Puerto Rico: la colonia en una encrucijada
- Análisis
Puerto Rico, o Borinken como le llamaban sus originarios, se encuentra en la que, posiblemente, sea la mayor encrucijada de su historia. En junio de 2016 el Congreso de Estados Unidos, con poderes plenarios sobre la isla, aprobó la ley PROMESA como respuesta a la actual crisis fiscal del territorio. Lo cual implicó en la práctica la derogación de la constitución y de gran parte de las atribuciones del gobierno locales. Como veremos más adelante en este trabajo, esto, aunado a factores históricos y políticos, genera un amplio espectro de incertidumbre en cuanto a cuáles son las opciones que tienen los puertorriqueños para salir de este atolladero, y, sobre todo, qué es lo que quiere la metrópolis norteamericana con su vetusta colonia caribeña.
De colonia de la vieja España a colonia del nuevo imperio estadounidense
En 1898 Estados Unidos ya figuraba entre las naciones más ricas. Junto a Inglaterra y Alemania conformaba el tridente de las economías más industrializadas del sistema-mundo. Era el tipo de sociedad que, en virtud de su elevado desarrollo industrial y altos niveles de concentración de capital en pocas grandes empresas (Lenin, 1916), según Marx reunía las condiciones para que, por sus propias contradicciones internas, propiciara la revolución proletaria. En el imaginario de la época, sobre todo en el latinoamericano, Estados Unidos se veía como la materialización de la promesa del progreso intrínseca de la modernidad.
Nuestras élites lo tomaban como referente para proyectarse al futuro en tanto veían en lo estadounidense aquello que debíamos de ser (en general, el mundo anglosajón protestante era visto de esta forma por la América Latina católica e hispana). Lo cual, históricamente, se sostenía sobre estructuras mentales heredadas de la colonia, que, en forma de colonialidad, siguen definiendo ese ser latinoamericano que se significa a partir de sus ausencias (Maldonado, 2008).
Estados Unidos era, así las cosas, lo opuesto a la España atrasada (casi feudal todavía) y sin pujanza económica que, a raíz de la pérdida de casi todas sus posesiones de ultramar en el siglo XIX, personificaba el pasado. La joven nación del Norte comenzaba a erigirse en imperio. Un imperio capitalista híper racional, altamente productivo y blanco. Que se proyectaba al futuro como sustancia histórica (Hegel) a partir de esa ontología que es en la medida que domina al otro (Bacon, 1620). Así, en el marco de relaciones de poder mundiales capitalistas e imperialistas con sustrato colonial, surgió una poderosa nación. La cual, inevitablemente, precisaba, para crecer, dominar a sus otros. Los nativos y negros fueron las víctimas internas de esa voracidad. Su “patio trasero”, de México a Argentina, sería la externa.
Tras el hundimiento del acorazado Maine frente al puerto de La Habana, Cuba en febrero de 1898, Estados Unidos le declaró la guerra a España. Las fuerzas militares estadounidenses, muy superiores en armamento y organización, apabullaron lo que quedaba del viejo ejército español. Cuba y Puerto Rico, las últimas dos colonias españolas en las Américas, pasaron a manos estadounidenses como botín de guerra. En ese contexto es que, el 25 de julio de 1898, al mando del general Nelson Miles desembarcando del USS Gloucester por las playas de Guánica (suroeste puertorriqueño), entra a Puerto Rico el ejército estadounidense para tomar posesión de su nuevo territorio. Desde ese día hasta hoy, la isla le pertenece a los norteamericanos. Una isla caribeña hispana, poblada por gente no blanca y católica, entró al redil histórico del espíritu anglosajón, blanco y protestante de los descendientes de los pioneros del Mayflower.
La colonia bajo las leyes orgánicas
De 1898 a 1900, Puerto Rico estuvo bajo los dictados de un gobierno militar. En ese período de transición, los estadounidenses se dedicaron a conocer la isla desde sus escenarios naturales hasta el demográfico pasando por el cultural. La mirada imperial de aquella época, veía al otro no blanco y los entornos en que vivía como parte de esa naturaleza que, al decir de Bacon en su Novum Organum, había que controlar como fundamento del ser superior desarrollado. Así, Puerto Rico, y su gente “inferior”, devinieron un laboratorio para los “superiores” norteamericanos. El gobierno militar se inscribía pues en el marco de una relación tendiente al control de un territorio “natural” desconocido.
