Colombia: el porqué de la tortura

17/06/2019
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Foto: notiguia.tv
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El pasado 18 de mayo, un reportaje del New York Times reveló la persistencia de la cultura militar y las políticas de Estado que produjeron, durante los dos gobiernos de Álvaro Uribe, el escándalo de los “falsos positivos”: el asesinato de miles de civiles para ser disfrazados y pasados por guerrilleros. La semana pasada, el senador Gustavo Petro, quien perdiera las últimas elecciones colombianas frente a quien es percibido como el sucesor de Uribe, Iván Duque, sugirió una interesante hipótesis: la bestialidad del ejército colombiano se debería al inhumano entrenamiento –torturas incluidas–, que reciben sus soldados en clandestinas bases selváticas. Mostró videos de dichas prácticas para sustentarla.

 

Pero la realidad colombiana, incluyendo la sistemática tortura y masacre de civiles por el Estado y paramilitares vinculados a él, no necesita de hipótesis: se encuentra sólidamente documentada. Los “falsos positivos”, por su parte, representan solo un pie de página, la porción visible de un fenómeno aún oscuro gracias al encubrimiento de la prensa y de otras instituciones comprometidas socialmente, de las cuales se esperaría una representación fidedigna de la realidad.

 

El enemigo interno

 

Después de la Segunda Guerra Mundial, la doctrina de “Seguridad Nacional” produjo un giro de 180 grados en la mentalidad de los ejércitos latinoamericanos sujetos al financiamiento, modernización y colaboración del gobierno de Estados Unidos. De verse a sí mismos como una institución avocada a la defensa del territorio patrio, los ejércitos en cuestión, redirigieron su atención hacia el “enemigo interno”, compuesto por elementos civiles que eran representados como “foráneos” y “opuestos al progreso”. Aunque la nueva doctrina contrainsurgente decía tener por blanco al “comunismo” y participaba en el combate de actores armados ilegales, también sirvió para asesinar, desparecer o silenciar a miles de actores civiles pacíficos e inermes, como activistas, líderes sociales, sindicalistas, maestros y, en suma, todo aquel que se sintiera descontento con el statu quo y se atreviera a decirlo en voz alta.

 

La historia de Colombia, como sucede con la mayoría de países de la región, es una historia de desigualdad, de pequeñas élites criollas demasiado mezquinas y racistas como para ceder un ápice de su poder y privilegios en favor del conjunto de la sociedad, siempre apoyados de fuera por un orden que situó al Tercer Mundo en un rol subordinado, de “servicio”, con respecto a la economía global.

 

El descontento popular, sumado al estancamiento social producto de la desigualdad y la discriminación política y económica de amplios sectores, fue más fácil de acallar o justificar hasta mediados del siglo XX. Durante y después de la Segunda Guerra Mundial, los discursos relativos a la libertad y los derechos fundamentales e inalienables de todo ser humano fueron escuchados y abrazados por sectores cada vez más amplios y populares de Latinoamérica, tradicionalmente relegados. La Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, afianzó esta percepción de igualdad entre las personas y acceso universal a la participación política. Así, la democracia se volvía peligrosa para las élites y se empezaba a hablar de “demasiada” democracia: los elementos subordinados de siempre levantaban la humillada cerviz.

 

Luego de ese proceso gradual de concientización sobre el lugar central del ciudadano en una democracia, sobre sus derechos y poder de decisión sobre su propio destino, el dominio de una élite oligárquica solo sería posible mediante un amedrentamiento y una represión sangrienta, ahí donde la propaganda moderna fallara en justificar las diferencias.

 

La tortura como modus operandi

 

Como explica Noam Chomsky: “No hay nada particularmente nuevo en la relación entre violaciones atroces de los derechos humanos y la asistencia norteamericana. Al contrario, la correlación es bastante consistente. El más importante especialista académico sobre derechos humanos en Latinoamérica, Lars Schoultz, encontró, en un estudio de 1981, que la ayuda estadounidense ‘tiende a dirigirse de manera desproporcionada hacia gobiernos latinoamericanos que torturan a sus ciudadanos…’”.

 

El economista Edward Herman, por su parte, halló una clara correlación entre la asistencia norteamericana y el mejoramiento del clima de negocios. “…tal como cabría esperar”, agrega Chomsky en el prefacio del libro “La otra guerra de EEUU: aterrorizando Colombia”, del británico Doug Stokes, director del Centro de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad de Exeter.

