Cuando la “gran prensa” pide permiso al gobierno

01/07/2019
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Un torpe “tweet” lo dice con todas sus letras. El New York Times (NYT) publicó el pasado sábado 15 de junio un revelador artículo en el que informaba sobre la escalada en ataques cibernéticos del gobierno de Donald Trump contra Rusia, teniendo como blanco la red eléctrica de ese país. Acorde a su estilo, Trump se lanzó de inmediato a contestarle al diario “récord” que la difusión de esa información constituía un “virtual acto de traición”. Su “tweet” fue respondido por otro, escrito por el departamento de comunicaciones del NYT, con bastante candidez:

 

“…Describimos el artículo al gobierno antes de su publicación. Como mencionamos en la nota, los oficiales de seguridad nacional de Trump dijeron que no había problema”.

 

La revisión y aprobación tácitas, por parte del gobierno –automáticamente “normalizadas” por el encargado de las comunicaciones del NYT en su ingenua respuesta–, ilustran la constante y cercana, casi simbiótica relación entre el poder político en el primer mundo y la corporación mediática.

 

El artículo sobre la ofensiva cibernética explica que “no había problema”, por parte del gobierno, con difundir la información, “quizá indicando que las intrusiones tenían la intención de ser notadas por los rusos”. Gracias al servicial “Times”, ahora serán notadas, dado que previamente no existían otras evidencias de un ataque contra la red eléctrica rusa, como también apunta la nota.

 

¿Quién vigila a The Guardian?

 

El otro medio de noticias en el banquillo es el británico The Guardian, de “izquierda liberal”, alguna vez contestatario. Una de sus recientes y notorias aventuras con la propaganda al servicio de oscuras agendas fue registrada en estas páginas recientemente. Luke Harding, uno de los más importantes periodistas de esa casa e invitado el año pasado a un festival cultural arequipeño, aseguró en un artículo de primera página (The Guardian, 27/11/18, impreso y digital), que Julian Assange, entonces exiliado en la embajada ecuatoriana en Londres, había sido visitado por Paul Manafort, lobista al servicio Trump. En una serie de actos de ilusionismo, el señor Manafort habría logrado colarse, más de una vez, dentro del consulado mejor vigilado del mundo en ese entonces, sin dejar huella alguna. Ninguna foto, ningún segmento borroso de las filmaciones de alguna de las muchas cámaras de seguridad apostadas dentro del consulado o afuera, en las calles de Londres, la ciudad con más cámaras de seguridad del mundo. El fraudulento artículo no ofrecía pruebas para su gran destape y, claramente, pretendía promover la hipótesis de un vínculo entre WikiLeaks y Trump (“Las fabulosas historias de Luke Harding”, 7 de diciembre, 2018).

 

Cuando estos fiascos llegan a publicarse, los editores y periodistas involucrados suelen tomarse unas breves vacaciones pagadas y apagar sus teléfonos: saben que pronto el evento caerá en el olvido, ya que el resto del aparato no lo cubre. Como informó entonces el periodista norteamericano Glenn Greenwald, cinco semanas después del falso “destape” de The Guardian aún no habían evidencias que lo sustentaran, tampoco respuestas por parte del medio y sus editores: “En lugar de responder ante este creciente escándalo… los principales editores de The Guardian y los reporteros de esta historia han pasado a la clandestinidad, ignorando cualquier pedido de comentarios” (The Intercept, 02/01/19).

 

Durante las filtraciones de Edward Snowden de 2013, en las que se revelaron varias tramas de espionaje internacional norteamericano ejecutadas por la National Security Agency, The Guardian perdió temporalmente la simpatía del Ministerio de Defensa británico al publicar la información clasificada que, como suelen alegar en estos casos, “amenazaba la seguridad nacional”. Pero la correa les sería rápidamente recortada de nuevo cuando David Cameron, entonces Primer Ministro, enviara a uno de sus asesores a avisarle a The Guardian que “mucha gente en el gobierno pensaba que deberían cerrarlos”. En julio de 2013, bajo coacción legal, el diario originario de Manchester tuvo que destruir los discos duros que contenían las filtraciones de Snowden en presencia de las autoridades (RT, 17/06/19).

 

En una carta posterior, revelada recientemente por el periodista Matt Kennard en su cuenta de Twitter, una dependencia del Departamento de Defensa británico le agradece a uno de los principales editores de The Guardian, Paul Johnson, por restablecer los lazos entre el diario y los servicios de seguridad del Estado. En 2014, resueltas las desavenencias con la Defensa británica, Johnson se integró como representante de su diario al comité encargado de emitir notificaciones oficiales de “seguridad” del Ministerio de Defensa, un cuerpo integrado por oficiales del gobierno y representantes de distintos medios.

