues quiso gobernar sin contar con una sólida base popular. Peor aún, nunca se interesó realmente en crear esa base.
Para ayudarnos en este trayecto, replanteamos la pregunta: ¿Se puede construir un proyecto sólido de izquierda sin el apoyo del mundo popular?
La Concertación, como su propio nombre lo anuncia, es un conglomerado pluriclasista, que junta coincidencias y hace omisión de principios ideológicos. Confunde la búsqueda de consenso, como condición democrática, con una simulación que tiene más de método administrativo de cuotas que de escuchar distintas voces.
El consenso de la autodenominada Concertación de Partidos por la Democracia se compone de la decisión de la cúpula de la izquierda chilena que, ansiosa de recuperar las importantes cuotas que había ocupado en los años setenta, se sirve de la mayoritaria fuerza antidictatorial generada durante el reinado de Pinochet, para lograr el retorno a una ansiada democracia, funcional a sus fines. Presentada como plataforma de relanzamiento de las transformaciones iniciadas durante el período de la Unidad Popular, apenas se limitó a restaurar un régimen político tradicional, manteniendo intactos los fundamentos neoliberales del Chile dictatorial.
La Concertación se desespera, lucha y negocia por la recuperación de sus cuotas y espacios políticos gubernamentales. El problema del poder lo deja para después. En ningún momento se plantea que «retornar al gobierno» no es lo mismo que «el retorno de la democracia».
La sucesión de gobiernos «concertacionistas», que hacen política, pero sin ética, no se plantearon retomar las experiencias históricas para contar con la participación de la gente. Para la coalición el desafío era retornar a una normalidad, remedo de democracia, donde los cambios debían ser técnicamente acertados, aunque no fueran necesariamente los más justos o prioritarios para la población.
En Chile durante los veinte años posteriores a la dictadura, los gobiernos se definieron como una coalición de centroizquierda. En estricto rigor no se trató de gobiernos de izquierda. La izquierda había logrado un respaldo popular en las urnas cuando el No ganó el plebiscito, pero la oposición a la dictadura se asustó de su propia fuerza y dilapidó el resultado, en el que 3.967.569 de los votantes, casi el 56%, rechazaban a Pinochet, para iniciar la reinstalación de un gobierno popular.
Recurriendo al lenguaje actual: se trató de un gobierno progresista. Agregaríamos nosotros, tan progresista como podía ser el partido Demócrata Cristiano, que cumplió un papel de opositor y desestabilizador del gobierno de la Unidad Popular, pero que, desplazado del eje central del poder por la dictadura, terminó por encontrar un espacio en el ala más derechista de la Concertación.
La constitución de la alianza entre las fuerzas de izquierda, en particular con el Partido Socialista y la Democracia Cristiana es presentada como un laborioso proceso de entendimientos y de madurez política, en donde las contradicciones fueron superadas en función de un beneficio mayor, el retorno a la democracia. Pero la historia acepta más de una interpretación de los hechos. Otra de ellas es que la democracia a la cual retornaron los partidos políticos no contemplaba las aspiraciones del pueblo y se remitía a un acuerdo cupular entre grupos de poder que compusieron una «hegemonía compartida», en la que iban a coexistir una economía neoliberal con un gobierno de discurso social progresista.
No se trata de menoscabar el valor político de que el conjunto de sectores de oposición a la dictadura lograran poner en pie un gobierno de características democráticas formales. Comparado con el período anterior de dictadura militar y violaciones permanente a los derechos humanos, era un significativo avance. La insuficiencia de este acuerdo cupular, es que prescinde, desde sus inicios, de las aspiraciones de transformación de los sectores populares que durante todos los años que duró la dictadura estuvieron en la resistencia contra Pinochet.
Entre 1990 y 2010 la Concertación conquistó electoralmente cuatro veces el gobierno, dos con presidentes de la DC (el primero, Patricio Aylwin entre 1990 y 1994 y el segundo, Eduardo Frei entre 1994 y 2000), dos con presidentes del bloque de izquierda (el tercer gobierno presidido por Ricardo Lagos (PS-PPD) entre 2000 y 2006 y el cuarto y el último, presidido por Michelle Bachelet entre 2006 y 2010).
Las legítimas expectativas de la ciudadanía que, de variadas formas, enfrentó durante diecisiete años un modelo socioeconómico que había agudizado la pobreza y desigualdad a niveles nunca vistos en Chile, se vieron frustradas. La población entendía que retornar a la democracia no solo era volver a un régimen de respeto a los derechos humanos y funcionamiento de las instituciones republicanas.