En 1900, el Congreso estadounidense aprobó la primera ley orgánica para el gobierno de la isla. Esta fue la Ley Foraker: por virtud de la cual se creó una estructura gubernamental (sobre todo una lógica gubernamental) civil para la administración interna del territorio. Se definieron los alcances y límites de dicho gobierno; siendo que los puertorriqueños podían elegir sus representantes a un Congreso local por voto directo; sin embargo, la máxima autoridad de la isla sería un gobernador nombrado por el presidente en Washington. Así mismo, los miembros de lo que haría las veces de Senado también serían por nombramiento presidencial. A su vez, se delimitaron las instancias en que podrían legislar los representantes locales, y las que, por el contrario, quedarían en manos de la autoridad federal.
Y en ese contexto llegamos, según nuestro análisis, a lo fundamental de aquella ley orgánica que todavía rige en cuanto a la relación de Puerto Rico con su metrópolis: Puerto Rico, para Estados Unidos, no es un país sino un territorio habitado por una “raza inferior” (veremos más adelante cómo se modificó esta mirada) que precisaba ser controlada por la sustancia anglosajona “superior” para que se “desarrolle” y “civilice”. En el marco de esta mirada específicamente racista, se diseñó una colonia que funcionaría como un territorio-corporación en beneficio del capital estadounidense donde lo concerniente al comercio, aranceles y producción quedaría exclusivamente bajo los designios de la ley Foraker. En consecuencia, las disposiciones de la normativa alusivas a estos elementos son lo sustancial de la misma. Lo que, como dijimos, sentó las bases de una relación colonial inscrita en una lógica racista y capitalista muy clara.
Posteriormente, el 2 de marzo de 1917 el Congreso estadounidense aprobó la Ley Jones que vino a sustituir la anterior normativa. Lo relativo a las partes fundamentales de aquella, en ésta se mantuvo inalterado. Lo que cambió con esta nueva legislación fueron dos cosas esencialmente: ahora los puertorriqueños podían elegir también el Senado con el voto directo, y, de otro lado, se les concedió la ciudadana estadounidense a los nacidos en la isla (esto último, veremos más adelante, con una importancia capital hoy día). En el contexto de la Primera Guerra Mundial, la necesidad de soldados que fueran a combatir a los campos de batalla europeos impulsó a la clase dirigente de Washington a otorgar la ciudadanía a los puertorriqueños (José Trías Monge, 1980).
Pero ello, la ciudadanía, no implicaba el reconocimiento de igualdad de los puertorriqueños sino que, por el contrario, partía precisamente de una mirada racista en tanto se daba la ciudadanía al individuo nacido en la isla y no a la nación puertorriqueña; esto es, se desconocía la existencia de un colectivo, por cuanto carecía de capacidad de ser (de sustancia), y se colocaba en cambio al individuo “inferior” en el centro; quien ahora con la ciudadanía de la nación “superior” podía ir a morir por esta y entrar en su territorio como un otro de sus minorías. Asimismo, también, esto hacía parte de una lógica capitalista en tanto la maquinaria productiva de la metrópolis requería mano de obra de baja calificación. Por consiguiente, los puertorriqueños seguían siendo definidos dentro de paradigmas coloniales, es decir raciales, por un blanco anglosajón que les tomaba como objeto útil para hacer su propia historia; proyectar su ser imperial.
Los primeros años de la colonia americana
La implantación del nuevo sistema colonial bajo la sombrilla de las mencionadas leyes orgánicas, esto es, del territorio-corporación, supuso contradicciones entre los intereses de la élite dominante de la isla y el nuevo poder colonial. Aquella élite era dueña de la mayoría de los sectores productivos de la isla. Una élite blanca constituida por nietos e hijos de españoles, así como de catalanes, corsos y europeos en general que, tras la promulgación por parte del rey español Fernando VII de la Cédula de Gracias de 1815, se establecieron en la isla como propietarios. Controlaban los tres mayores factores de exportación isleños de aquel tiempo: café, tabaco y azúcar. Desde el siglo XIX, con la flexibilización que alentó la Cédula de Gracias, Estados Unidos era el principal comprador de la azúcar puertorriqueña.