 

Es esta relación entre “ayuda” norteamericana, violaciones de derechos humanos, represión a gran escala y buen clima económico (para una pequeña élite corporativa local e internacional) lo que explica, a grandes rasgos, buena parte del drama colombiano, el que sin duda sirve también para comprender qué fuerzas le dan forma al resto de la región. El clima de inversión positivo “se logra asesinando sindicalistas, torturando y asesinando campesinos, sacerdotes, activistas en favor de los derechos humanos, y así sucesivamente…”. Vimos un claro ejemplo del método en acción cuando, luego de las desmovilizaciones de las FARC y el Tratado de Paz de noviembre de 2016, el asesinato de líderes sociales y activistas recrudeció en las zonas dejadas por la guerrilla y posteriormente tomadas por el Estado y sus paramilitares.

 

Una observación concluyente de Schoultz describe con precisión la realidad colombiana y latinoamericana desde la posguerra, extendiéndose hasta el siglo XXI con los “falsos positivos”: el objetivo del terror de Estado es “destruir permanentemente la amenaza para la estructura de privilegio socioeconómico mediante la eliminación de la participación económica de la mayoría numérica… las clases populares”.

 

Si existe alguna diferencia fundamental entre Colombia y la mayoría de Latinoamérica, esta se encuentra en que, en palabras del historiador colombiano Marco Palacios: “las clases gobernantes y dirigentes de la ‘república oligárquica’ nunca sufrieron derrota y, por tanto, su experiencia y sensibilidad políticas son bastante limitadas en eso de ponerse ‘en plan de iguales’” (UNDP Colombia 2003).

 

Como explica Stokes, las técnicas de coerción física y psicológica eran parte de la doctrina contrainsurgente promovida por Estados Unidos para los ejércitos latinoamericanos. La tortura era “parte legítima del arsenal contrainsurgente”. Para hacer tal afirmación, Stokes cita los manuales del Ejército norteamericano y sus agencias de inteligencia. Cabe recordar también que la anteriormente llamada “Escuela de las Américas” (EEUU), entrenó durante décadas a decenas de miles de militares latinoamericanos en contrainsurgencia, entre ellos al peruano Telmo Hurtado, perpetrador de la masacre de Accomarca, en 1985. La lista de exalumnos peruanos es larga e incluye a varios militares vinculados con el narcotráfico y masacres de civiles, como la de La Cantuta y Barrios Altos (Hermoza Ríos).

 

En el entrenamiento y manuales para el salvajismo, no existen los grises. No hay punto intermedio. En uno de los muchos manuales revisados por Stokes, figura que el objetivo primario de las operaciones de propaganda psicológica es la población civil. “Los civiles en el área operativa pueden estar del lado del gobierno o del lado del enemigo”. El británico hace hincapié en una deliberada extensión del concepto de subversión que iba más allá de los combatientes armados para incluir a grandes segmentos de la sociedad civil, vistos como potenciales colaboradores, lo que sirve también para entender el terror de Estado peruano perpetrado contra decenas de miles de civiles durante las décadas del 80 y 90.

 

Así, por ejemplo, algunos de los manuales norteamericanos de contrainsurgencia revisados por Stokes mencionan una serie de “indicadores de actividad insurgente”, los que “eran tomados como señales definitivas de subversión”. Estos iban desde la negativa a pagar la renta o algún préstamo dinerario, la caracterización de las fuerzas armadas como enemigos del pueblo o un clima de excitación entre los trabajadores, hasta el incremento en la actividad estudiantil, el incremento de artículos periodísticos críticos del gobierno, huelgas e incrementos de peticiones al gobierno, entre otras “peligrosísimas” actividades subversivas intolerables en una democracia.

 

En julio de 2018, Michael Forst, relator de la ONU, confirmó la tendencia tanto como su vigencia, al referirse al exterminio de líderes sociales: “Se enfrentan a campañas de difamación que buscan desacreditar su trabajo, asociándolos con la oposición política, acusándolos de tener nexos con los paramilitares o llamándolos antipatriotas, criminales e incluso traidores (…) También son estigmatizados por diversos sectores de la sociedad al llamarlos guerrilleros, informantes o personas antidesarrollo” (Semana, 12/07/18)

 

También es necesario aclarar que la tortura, a diferencia de lo que pinta Hollywood –que legitima su práctica bajo la consigna de “salvar vidas”, como en la ganadora del Oscar de 2012, “Zero Dark Thirty”–, no sirve tanto para conseguir información sino para amedrentar y aterrorizar al segmento social y político de donde se extrae al torturado.

