La paz durante cambios sociales puede ser la de los sepulcros
- Opinión
La historia no registra en sus inventarios cambios sociales en paz, ni en lo más remoto e ignoto del hombre como especie cuando apenas se distinguía del resto de los animales, ni en los siglos de las luces donde la cultura dejó en el fondo del abismo la intuición pedestre y elevó a la cúspide la inteligencia y la razón.
Siempre ha existido una lucha feroz entre lo viejo que se extingue y lo nuevo que nace por el simple expediente de que ningún proceso de cambio social se guía por las leyes del hombre; estalla al margen de su voluntad aun cuando sus orígenes estén en él mismo, en su naturaleza egoísta y en sus contradicciones.
Estamos en el siglo XXI y una nueva era tecnológica anuncia como estrella de Belén un cambio radical en los viejos paradigmas que van quedando atrás como cruces de sal mientras en el horizonte empiezan a dibujarse los prototipos de un futuro que llegará inexorable e irreversiblemente por mucha resistencia que encuentre en su arrollador paso.
Ese avance no es una panacea porque es en sí mismo unidad, contradicción y lucha, como una santísima Trinidad de la nueva vida. Y es allí donde estamos quienes nos ha tocado vivir y padecer este momento tan extraño y agresivo, colmado de dualidades tan angustiantes como el amor y el odio, la guerra y la paz, o peor que todo ello, la opulencia y la pobreza.
Así pasan frente a nuestros ojos, en las pantallas de televisores, en los minúsculos celulares, en cualquier medio de comunicación moderno, imágenes atroces de Siria, Libia, Palestina, Yemen, Irak, Afganistán, Venezuela, Nicaragua.
Rostros con bocas torcidas y ojos arrugados invocando guerras, profiriendo amenazas nucleares, rompiendo acuerdos establecidos de cualquier naturaleza, comerciales o climáticos, invaden la tranquilidad del hogar importunando a la familia, atemorizando a niños y ancianos con palabras como barriles de pólvora al borde de un volcán en erupción.
El lenguaje mercenario se apodera de espacios públicos y caras feas como la de Luis Almagro, secretario general de una OEA corrompida y testaferra, revuelven el estómago.
Todo ello permite descubrir el juego macabro de transformar la incertidumbre en miedo para hacer de este una herramienta de control político y militar con la vana esperanza de liderar el cambio ante la imposibilidad de detenerlo. Sin embargo, son estertores, pero peligrosos.
De pronto nos damos cuenta que no es la primera vez que encaramos una situación así y entonces, por fin, entendemos que hemos ingresado a una fase superior y más extrema de un proceso de descomposición social de un régimen que se extingue y lo hace más amenazante, y quizás explica por qué han sido quebrados irresponsablemente los principales instrumentos de equilibro garantes de la paz como la ruptura de acuerdos y tratados internacionales, como los de Irán y París.
Aunque aterra, no hay atisbos de demencia en los hechos que han conducido a ese punto, sino una constatación de lo advertido por nuestros antepasados de que la paz durante los procesos de cambio puede ser la de los sepulcros. Procuremos que estos no sean los de la especie humana.
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