Empero, los intereses capitalistas que determinaban la política estadounidense no se interesaron por dos de dichas agroindustrias. En cuanto al café, Estados Unidos mantenía relaciones más beneficiosas con Colombia y Brasil. Y respecto al tabaco, producido en las montañas del centro de la isla por pequeños agricultores, no recibió mayor atención. La caña, sin embargo, fue el gran interés del capital colonial. Así, se promulgó la Ley Hollander de 1901 que estableció tasas elevadas a la propiedad de tierras; lo que obligó a muchos propietarios a venderlas o realizar grandes inversiones para hacerlas más productivas. En la práctica, esto generó una lógica de concentración de tierras que pasaron a manos del capital estadounidense o de los grandes propietarios locales.
La ley Hollander formaba parte de un diseño encaminado a fomentar un sistema de monocultivo azucarero a gran escala. Las élites propietarias locales tuvieron que adaptarse al nuevo esquema. El capital estadounidense introdujo la producción industrial de la caña; con lo que se sustituyeron las viejas haciendas de trapiches por la central. En ese contexto, las élites locales se aliaron al capital colonial invirtiendo en el sector de la caña para convertirse en propietarias de muchas de las centrales que se establecieron. Aquí vemos que, si bien con sus contradicciones, entre el capital colonial y las élites isleñas hubo, en el plano económico, un reacomodo por parte de estas últimas lo que generó una suerte de simbiosis.
Donde recibieron un duro golpe estas élites fue en el ámbito cultural. Esto debido a que, desde un análisis gramsciano de las relaciones de poder internas de aquella época, dejaron de ser dominantes en el escenario local y, en cuanto a su rol de clase dirigente, quedó disminuido su alcance. Es decir, perdieron la capacidad de ejercer hegemonía cultural en tanto entró en juego otro poder que subvirtió el orden establecido. Lo que, a su vez, benefició a los sectores negros y mulatos de las masas puesto que ese desplazamiento alentó su preponderancia cultural, y, asimismo, llevaron a cabo un ajuste de cuentas contra esa élite blanca que con España los menospreció y subyugó (José Luis González, 1979). Bajo la colonia la cultura popular negra y mulata se visibilizó grandemente sobre todo gracias a las nuevas condiciones internas que se presentaron.
El Estado Libre Asociado de Puerto Rico (ELA)
Las décadas del 20 al 40 del siglo pasado fueron muy políticamente agitadas en la isla. En un marco de pobreza generalizada (consecuencia, en gran medida, del sistema de monocultivo que hacía a la economía local totalmente dependiente de las fluctuaciones del precio internacional de la azúcar) surgieron diversas agrupaciones políticas. Cuyos discursos giraban alrededor de la situación de pobreza, y, particularmente, sobre la relación entre colonia y metrópolis: el status político de la isla. Estaban los estadistas quienes proponían que la colonia se convirtiera en estado de la unión federal estadounidense; los autonomistas, con una larga tradición desde tiempos de Ramón Baldorioty de Castro en el siglo XIX, que pugnaban por un régimen autónomo en el que se mantuviera la relación con Estados Unidos sin ser estado; y los independentistas que perseguían la plena independencia. En medio de intentos coloniales de invisibilizar la cultura puertorriqueña mediante el sistema educativo colonial y otras tecnologías sociales, la definición de qué era ser puertorriqueño tomó protagonismo en el debate público.
En ese contexto, los independentistas, amparados en la memoria de luchas patrióticas desde el Grito de Lares de 1868, ganaron preponderancia. Se posicionaron como los guardianes de la identidad y el ser puertorriqueño. También, de esa vertiente ideológica surgieron líderes sociales vinculados al mundo sindical que lograron arraigo emocional y popularidad entre las masas de trabajadores de las centrales azucareras y manufactureras. Pedro Albizu Campos, mulato nieto de una antigua esclava, brillante orador formado en la Universidad de Harvard, se erigió en una de las máximas figuras políticas de la época. Entre las décadas del 30 hasta principios del 50, Albizu movilizó amplios sectores hacia su propuesta de la definición “entre yanquis o puertorriqueños”. El independentismo ganaba adeptos y se encaminaba a dominar el espacio cultural de la isla; se acercaba a constituirse en generador de significantes, esto es, de sentido común.