Volver a la democracia, para las bases antidictatoriales maduradas en la represión y la lucha clandestina, significaba volver a un modelo económico de equidad, derechos compartidos, de relaciones sociales con base en el autogobierno, la autogestión, la auto construcción del sujeto popular. El pueblo chileno post dictatorial quería retornar a una democracia que había alcanzado a tocar con la punta de los dedos en los años 70. Una democracia que le permitiera participar en la definición de sus necesidades, en las decisiones políticas y económicas que las garantizaran y en el control de ella.
Es decir, relaciones que trajeran de regreso la participación directa y creciente en la gestión pública, donde la democracia tuviera carácter transversal en todos los ámbitos de la sociedad. La agenda máxima de la Concertación era terminar con la dictadura y consolidar un régimen democrático formal, regresar a las clásicas relaciones entre partidos y sociedad, en tanto que para los ciudadanos esa era la agenda mínima, que aspiraban extenderla a la economía y al proceso de normalización.
Según una medición de una empresa encuestadora de la época (CEP), entre las causas que motivaron a la mayoría a votar «No» en el plebiscito, primaba la mala situación económica (72%) —más que los derechos humanos (57%)—, debido a la cesantía y la mala distribución del ingreso. Es decir que las causales económicas eran la primera motivación para oponerse a la dictadura.
Tal vez es buen momento a estas alturas, recordar a los lectores que el inicio el llamado retorno a la democracia en Chile coincide con el derrumbe del muro de Berlín y el desplome del socialismo burocrático. Este giro profundo en la política mundial significó un desafío para aquellos que luchaban por el socialismo, porque obligaba a una autocrítica de lo hasta allí actuado a nombre de esa ideología y levantar nuevas propuestas que superaran los errores y excesos cometidos.
Desde luego, siempre cabía la opción de aprovechar el desánimo que permeaba el socialismo a escala mundial y combinarlo con las teorías que se apresuraban a invitarnos al funeral de la ideología proletaria y a enterrar ideas subversivas, como que la lucha de clases seguía existiendo.
Era el momento histórico ideal para enrumbar las propuestas revolucionarias por derroteros novedosos, con propuestas económicas y de democracia renovada. La idea de que el Estado debía consolidarse por la vía de retomar el control absoluto de los medios de producción no solo estaba obsoleta, sino que en las condiciones específicas de Chile ya había experimentado notables avances por otros rumbos innovadores. Las vivencias de los trabajadores chilenos ratificaban que no puede haber «democracia popular» sin «control popular» del modelo económico. Es decir que el Poder Popular descansa sobre la Democracia y la Economía participativas.
Los gobiernos de la Concertación, uno tras otros, marginaron a sus bases del debate del modelo económico. Abrieron amplios y sabias discusiones sobre Derechos Humanos, sobre la justicia, el castigo y el perdón en las filas dictatoriales —reivindicaciones por demás necesarias y legítimas— pero se reservaron para la elite tecnócrata la redefinición del modelo económico.
En realidad, este ya estaba definido por el sector hegemónico heredero de la dictadura y a la Concertación solo le correspondía envolverlo en papel progresista, con tonalidades populares y de justicia social, pero la coalición jamás se propuso cuestionar los fundamentos del modelo engendrado por los llamados Chicago Boys.
A los analistas del período se les hace fácil interpretar de que la construcción de la identidad política nacional, el nuevo progresismo, debía despojarse de cualquier asomo de rol autoritario para el Estado, y que la superación de la pobreza y desigualdades se alcanzaría por medio de progresivas reformas estructurales. Del proyecto de vía pacífica al socialismo, la izquierda chilena transitó sin mayor complejo al neoliberalismo erigido en doctrina de pensamiento. La nueva contribución teórica de la Concertación y sus grandes pensadores era que del proyecto autoritario pinochetista, se podía evolucionar a una versión «de rostro humano», donde el mercado sería un imparcial fiel de la balanza al cual se le podrían encontrar otras virtudes, todas ellas favorables a las necesidades de una sociedad traumatizada por dos décadas de dictadura.
