Ecuador y la tragedia de la petrodependencia
- Análisis
El pasado 1º de octubre el gobierno ecuatoriano anunció una serie de medidas económicas que, según su ministro de economía y finanzas, Richard Martínez, responden al acuerdo alcanzado en febrero pasado por el gobierno con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Las medidas son varias, pero la que generó mayor conmoción fue la eliminación de los subsidios a los combustibles: manifestaciones callejeras, paro del transporte, represión policial y hasta la declaración del “estado de excepción”, que limita significativamente las libertades y los derechos ciudadanos.
No es la primera vez que una situación de este tipo se presenta en América Latina. Y tampoco es exclusividad de la región; recuérdese por ejemplo el caso de los chalecos amarillos en Francia. Pero hay al menos un par de antecedentes recientes que han tenido como consecuencia una oposición importante reflejada en las calles, con varias similitudes a lo que acontece hoy en Ecuador: paro del transporte, manifestaciones populares, violencia en las calles, saqueos y represión policial.
El 26 de diciembre de 2006 el presidente Evo Morales de Bolivia dictaba lo que, al igual que ahora en Ecuador, se conoció como el “gasolinazo” una medida que elevaba el precio de las gasolinas entre un 57% y un 73% y el diésel en 82%. El segundo caso ocurrió el 1º de enero de 2017, cuando el gobierno de Peña Nieto en México decretaba otro “gasolinazo” con el aumento de los impuestos a los combustibles que provocaron una suba de entre 14% y 20% para los precios de la gasolina y 16% para el diésel. En ambos casos la razón principal para la imposición de medidas tan impopulares fue equilibrar las finanzas fiscales agobiadas por la transferencia de recursos al consumo de combustibles. Las recientes medidas tomadas por Lenín Moreno, que elevan en 24% el precio de las gasolinas y 120% el diésel tienen las mismas razones: más allá de la imposición de las condiciones del FMI, estas están sustentadas en el desequilibrio fiscal del país.
Los debates en torno a estas crisis son variados y los argumentos a favor y en contra son múltiples: la transparencia de precios, las condicionalidades externas, los balances fiscales, el costo social, el derecho al acceso a la energía, los subsidios a los sectores populares, entre otros. Sin embargo en todos los casos se trata de manejar las tensiones entre dos objetivos que empujan en sentidos opuestos: el equilibrio las cuentas fiscales por un lado, y por el otro, la existencia de un combustible barato para sostener el crecimiento de la economía.
Este es el nudo del problema en cualquiera de los casos analizados. Las escaramuzas políticas pueden resaltar aspectos diferentes, por ejemplo, la incidencia de las condiciones del FMI en el caso ecuatoriano, o la mala gestión de PEMEX en el caso mexicano. Como toda crisis, esta se vuelve un campo de batalla privilegiado para sacar a relucir las diferencias ideológicas y partidarias entre los distintos actores políticos y ganar adeptos para sus causas. Pero estos son elementos superficiales, detalles anecdóticos y periféricos al problema central que es, que el crecimiento económico (y con él, el trabajo, la calidad de vida y la prosperidad) no se puede sostener si los precios de la energía son los “reales”, es decir, aquellos que reflejan los costos de su producción.
El caso ecuatoriano
Ecuador, al igual que Bolivia y México, es un país petrolero. Desde principios de siglo se extrae petróleo con fines comerciales aunque dio un salto sustancial en 1972 cuando, en una ceremonia histórica, el primer barril de crudo llegó a Quito en andas de un desfile estudiantil tras un discurso presidencial y el fondo musical de las marchas militares. La producción fue creciendo desde entonces hasta que en 2018 produjo 27 millones de toneladas de crudo, un nivel de producción que mantiene relativamente constante desde hace al menos 15 años.
Para poder lograrlo, los sucesivos gobiernos ecuatorianos tuvieron que avanzar sobre la selva amazónica ocasionando graves consecuencias ambientales y sociales. Solo la empresa Texaco provocó unas pérdidas que fueron evaluadas por tribunales judiciales en 18 mil millones de dólares. Pero aún después de esa amarga experiencia, la producción petrolera siguió avanzando sobre territorios indígenas y sitios de rica biodiversidad como el Parque Nacional Yasuní -una de las mayores reservas ecológicas del mundo, donde viven aún pueblos no contactados- para poder sostener esos niveles de producción.
El petróleo ha representado en torno al 10% del PBI nacional y casi el 40% de los ingresos fiscales del Ecuador en los últimos años. No obstante, los subsidios a los combustibles han sumado más de 50 mil millones de dólares entre 2005 y 2018, una cifra equivalente al 50% del PIB de 2018. Esto sin contar los costos ocultos derivados de los impactos ambientales no contabilizados. Además del caso ya comentado de Texaco, según datos del Ministerio del Ambiente ecuatoriano, la media de accidentes asociados a la producción petrolera entre 2000 y 2010 fue de casi 50 al año. En mayo del 2013, un derrame de petróleo en el Oleoducto Transecuatoriano vertió más de 11 mil barriles de crudo a orillas del río Coca provocando un desastre ambiental que llegó hasta el territorio peruano. En 2015 otro estudio del Ministerio del Ambiente relevó 659 pasivos ambientales derivados de la explotación petrolera solo en la provincia de Sucumbíos. Estos costos ambientales, muchos de los cuales son monetarizables, nunca son incluidos en las cuentas fiscales del petróleo.