Ante esa tesitura, una metrópolis que, en la coyuntura del inicio de la lógica de Guerra Fría tras la Segunda Guerra Mundial, no se permitiría perder su colonia militarmente estratégica, decidió tomar partida en el asunto. Y el objetivo fue muy claro: frenar el independentismo redirigiendo esas energías colectivas del puertorriqueñismo hacia otros derroteros. Lo que implicaba diseñar una estrategia compleja que pasaba por usar la fuerza por un lado, y por otro, aplicar el poder blando (cultural). Así, se le cerró la opción electoral a la independencia lo cual forzó a su liderato a la alternativa de la violencia como medio de lucha; lo que, a su vez, se acompañó de la criminalización de la independencia con toda una estructura policial y jurídica al servicio. Al mismo tiempo, se posicionó un discurso (muy didáctico por cuanto pensado para el puertorriqueño mayoritario iletrado) que definía una puertorriqueñidad compatible con el marco colonial: una puertorriqueñidad simbólica de jíbaros (campesinos), entornos naturales idílicos y prácticas morales del local noble y tranquilo. En la figura de un poeta hábil y brillante comunicador, la metrópolis encontró el portavoz político de ese puertorriqueñismo.
Luis Muñoz Marín entró en escena. La síntesis que este ingenioso y audaz político logró hacer entre el puertorriqueñismo simbólico “bueno” y la idea del progreso encarnado por lo estadounidense, fue políticamente muy efectiva. Lo cual definió las bases sobre las que se montó todo el andamiaje institucional del ELA. Muñoz se sentó con el jíbaro pobre y cansado por las extenuantes faenas en el campo y le explicó, empleando ingeniosas metáforas de la vida práctica, que lo puertorriqueño era esencialmente bueno (de una moralidad incluso superior) y que ello, a su vez, no debía contradecirse con el progreso que los norteamericanos significaban. Persuadió con que la independencia sería un salto al vacío que traería pobreza, comunismo y, así, la pérdida de la libertad que era condición necesaria para desplegar la puertorriqueñidad. Con hambre y sin libertad lo puertorriqueño no existiría, apostilló. Ese fue el diálogo que estableció Muñoz con el puertorriqueño. La idea de “lo mejor de los dos mundos”: ser parte de Estados Unidos conservando la identidad y el “gobierno propio” que aseguraba el ELA. Con un aparato comunicacional a su servicio logró expandir su discurso por toda la isla. De esta forma derrotó culturalmente el independentismo, toda vez que la estadidad quedó definida como un imposible que, de materializarse, “mataría” la puertorriqueñidad. El triunfo del ELA fue, así las cosas, incontestable.
Sentadas sus bases simbólicas, y con hegemonía política del partido de Muñoz, el 25 de julio de 1952 (fecha estratégicamente elegida para sustituir el aniversario de la invasión militar de 1898 por el recuerdo del ELA) se estableció el Estado Libre Asociado de Puerto Rico. Sobre tres pilares (mitos) fundamentales: 1. el ELA emanaba de un pacto entre los pueblos de Puerto Rico y Estados Unidos; 2. Puerto Rico dejaba der ser una colonia ya que, por vía de una constitución propia, los puertorriqueños manejarían soberanamente sus asuntos internos; 3. la naturaleza el ELA era única y por tanto no hacía parte de ningún arreglo colonial. Pero lo cierto es que: no hubo tal pacto porque el Congreso norteamericano aprobó unilateralmente la constitución que redactaron los puertorriqueños (incluso le eliminó una parte) y sin esa aprobación nunca hubiese entrado en vigor; el Congreso federal se aseguró de mantener controles plenarios sobre la isla por encima de cualquier carta magna o ley local; y a consecuencia de lo anterior, Puerto Rico seguía bajo el control omnímodo de un poder externo –el Congreso de Estados Unidos- que podía situarse por encima de las decisiones de los funcionarios electos del gobierno puertorriqueño: una colonia clásica. Y finalmente, las disposiciones de la Ley Foraker de 1900, mantenidas en la Ley Jones de 1917, con el ELA siguieron vigentes a través de la ley 600 de 1950 con la cual el Congreso autorizó a Puerto Rico a tener Constitución. Es decir, disposiciones coloniales de 1900 siguen vigentes en la isla.
