Perros sí, negros no
Un mundo compuesto de sociedades amuralladas no tiene futuro. Es la mejor receta para el conflicto, las guerras y los holocaustos.
- Análisis
El hombre de barba anglosajona (candado) sostiene su perro con un brazo mientras señala con un dedo a alguien que pasa. “No, no es odio”, dice, agitado. “Tengo todo el derecho del mundo a pensar que mi raza es superior. Está probado que la raza blanca es más inteligente que la negra. No es odio, no. Quienes no nos permiten expresarnos son quienes sufren de odio. No nosotros”.
Aparte de ser una moda, esa de acusar a los demás de lo que uno mismo sufre (según Trump, no hay en el mundo alguien menos racista y menos misógino que él), este argumento se ha vuelto muy popular en el club de la OTAN: no son los racistas los que odian. Ni siquiera son racistas.
El argumento tiene, sin embargo, algunos problemas.
Primero, aun asumiendo que los blancos son más inteligentes que los negros (luego discutimos cuándo los asiáticos van a expulsar a todos los blancos y por qué los negros han mejorado tanto en sus test de inteligencia en los últimos cuarenta años si, en su raíz, se trata de un problema biológico), eso no garantiza que los racistas no sean la excepción de su raza.
Segundo, podemos asumir que los supremacistas blancos se consideran intelectualmente superiores a los perros. Sin embargo, no por eso los echan de sus casas a patadas. Por el contrario, al menos aquí en Estados Unidos, la gente duerme con sus perros y no pocos los besan en la boca después que el perrito le lamió el pene al perro del vecino.
Pero cuando se discursa contra los negros o se acosa a los inmigrantes de piel oscura (del medio millón de ilegales europeos y australianos, ni una palabra), no se trata de odio sino, simplemente de un reconocimiento objetivo de que la raza blanca es superior. Eso, eso “no es odio”. (La nueva moda de los genios aburridos será: “Sí, es odio, ¿y qué?”).
Los partidarios de construir sociedades amuralladas consideran que esa es la mejor forma de evitar conflictos y de salvar la pureza de sus culturas y de sus identidades. Esta superstición esencialista, muy popular, ignora la fuerza de la historia que todo lo cambia. Basta que una sociedad expulse a todos los “diferentes” para que, dentro de sus orgullosas murallas, físicas y mentales, como en Calataid, comiencen a surgir diferencias, sino de hecho al menos por la percepción de sus habitantes que siempre ven lo que tenemos los humanos de diferente y nunca lo que tenemos en común. Para darse cuenta de esto basta con mirar cualquier familia.
Este argumento no se sostiene más que por el ejercicio religioso aplicado en el lugar equivocado, en el mundo factual, es decir, la creencia de que algo es verdad porque uno cree en ello, y si algo parece ilógico e imposible, mejor aún, porque se necesita poseer una fe inquebrantable, verdadera, probada, salvadora, para ir contra todas las evidencias. El barco se hunde y los fieles del capitán dicen que está tomando impulso o que se prepara para convertirse en submarino.
Un mundo compuesto de sociedades amuralladas no tiene futuro. Es la mejor receta para el conflicto, las guerras y los holocaustos. Si uno se rodea de murallas porque no se entiende con otros pueblos, no es lógico pensar que por esa misma particularidad vamos a poder comunicarnos y entendernos mejor con el resto del mundo, un mundo que ha sido reducido a un pañuelo por la tecnología. Si en la Edad Madia algunos reinos menores podían sobrevivir sin mayores contactos con el mundo exterior, si luego los burgos se amurallaron con relativo éxito para su defensa, eso ya no tiene sentido. Una nueva Edad Media es un proyecto imposible, impráctico y peligroso, por lo cual podemos prever que no se trata de un gran ciclo histórico sino de una reacción a una tendencia opuesta y mayor, como lo es la aceptación de la diversidad y el avance de la igualdad a pesar del poder de las elites que siempre se las ingenian para contrarrestar sus pérdidas.
El persistente intento de presentar al nacionalismo como la base de un entendimiento universal es una broma de mal gusto. No es un elemento capaz de unir, ni como utopía ni como realidad, a una sociedad global que debe enfrentar verdaderos peligros a su propia existencia, como lo es la catástrofe ecológica en curso, la amenaza nuclear, o la ultra segregación económica, donde 49 individuos, que no han aportado absolutamente nada a la historia de la humanidad, se llevan la mitad de toda la riqueza de la población mundial.
Está de más decir que esta idea (de que los promotores de las sociedades amuralladas solo defienden sus derechos a vivir según sus propios valores) es altamente hipócrita. Esa ola nacida en el mundo que colonizó el mundo en los últimos siglos, primero con colonias esclavistas y luego con la fuerza del dinero y los cañones, nunca pensó en el “derecho de cada cultura a vivir según sus propios principios”. Por siglos, a todas las culturas que eran diferentes se las consideró inferiores y se les impuso “nuestros principios”, aparte de explotarlos y masacrarlos por millones y millones.
Ahora que unos habitantes de esas excolonias, en un número insignificante en comparación, comienzan a migrar por desesperación al centro económico del mundo, se los criminaliza, se los expulsa y se levantan murallas para mantener al “invasor” lo más lejos posible.
Así que, el repetido argumento de que no se trata de odio sino de defender “lo nuestro”, se parece del todo a los racistas que aman a sus perros, pero no pueden vivir con vecinos negros porque son inferiores.
Para que no se sientan mal están las leyes justas que siempre se cambian cuando dejan de convenir al poder. Actualmente, la ley de Lotería de Visas para la Diversidad de Estados Unidos que beneficia a pocos pero demasiados no blancos, es atacada por el mismo Partido del Muro. Personalmente estoy de acuerdo que es una ley sin mucho sentido, pero observemos que fue inventada a finales de los 80 para beneficiar a los inmigrantes irlandeses, por entonces asimilados a la idea de “raza blanca”.
Claro, los irlandeses no siempre fueron blancos. Durante varias décadas del siglo XIX, fueron el mayor grupo de inmigrantes a Estados Unidos y, porque no eran el tipo de blanco esperado y sus pelos eran de un color horroroso, imperfecto, se los discriminó de formas violentas. Los indios, los mexicanos y los negros ni siquiera contaban como candidatos a ciudadanos (la ley definía ciudadanía en base al color de piel) y en la mayoría de los casos ni siquiera contaban como seres humanos. No era raro leer carteles que aclaraban el derecho de admisión en restaurantes: “Ni perros ni irlandeses”. Hoy el cartel diría: “Perros si, mexicanos no”.
El lado positivo es que no se trata de una mayoría, por suerte, aunque sí de una minoría con un poder político desproporcionado, por desgracia y por las razones que podemos discutir en otro artículo. Una minoría con un poder desproporcionado, como la de todo gran poder.
JM, enero 2019
- Jorge Majfud es escritor uruguayo estadounidense, autor de Crisis y otras novelas.
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