En 2018 en Ecuador se consumieron 11 millones de toneladas de crudo (menos de la mitad de lo producido), 50% más de lo que consumía diez años atrás. La mayor parte del aumento del consumo se debe a la duplicación del parque automotor que pasó de 989 mil unidades en 2008 a 2,2 millones diez años después. La mitad del petróleo que consume Ecuador se destina al transporte.
La trama de fondo
La crisis actual de Ecuador, así como en Bolivia y México antes, son el reflejo de una tensión creciente entre las necesidades energéticas y la capacidad de oferta de energía. Algo que no ocurre solamente en estos países sino que es un problema central para todos, o casi todos, los gobiernos del mundo. La economía es dependiente del combustible barato; particularmente del petróleo barato. No es casual que los sectores transportistas hayan sido el primer lugar del estallido tanto en Ecuador como en Bolivia y México. El mayor precio de los combustibles implica un aumento de todos los precios de la economía porque el transporte es imprescindible para mantener la actividad. Desde asegurar el traslado de cada trabajador a su lugar de trabajo, hasta el acceso a los insumos industriales para la producción o mantener en funcionamiento toda la cadena de distribución.
Pero además de esta faceta objetiva, concreta de la economía, hay otra subjetiva e igual de relevante. El número de automóviles particulares en circulación ha sido uno de los indicadores privilegiados para señalar la bonanza económica de los países y la mejora de la calidad de vida de los ciudadanos. El aumento de la venta de vehículos particulares es frecuentemente presentado como un indicador de la salud del desarrollo de los países y alcanzar la tenencia de un automóvil es una señal de la prosperidad de una familia.
El automóvil particular se vuelve entonces una necesidad, porque el entramado económico, laboral y social de las personas se ha construido sobre la base del uso del automóvil. Las personas trabajan lejos de donde viven, organizan su esparcimiento contando con la movilidad del automóvil, etc. Y quienes aún no han accedido al automóvil particular propio, no dejan de soñar con alcanzar el objetivo en el plazo más corto posible. Limitar el uso del automóvil por la suba del combustible es vivido como un deterioro profundo de la calidad de vida para quienes ya lo poseen y un amargo ataque a las esperanzas de quienes aguardan ansiosos su turno en la mesa de entrada de la clase media. Y el automóvil es solo un ejemplo, tal vez el más paradigmático, de una calidad de vida que depende de una energía cada vez más costosa.
Este es el problema central: la economía actual y el estilo de vida de la sociedad moderna no es posible de sostener en ausencia de un petróleo barato. Eso queda en evidencia cada vez que por alguna razón los precios internacionales del petróleo se disparan; inmediatamente el crecimiento económico se detiene, el PIB cae y en los países más vulnerables a estas variaciones, esto produce estragos.
Si el tipo de desarrollo proyectado hacia el futuro en los países latinoamericanos se propone sostener y profundizar la dinámica económica actual, va a ser necesario destinar muchos recursos fiscales a mantener bajos los precios de los combustibles. Porque el costo de la producción petrolera será cada vez mayor. Más allá de las eventuales variaciones coyunturales, la tendencia será al aumento, por la sencilla razón de que los petróleos que van quedando en reserva en el mundo son cada vez más difíciles de extraer o procesar. Los petróleos de esquisto, los ultramarinos, los extrapesados, etc., tienen un costo de producción mayor que el de aquellos petróleos que hemos disfrutado en décadas pasadas.
Consecuentemente es bueno que la población vaya haciéndose a la idea que tener un combustible barato implicará financiarlo a partir de impuestos que deberán salir de algún lado. Estos impuestos podrán ser mejores o peores desde el punto de vista de la distribución social de la carga, pero los requerimientos fiscales con estos fines serán cada vez mayores. Si se quiere mantener la dinámica del crecimiento para alimentar una calidad de vida como se entiende en la actualidad habrá que pagar ese precio.
La otra opción es reorientar la economía de una manera que las sociedades puedan ser menos dependientes del petróleo. Esto implicará reordenar todo el sistema productivo, las expectativas de consumo de la población y hasta los valores sociales. Esto no será sencillo.
Pero tampoco será sencillo sostener el crecimiento económico con un costo energético en aumento. El debate es mucho más profundo que discutir si el gobierno es más o menos de derecha o más o menos de izquierda o si las medidas son más o menos neoliberales o más o menos progresistas. Vivimos en una sociedad petrodependiente en tiempos de petróleo caro, y sostener o eliminar la dependencia requerirá de muchos esfuerzos.
-Gerardo Honty es analista de CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social)
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