El Partido de Muñoz
El Partido Popular Democrático (PPD) de Muñoz Marín se erigió en partido Estado hegemónico; esto es, en el que diseñaba, difundía y administrativa el conjunto de significantes simbólicos y políticos que sostenían el ELA. En tanto tal, las demás agrupaciones políticas bajo el ELA partían del discurso del PPD para articular sus mensajes. El PPD era el ELA y viceversa. En ese contexto, el movimiento estadista advino otra alternativa colonial más en la medida de que enunciaba desde el mismo sustrato cultural que el PPD; es decir, desde la misma idea de puertorriqueñidad. Desde el 1968, cuando el Partido Nuevo Progresista (PNP) ganó por primera vez unas elecciones generales, existe en la isla un bipartidismo infranqueable. Y, aun siendo gobierno (y desde hace décadas incluso con una base electoral más grande que el PPD), el PNP ni siquiera ha estado cerca de socavar la hegemonía cultural del PPD. Porque no es un partido culturalmente hegemónico en tanto no genera sentido común como sí lo hace aquel.
Esa puertorriqueñidad del ELA/PPD no solo era discurso. Se sustentaba sobre bases materiales muy concretas. Las cuales se fijaron con los planes de desarrollo, y expansión de la economía local, que, con Muñoz Marín de interlocutor, se impulsaron desde el Congreso federal. El proyecto “manos a la obra” fue el emblema de aquello cuando a partir de la década del 50, con alianzas entre sectores privados de capital local y extranjero y el gobierno, se impulsó el desarrollo de infraestructura, industrias manufactureras, así como la inversión pública en salud y educación. De otro lado, con normativas como la sección 936 del código de rentas federal, el territorio-corporación se estableció como centro manufacturero para empresas estadounidenses a partir de ventajas fiscales para que éstas operaran en la isla, y dirigieran parte del capital que generaban en otros países hacia el sistema financiero puertorriqueño. Por virtud de estas medidas, se creó una importante clase media que fungió como sostenedora estructural y cultural (con su vida basada en el ideal clasemediero del consumo) del ELA. Así, también, se doblaron y hasta triplicaron indicadores económicos y sobre nivel de vida de los puertorriqueños en pocas décadas. De este modo, se alcanzaron los niveles de vida en Puerto Rico que, si nos ajustamos a variables como el PIB per cápita, todavía hacen de la isla el territorio latinoamericano “más próspero”.
No obstante, esto, en realidad, no solo fue producto del ingenio de una clase dirigente puertorriqueña brillante y patriota. Ni del esfuerzo de sectores empresariales comprometidos. Ante todo, fue una necesidad de Estados Unidos el propiciar que su colonia en algunos rubros prosperara para que el discurso del ELA tuviera una materialidad sobre la que sostenerse. Y asimismo, para, en el escenario de la disputa global de la guerra fría, presentar su territorio como modelo del “buen funcionamiento” del sistema capitalista. Un Puerto Rico que apareciera como próspero y feliz otorgaba fuerza moral al imperio frente a la Unión Soviética y su comunismo. Daba la impresión de que era, en efecto, “lo mejor de los dos mundos” el ELA.
El sujeto colonial del ELA, en ese contexto, todavía tiende a considerarse superior a sus vecinos latinoamericanos ya que ve en estos la “pobreza” y “falta de libertad” de que él “goza” en su territorio americano. Y con una ciudadanía estadounidense que le “garantiza” derechos, y con la cual “puede viajar por el mundo”, se asume fuera de la órbita latinoamericana. Cualquier boricua promedio sabe más de Estados Unidos que de República Dominicana (isla vecina que queda a 40 minutos en avión de San Juan). Así las cosas, se proyecta al futuro sintiéndose parte de un proceso de “desarrollo” y “alto nivel de vida” propio de la exclusividad de su isla. Pero las bases que sostenían todo esto comenzaron paulatinamente a desmontarse. Dejando al descubierto todos los mitos del ELA.
