El Estado-nación y la conciencia histórica de los pueblos
- Opinión
El Estado-nación, tal como lo conocemos en el contexto de la Modernidad heredada de Europa -especialmente desde finales del siglo pasado, producto del nuevo enfoque de las guerras imperialistas emprendidas por los distintos gobiernos de Estados Unidos, invocando para ello una guerra infinita contra el terrorismo internacional y que les ha servido de excusa para todo, incluso para controlar a su población interna- tiende a ser víctima de un propósito de desmantelamiento o de reconfiguración, más ajustado a la aspiración de las grandes corporaciones transnacionales de establecer y dominar un mercado global uniforme. Cuestión que se ha visto reflejada, más que en cualquiera otra región del orbe, en Oriente Medio donde las tropas combinadas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, con apoyo de Israel y del ejército de mercenarios del Daesh, han invadido diversos territorios y derrocado gobiernos, contribuyendo así a mantener ahí una situación de convulsión constante, de indudables implicaciones mundiales al sumársele la presencia rusa y china.
Para las grandes corporaciones transnacionales capitalistas es de vital importancia que el Estado-nación continúe siendo guardián y asegurador del modelo económico que ellos representan. Esto les ha llevado a respaldar, con todo el historial de corrupción, negligencia y violaciones de derechos humanos a sus espaldas, a regímenes que privilegien sus inversiones, llegándose al caso de contar con empresarios convertidos en presidentes de sus naciones, ubicados por encima del ámbito político tradicional. Esto trae como consecuencia que un vasto sector de la población mundial esté confrontando -desde trincheras distintas- las medidas económicas neoliberales de tales regímenes, de tal forma que es un rasgo característico de la realidad contemporánea. Ello ha puesto en evidencia una crisis estructural de grandes proporciones. Sin embargo, como efecto de la reiteración del discurso oficial que la niega, ésta termina por aceptarse como una crisis coyuntural que sólo exige la aplicación de algunas fórmulas puntuales en materia económica para que pueda ser superada, aun cuando esto signifique reducir o coaccionar los derechos políticos y ciudadanos en favor del mercado, en abierta coincidencia con lo afirmado por Henry Kissinger en cuanto a que “si hay que elegir entre sacrificar la economía o la democracia, hay que sacrificar la democracia”. Como se hiciera en Chile en 1973.
Para que todos sus objetivos sean alcanzados, quienes rigen el sistema capitalista mundial requieren que las personas se despojen, consciente o inconscientemente, de la conciencia histórica que les pudiera ayudar a distinguir -de un modo preciso- todo aquello que atente contra los intereses comunes o colectivos, lo que da lugar a una incomprensión inducida del pasado y a una continua fascinación por lo que se considera moderno.
Así, el desdén que muestran muchos individuos por la historia y los asuntos políticos les induce a negar su responsabilidad en el desarrollo y la calidad de sus propios destinos, tanto en lo personal como en lo colectivo. Esto, por otra parte, influye en su falta total de iniciativa y de rebelión consciente, sin acciones firmes encaminadas a impugnar a profundidad el orden establecido, en lo que muchos de ellos perciben como acciones estériles contra un destino fatalmente preestablecido y, por consiguiente, irreemplazable.
El pesimismo precedente, sin embargo, no es ni debe representar una condición insuperable. Más bien debiera verse como la constatación del inmenso reto que ello supone, permitiendo crear las condiciones germinales de un tipo de autoconciencia que esté orientado -entre otras cosas fundamentales- a la transformación estructural del Estado, la garantía cierta de la soberanía popular y la emancipación integral de todas las personas, sin menoscabo de su singularidad.
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