La orfandad de las izquierdas, después de la caída del campo socialista, sirvió como argumento para abandonar la lucha por una sociedad sin explotación del hombre por el hombre y darse por satisfechas con un proyecto reformador, defensor de los derechos humanos, de lucha contra la impunidad, a favor de la igualdad socioeconómica y la plena democratización de las instituciones
La democratización puso nuevamente en escena a los viejos actores políticos de siempre, cuya «identidad de izquierda» se legitimaba en las acciones políticas del pasado y un discurso sobre Derechos Humanos que les eximía de definirse en materia de orden económico. La noción de lucha de clases fue barrida del vocabulario político, como palabra obscena y hasta peligrosa para la estabilidad de la frágil democracia naciente, a la cual no se le podía agredir ni siquiera con una huelga o una manifestación en las calles.
Las élites partidarias y los tecnócratas asumieron la responsabilidad de monopolizar el diálogo técnico de la economía liberal de mercado y de diseñar las fórmulas que le darían un nuevo rostro humano. Los actores políticos que constituyeron la Concertación también se adueñaron del concepto de unidad de la izquierda que, de una idea de sumar a las fuerzas populares bajo un programa común pasó a ser un acuerdo político de alianzas superestructurales que se alternaban en el gobierno bajo proyectos similares, unificados sobre el respeto de las leyes del mercado. Cualquier otra interpretación quedaba vetada, para que no pusiera en peligro lo avanzado ni fuera a provocar el malestar de los militares y sus aliados de derecha y extrema derecha.
Aquellos que sostenían que, para la superación del modelo socioeconómico heredado, era posible y necesario avanzar en paralelo en la democratización política y en las transformaciones estructurales fueron marginados por poner en peligro la paz y la unidad nacional. La izquierda cupular ya había logrado un entendimiento y cualquier discurso de radicalización podía poner en peligro el pacto que hacía posible que Renovación Nacional (RN) y la Unión Demócrata Independiente (UDI), pudieran compartir espacios parlamentarios y de poder sin recelos. La urgencia de la izquierda por reintegrarse al juego político democrático y que las Fuerzas Armadas regresaran a los cuarteles fueron las premisas determinantes de un nuevo pacto social desideologizado y supraclasista.
La nueva izquierda y la democracia cristiana administraron las posibilidades de transformación estructural socioeconómica, bajo el argumento que paulatinamente sería posible obtener mayores tasas de crecimiento y una reducción de la pobreza en el campo social. Todo era cuestión de tiempo y de paciencia, de los más perjudicados por el sistema, que eran convocados a entender la moderación en los cambios estructurales.
En conclusión, la postura de la dirección gubernamental de mantener la continuidad del modelo económico neoliberal y que se presentó como la única vía posible para garantizar la democratización política, en realidad lo que logró fue preparar las mejores condiciones para el retorno de la derecha al poder.
Ser mayoría y perder las elecciones
La hipótesis que acompañan esta tercera parte de nuestro análisis es: En el Chile actual, más que para elegir gobierno, la gente vota para sacar gobiernos.
Desde 2010, y con más fuerza en el 2011, en Chile se abre un proceso de movilización social que involucró a capas medias, maestros y estudiantes, profesionales y grandes sindicatos de la administración pública. Un conglomerado audaz y exasperado, que no llegaba a palpar los beneficios que sucesivos gobiernos de la Concertación insistían en propagandizar como avances concretos de la democracia.
¿Su mayor defecto? No supieron llevar sus movilizaciones a las grandes masas de clase popular chilena, que tanto lo necesitaban. Las nuevas generaciones de estudiantes e intelectuales movilizados, rompiendo con los mitos de la «estabilidad» y «paz social» que la Concertación reclamaba, pertenecían principalmente a establecimientos educativos y universidades de larga trayectoria. Es justo reconocer que supieron convocar a más sectores sociales, centrales obreras y otras organizaciones.
Sin embargo, la primera constatación es que es muy difícil sacudirse cuarenta años de la hegemonía neoliberal que había penetrado en todos los ámbitos de la sociedad. En Chile la doctrina neoliberal no estaba en la economía solamente, había permeado la cultura, los hábitos y costumbres de extensas capas de la sociedad. Y aquellas que estaban marginadas, no aspiraban a destruirlas, sino a ser incorporadas y sumarse al proyecto que se reclamaba exitoso y de futuro.