Puerto Rico en su actual encrucijada
En el imaginario latinoamericano, Puerto Rico aparece como una colonia que es “mantenida” por los americanos. Salvo que Estados Unidos sea una ONG o una congregación de hermanitas de la caridad, dicho imaginario carece de sentido. Estados Unidos, desde finales del siglo XIX, es un imperio; y los imperios se mueven según intereses. Esto es así desde tiempos sumerios y del Antiguo Egipto. En Puerto Rico, las élites que gestionan el imperio estadounidense, persiguen intereses muy concretos.
Tras la caída de la Unión Soviética la lucha contra el enemigo comunista perdió sentido. Las relaciones con terceros que mantenía Washington en función de la dicotomía capitalismo versus comunismo, dejaron de tener lógica estratégica. Para el poder estadunidense los desafíos actuales son otros, tales como el fundamentalismo religioso, las crisis sistémicas del sistema financiero mundial, el cambio climático y el desarrollo de tecnología de punta. Asistimos a un cambio de época con su consecuente cambio de paradigmas. Ahora es mucho más importante liderar el desarrollo de patentes y tecnología de última generación que tener colonias a la antigua usanza. El mundo se controla desde otros factores, sobre todo tecnológicos, y no desde el esquema clásico de control territorial. Y de todos modos, el dólar sigue siendo la moneda de referencia del comercio mundial y los términos de intercambio mundiales siguen operando en función de los intereses estadounidenses. Lo cual, aunado a su primacía tecnológica y altísimo gasto militar, permite al conjunto de élites que gestionan el poder imperial norteamericano, continuar dominando el mundo aún bajo nuevos paradigmas.
En ese contexto, cabe preguntarse, ¿cuál es la importancia estratégica hoy de Puerto Rico?, ¿qué factores concretos le suma a los intereses estadunidenses?
Finalizada la guerra fría la isla perdió cualquier función militar geoestratégica. Con las nuevas tecnologías satelitales no se precisa un territorio concreto para gestionar acciones de seguimiento y rastreo sobre una región. De modo que militarmente el valor de Puerto Rico es cero. Por otro lado, económicamente tampoco la isla es clave. La colonia puertorriqueña se proyectó por mucho tiempo como puente entre los mercados latinoamericanos y el norteamericano. Empero, tras los tratados de libre comercio como el TLCAN y el DR-CAFTA, productos latinoamericanos y caribeños entran directamente y libres de aranceles en el mercado estadounidense. De igual manera, el modelo impulsado con la ya extinta sección 936 (medida que fomentó el establecimiento de corporaciones farmacéuticas y tecnológicas estadunidenses en Puerto Rico), ante el auge tecnológico del sudeste asiático, perdió rentabilidad e incluso sentido. El poco valor económico de Puerto Rico reside en las ganancias que sacan anualmente de la isla corporaciones como Wal-Mart y otras. No obstante, esto se antoja marginal visto en la perspectiva de una economía estadunidense de alcance mundial.
Si carece de valor estratégico militar y económico, ¿por qué siguen en la isla los norteamericanos? Nuestra tesis es que hay dos razones fundamentales para ello. Vayamos a la primera. El gobierno de la isla arrastra una deuda de sobre 70 mil millones de dólares con acreedores mayormente estadounidenses. Esta deuda se fue contrayendo a la largo de décadas. Ni siquiera en su momento de máximo esplendor, el modelo económico del ELA pudo emplear a más del 40% de los puertorriqueños. Por tanto, la economía de la isla, más allá del imaginario de “lo mejor de los dos mundos”, siempre fue ineficiente. A su vez, nunca se desarrolló capital nacional (tampoco esto es posible en un esquema colonial). Y las corporaciones norteamericanas lo que hacían era relocalizar hacia la isla ganancias generadas en terceros países para ampararse en la 936 antes mencionada. De ese modo, se ponía ese capital en bancos locales y de ahí se trasladaba al sistema financiero de Estados Unidos libre de carga impositiva. Era muy poca la inversión en la isla, y aun menor el capital que por ese concepto quedaba en la economía puertorriqueña.