 

Aquí es necesario un paréntesis: el gobierno británico posee una curiosa y añeja dependencia que regularmente envía notificaciones a los medios corporativos sugiriéndoles que la publicación de tal o cual información podría amenazar la seguridad nacional. La notificación no obliga al medio a censurar la información, solo lo invita a autocensurarse. Los probables castigos incluyen las coacciones ya descritas y más: los editores pueden ser enjuiciados en base a una ley anti-espionaje.

 

Gracias a un “continuo diálogo” entre el Ministerio de Defensa y los periodistas de The Guardian, explicaba uno de los documentos oficiales citados por Matt Kennard, se reestablecieron las buenas relaciones con el medio, y además, “gracias a los acuerdos de The Guardian con publicaciones aliadas en el extranjero para coordinar las publicaciones de material de Snowden, el consejo dado a The Guardian ha sido pasado al New York Times y otros, ayudando a guiar las revelaciones de esos medios”.

 

De primera mano

 

James Risen trabajó para el New York Times durante el 2003 y cubrió, entre otros asuntos, la invasión de Iraq. Luego de emanciparse del sistema corporativo, Risen habló sobre las muchas ocasiones en las que sus editores en el diario “récord” dejaron de publicar sus notas por pedido del gobierno norteamericano. “Se sentía como si no quisieran las historias que escribía… no querían escuchar. Escribí varias historias críticas de la (información de) inteligencia previa a la guerra (de Iraq), y simplemente las cortaban o las ocultaban, o las retenían por largos periodos de tiempo”.

 

Otro periodista independiente, recuperado de la corporación, es el británico Jonathan Cook, quien tampoco tiene una opinión halagadora de su anterior empleador, The Guardian: “Hay varias razones –explica Cook–, la primera… tiene que ver con la estructura general del sistema mediático corporativo, incluyendo a The Guardian. Está diseñado para excluir casi a cualquier voz profundamente crítica, las que podrían alentar a los lectores a cuestionarse sobre la base ideológica de las sociedades occidentales y el verdadero rol de las corporaciones que dirigen estas sociedades y sus medios”.

 

Volviendo al NYT, Risen y otros reporteros de ese medio empezaron a escuchar detalles del programa de espionaje masivo e ilegal de la National Security Agency norteamericana hacia el 2003, una década antes de las revelaciones de Snowden. Entonces, el gobierno de George W. Bush destruía Iraq. En continua coordinación con los directores de la CIA y otros operarios de alto rango del aparato de Defensa norteamericano, los editores del NYT impidieron la publicación de estas primicias, siempre bajo el alegato de la seguridad nacional. En 2004, Bush competiría con John Kerry para reelegirse como presidente de EEUU. Como explica Risen, la revelación le habría complicado la carrera.

 

Risen luego transformaría su frustración en un libro que detalla su relación con el New York Times y sus observaciones sobre la cantidad de control que los burócratas de la seguridad nacional logran sobre la información periodística. Su libro sobre el espionaje gubernamental suscitaría largas investigaciones gubernamentales sobre sus fuentes, amenazándolo con cárcel si no las revelaba. Por supuesto, Risen nunca lo hizo. El periodista comenta también que, cuando su libro sobre las escuchas de Bush iba a ser publicado, sus editores en el NYT se pusieron furiosos. No tuvieron otra alternativa que resignarse a publicar en sus páginas la información previamente censurada, pero que ahora Risen iba a publicar por su cuenta de todos modos.

 

Así, dos años después de conseguir la información sobre el espionaje ilegal, en 2006, Risen logró publicar en las páginas del New York Times su reportaje al respecto.

 

Irónicamente, él y su coescritor ganaron el premio Pulitzer para el NYT por este reportaje. Entre sus obvios efectos positivos, la nota, “suscito un debate nacional sobre los límites entre la lucha contra el terrorismo y la protección de los derechos civiles” (eso opinó el comité a cargo del Pulitzer. Democracy Now, 05/01/18).

 

Quizás Hollywood lleve alguna vez esta historia al cine para reafirmar, en el ideario popular, la “combatividad” del periodismo corporativo y su costumbre de “decirle la verdad al poder”. Los protagonistas serán los corajudos editores y alguno de sus multimillonarios dueños. Tal como sucedió con la famosa “The Post”, la película de Steven Spielberg sobre la publicación de los “Pentagon Papers” por el Washington Post en la década del 70. Estas historias de supuesto “coraje periodístico” suelen ser tergiversaciones hechas para mostrar como regla de conducta aquello que no es más que una excepción a la regla.

 

-Publicado en Hildebrandt en sus trece, viernes 28 de junio de 2019

 


 

https://www.alainet.org/es/articulo/200739
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