Las movilizaciones juveniles pusieron en pie una contrahegemonía que levanta como banderas los valores de lo público y cuestiona con gran fuerza el lucro en educación. Pero esas banderas, no lograban involucrar a sectores mayoritarios de los trabajadores agredidos por el sistema y que no terminaban de encontrarle el lado humano a un sistema neoliberal que seguía manteniéndolos en precarias condiciones. La posibilidad de un cambio real de paradigma despertaba dentro y fuera de la Concertación, pero sin llegar a concretarse como proyecto alternativo que sumara a las grandes fuerzas populares.
¿Qué llegaron a hacer? Algo muy meritorio, instalaron en la agenda pública la idea de que el modelo chileno estaba agotado y que había que romperlo desde las bases, habida cuenta que desde la cúpula esa idea era impensable. Abrieron la idea de que las revueltas eran legítimas y que era urgente exigir en las calles un salto adelante en las condiciones del modelo en materia educativa, en la educación, la salud, las pensiones, la vivienda y otras.
¿Pero por qué estas demandas no encontraron respuestas favorables en el amplio mundo de los trabajadores y otros sectores de la sociedad que estaban siendo perjudicados por la prolongación del modelo neoliberal?
Porque lo que querían escuchar era un proyecto de unidad nacional, y en la campaña electoral se escucharon muchas voces en contra y raras propuestas que realmente sirvieran de eje central para crear una fuerza popular transformadora.
La última elección chilena buscó sumar mayorías relativas en contra del gobierno saliente o en contra de un gobierno de derecha con reminiscencias dictatoriales, pero no se constata una propuesta programática que sirviera de expresión coherente y organizada en defensa de los deseos y necesidades del pueblo.
Y la verdad no tenían que ir muy lejos los chilenos de izquierda para encontrar referentes que correspondan a esa definición, de un proyecto que sea beneficioso para amplios sectores de la población. Bastaba con mirar del otro lado de la frontera y ver en Bolivia y Ecuador, dos ejemplos claros de propuestas programáticas de alcance nacional, que encuentran un profundo eco en la población.
También es verdad que la sociedad chilena actual hace complicada las cosas porque una extensa clase media empobrecida no está dispuesta a alterar el orden neoliberal, más bien aspiran a sumarse a ser la parte inferior de una sociedad de consumo.
La Concertación cultivó y estimuló el aspiracionismo de sectores empobrecidos por el «neoliberalismo de rostro humano», incorporándolos al consumo masivo capitalista, por la vía del endeudamiento crónico. Por esa razón, la población tiene temor de quedarse sin empleo y no tener cómo pagar sus deudas y esos temores no fueron despejados por las campañas de las izquierdas que competían.
Los errores electorales, incluyendo la ausencia de elecciones primarias, sin duda operaron en contra de una alternativa de izquierda desde la primera vuelta. Pero lo determinante fue la incapacidad de las diversas corrientes para enfrentar de una vez por todas el profundo carácter reaccionario que se enmascara en el «neoliberalismo a la chilena» que al final de cuentas es el mismo que en otras latitudes y que puede hablar distintos idiomas, pero sigue pensando en inglés.
El electorado joven que recién se integra a la política tiene como motivación principal el rechazo a la forma de gobernar de la Nueva Mayoría. Incluso su principal dirigente y candidata, Beatriz de Jesús Sánchez Muñoz, tenía dos años y medio cuando fue el golpe de estado y había alcanzado los 20 cuando la dictadura dio paso a la restauración democrática.
En el fondo, los votantes del Frente Amplio son electores anti Nueva Mayoría. Muchos más están en contra del partido oficialista que del partido de derecha. Incluso, muchos simpatizantes del Frente Amplio consideran que la victoria y gobierno de la derecha los posiciona a ellos y debilita a la Nueva Mayoría.
La derrota de las izquierdas, en las elecciones de noviembre 2017, deja algunas lecciones:
- La derecha tuvo más y mejores propuestas para los sectores populares que la izquierda
- La izquierda no ha construido un discurso capaz de hacer retroceder en la población chilena los arraigados valores y la cultura que la dictadura y la derecha han anclado profundamente en sus mentes
- Sigue pendiente la elaboración de un proyecto político de izquierda que sea capaz de escuchar antes de dar recetas que no auscultan el sentir político e ideológico de las mayorías perjudicadas por el sistema
- Es cierto que hay una postura anti neoliberal consistente, pero que no penetra, no llega a las grandes masas populares que tendrían el empuje necesario para iniciar una verdadera transición en Chile
- Urge un diálogo abierto y fraterno para construir un contrahegemonía que desplace los aspectos políticos y económicos del actual modelo
- Concretar un proyecto político-histórico con bases realmente populares.