Por su parte, un esquema de subsidios federales dirigido a poblaciones vulnerables, por diseño, desalentó la iniciativa y el trabajo productivo formal en grandes capas de la población. De forma que se aprisionó en una lógica de dependencia a gran parte de los puertorriqueños. Por consiguiente, se generó un cuadro de gran debilidad estructural de la economía puertorriqueña. Al tiempo que, en la propia metrópolis, desde la década del 70 del siglo pasado, se instaló un proceso de financiarización de la economía donde el sector financiero-especulativo ganó supremacía en desmedro de los sectores productivos. Así las cosas, no le quedó mejor opción al gobierno de la isla que endeudarse para operar y cumplir con las expectativas de una población dependiente en situación de improductividad económica. Se armó, pues, un nefasto círculo vicioso donde convergen relocalización de capital de empresas que operan en la isla pero no generan riqueza allí, dependencia, financiarización y endeudamiento y una población improductiva al tiempo que altamente consumista (consumiendo productos importados que generan poca riqueza local). El cóctel explosivo estaba servido.
Desde el 2006, coincidiendo con la entrada en vigor de la derogación de la 936, Puerto Rico entró recesión económica. A partir de ese año la economía local decrece. En paralelo, miles de puertorriqueños comenzaron a irse a los estados (con sus ciudadanías) en búsqueda de mejores oportunidades. Lo cual disminuyó la base contributiva, esto es, la capacidad de captación del fisco. Con menos gente y una deuda in crescendo la isla llegó a la actual crisis económica y fiscal que la ahoga. La aprobación de la ley PROMESA en el Congreso de Washington, lo que busca es crear condiciones en que los acreedores cobren la deuda con márgenes favorables. Entonces, la primera razón por la que siguen los americanos es para que sus especuladores cobren esa deuda.
Le segunda tiene que ver con lo que llamamos la dimensión visceral de los imperios. Los imperios de cada época histórica se asumen como los más aptos, y, por tanto, naturalmente destinados a mandar. Son incapaces de asumirse de otro manera que no sea dominando. Estados Unidos, si bien ya no tiene intereses estratégicos en Puerto Rico, ve la isla como su finca. Podría ser que este factor pese incluso más que el económico. Con lo cual, en la metrópolis estarían pensando, algunas de las élites que gestionan el imperio, quedarse a perpetuidad con la colonia.
La ley PROMESA restauró el modelo de colonia directa que, hasta el ELA de 1952, Estados Unidos gestionaba en la isla. Hoy día no existe nada del poco gobierno propio que hubo en Puerto Rico. Un ente federal por el que nadie votó en la isla, está por encima de cualquier decisión o veto de los miembros del gobierno local por el que votaron los puertorriqueños. Mientras, las proyecciones apuntan a miles de boricuas que en los próximos meses y años seguirán abandonando la isla. No hay proyecto de crecimiento económico; solo se habla, desde Washington, de disciplina fiscal para que se pueda pagar la deuda. Una economía que no crece, improductiva y manejada desde paradigmas únicamente fiscales. Sin un gobierno que pueda articular políticas según las necesidades nacionales, no es viable ningún país. Puerto Rico hoy es una colonia inviable al mediano y largo plazo.
El problema de fondo de la isla es histórico y político (cultural). Un territorio caribeño enredado en el esquema de relaciones de poder de un imperio para el cual ya no es importante. Pero que, sin embargo, no tiene entre sus planes soltarlo pues intereses financieros presionan para cobrar su deuda, y, por otro lado, la arrogancia imperial insta a mantener “derechos” de propiedad. En una esquina está el poder imperial. En la otra la isla y su gente. Los sujetos coloniales de ese ELA que ya no tiene bases materiales sobre las que sostenerse. Ahora, lo que hay es lo peor de los dos mundos.
¿Cómo, entonces, encontrar soluciones? Nuestra propuesta es que se opte por los propios puertorriqueños. Los tres millones y medio que quedan en la isla, y los más de cinco millones que están en Estados Unidos. Que se busque crear en la metrópolis una fuerza puertorriqueña desde la cual articular aliados estratégicos (sobre todo, en los sectores progresistas cada vez más política y culturalmente preponderantes en tanto son la respuesta al nacionalismo blanco que encarna Trump), colocar la isla en la agenda regional e internacional y mirar hacia el corazón y mente de cada boricua. De ese boricua heredero del crisol de razas y experiencias que constituye lo puertorriqueño no colonial. Puerto Rico tendrá futuro, y será viable, en la medida de que sean los puertorriqueños quienes definan y vayan por ese futuro.
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