 

El paramilitarismo fue otro aspecto incorporado en la ley colombiana durante varias décadas. En 1968, el decreto 3398 se convirtió en la “Ley 48”, y sentó las bases para la formación de escuadrones civiles que debían ser suministrados por el ejército con armamento restringido a civiles.

 

“(Los) irregulares civiles fueron centrales para las redes de inteligencia y el sistema designado para enlazar a los batallones en la I, III, VI y VIII brigadas con la población y autoridades, la policía y la fuerza aérea. Esta red de inteligencia fue aprovisionada y entrenada por EEUU” (Stokes, 2005).

 

Negación plausible

 

El paramilitarismo es una herramienta estatal que permite la “negación plausible”, una figura muy usada por el gobierno estadounidense para negar su participación en toda clase de fechorías. Los paramilitares serían, dice la versión oficial, actores ilegales fuera del control del Estado, dirigidos por su propia convicción ideológica y sus propios intereses rentistas. Un análisis medianamente profundo desbarata estas pretensiones, repetidas asiduamente por quienes podemos leer o escuchar en los medios masivos y muchos representantes de la academia. Hoy en día, incluso se intenta negar la existencia de paramilitares (oficialmente desbandados a partir de 2004) asegurando que se trata de “bandas criminales” (BACRIM). Los reportes periodísticos, por otra parte, dan a entender que la gran matanza colombiana es responsabilidad o consecuencia de las guerrillas, las que han ido evolucionando en el tiempo, pasando de ser “comunistas” a “narco-guerrillas” y luego a “narcoterroristas”.

 

La política exterior norteamericana definió estos términos: durante la Guerra Fría, cualquier disidencia caía bajo el paraguas de “comunismo”, aunque en muchos casos los “comunistas” proponían un capitalismo de corte nacionalista y proteccionista, como el que ha ejercido EEUU durante toda su historia. Ese fue el caso de Jacobo Arbenz, en la Guatemala de la década del 50 del siglo pasado. Cuando cayó la Unión Soviética, la guerra contra el “comunismo” dio paso a una nueva, la guerra contra las “drogas”, que luego sería reemplazada o complementada con la guerra contra el “terror”. Las distintas denominaciones les permitieron a muchos intelectuales apegados a las versiones oficiales asegurar la existencia de una “discontinuidad” en la política norteamericana sobre Colombia y partes de Latinoamérica. También permitió endosarle cierta legitimidad a sus políticas y objetivos, al oponerlos a problemáticas reales y cambiantes en el tiempo.

 

Lo que demuestra el trabajo de Stokes o el de Jasmin Hristov, de la Universidad de la Columbia Británica, Canadá, es que, si bien la retórica se fue adaptando a los tiempos y mentalidades propias de cada época, los objetivos reales fueron siempre los elementos civiles relegados que demandaban el respeto de sus derechos y el acceso a la res pública.

 

Pero la negación plausible solo funciona con la connivencia de la prensa tradicional, cuyos periodistas ocultan u omiten la realidad mientras confirman las declaraciones oficiales. Eso sostiene Nick Cullather, el historiador que la CIA contrató en 1990 para redactar –para consumo interno–, la historia del golpe de Estado norteamericano contra Guatemala, en 1954.

 

Según Cullather, en el caso guatemalteco, la negación del gobierno norteamericano sobre su participación en el derrocamiento de Arbenz fue “plausible” únicamente por el ocultamiento consciente realizado por los numerosos periodistas involucrados en la cobertura de los hechos y sus respectivos medios de comunicación.

 

¿Por qué el periodismo no nos informa de la realidad colombiana y, en su lugar, la oculta con su silencio y las versiones oficiales que repite? ¿Por qué nuestros diarios jamás editorializan –pase lo que pase–, sobre los países alineados con el orden económico y político norteamericano, mientras dedican extensas columnas a sus enemigos?

 

-Publicado el 14 de junio de 2019 en "Hildebrandt en sus trece", Lima, Perú. 

 

 

 

 

 

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/200465
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