La lección de la unidad
Una de las causas para la derrota de la izquierda chilena, que nadie pone en duda, fue la división con que se enfrentaron estas elecciones.
Si la política entendiera de aritmética y la izquierda de unidad, los resultados de la primera vuelta indicaban que el progresismo superaba ampliamente a la derecha. Sin embargo, en segunda vuelta los votantes favorecieron a Sebastián Piñera.
La abstención en las elecciones presidenciales de 2017 fue de más del 50% de personas habilitadas para sufragar que no lo hicieron. De acuerdo al último informe emitido por el Servicio Electoral de Chile (SERVEL), escrutado el 92% de los votos, solo 6 325 858 de un universo de 14 308 151, sufragaron. Esto es, un 44%. De la minoría que votó, un 54,5% se inclinó por el candidato de la derecha Sebastián Piñera Echeñique. Solo un 45,5% de esa minoría lo hizo por el candidato de izquierda Nueva Mayoría, Alejandro Guillier Álvarez.
Tal vez el otro 50% que no asiste a votar lo haría si se escuchara su opinión previamente y sintiera que después de las elecciones cambiarán favorablemente las cosas de su vida concreta.
La falta de renovación, con la misma oferta de candidatos desde que volvió la democracia en 1989, y el manejo oligárquico de los partidos tradicionales llevó a que mucha gente se marginara de la política. En su discurso, el Frente Amplio avanzó hasta constatar la desilusión y desconfianza hacia la clase política, pero careció de visión y empuje para levantar una propuesta alterna que fuera más allá del rechazo a lo ya hecho.
La izquierda que necesitamos
Las actuales fuerzas políticas de izquierda intentan que la democracia representativa liberal sea el terreno donde se diriman los espacios de acción de las fuerzas populares.
Buscan que la democracia actúe como muro defensivo del neoliberalismo autoerigido en doctrina y del capital financiero. El fracaso de los partidos tradicionales lleva al nacimiento de nuevos partidos —de izquierda o progresistas— que aspiran a una revolución de las relaciones con la ciudadanía y los movimientos populares, con el fin de ser más eficaces en la lucha contra las fuerzas antidemocráticas.
Aunque sigo pensando que el socialismo es nuestro destino estratégico, es claro que, para muchos sectores de la sociedad dispuestos a ser nuestros aliados, los objetivos más inmediatos son la democracia y un modelo que deje atrás el neoliberalismo.
Las grandes interrogantes son: ¿cómo es esa democracia que reivindicamos y cuál es el modelo económico posneoliberal que le daría sustento?
En lo que respecta a la democracia, ya la definimos al inicio de este trabajo como dolosa, postura que evidencia la emboscada en que nosotros mismos aceptamos caer: si nos negamos a participar en el juego electoral nos automarginamos por voluntad propia de la «vida democrática de la nación». Si aceptamos competir con las reglas del enemigo, en la eventualidad de obtener el triunfo, es el propio adversario el que se encarga de desconocer las reglas y desconocer la voluntad de las mayorías.
La alternativa inicial debe ser la articulación unitaria de todas las distintas fuerzas de izquierda. Aunque los procesos electorales son la prueba de fuego de la unidad, debemos ir más allá y no supeditar la propuesta unitaria a un hipotético triunfo presidencial o parlamentario, ya que con o sin elecciones por delante, la unidad es un objetivo primordial de un proyecto de transformaciones revolucionarias.
Para lograr la unidad es forzoso elaborar un programa que no solo contemple objetivos económicos y democráticos, sino además los mecanismos internos que aporten garantías a los trabajadores de que podrán vigilar el avance y cumplimiento de las tareas que darán satisfacción a sus reivindicaciones.
Los desafíos electorales de 2018 y 2019 revisten una gran importancia, y la unidad de las izquierdas es vital para ganarlos, no solo porque repercuten favorablemente en las necesidades materiales de la población, sino además porque traen ráfagas de optimismo a las fuerzas populares de todo el Continente.
De ambas cosas estamos muy necesitados.
Daniel Martínez Cunill es sociólogo y escritor, asesor del Partido del Trabajo de México.
Este artículo fue publicado en la antología Los gobiernos progresistas y de izquierda en América Latina, Roberto Regalado (compilador), Partido del Trabajo de México, Ciudad de México, 2018.
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