Pánico, desigualdad o estilo de vida: elija su propia muerte
- Opinión
El alarmismo, los rumores y el sensacionalismo venden muy bien. El caos crea beneficios empresariales y financieros. Con el coronavirus bautizado como COVID-19 la histeria cotidiana es portada en todos los medios de comunicación. Muerto a muerto, el que más y el que menos acumula cada día una pequeña y nueva dosis de miedo a la ya vieja de ayer. A mayor miedo, mayor vulnerabilidad individual, social y política.
Se habla a media voz de conspiración de las elites internacionales, de arma biológica en periodo de prueba clínica. Las Bolsas caen entre el 5 y el 10 por ciento de su valor. Italia aísla comarcas y ciudades enteras; España, barrios. Francia y Alemania estudian prohibir reuniones públicas cuyo aforo previsto sobrepase las 1.000 personas. Se filtra que expertos científicos que asesoran al gobierno de Boris Johnson auguran que COVID-19 matará directa o indirectamente entre 100.000 y 500.000 personas en el Reino Unido.
Ahora se registran 100.000 infectados a escala internacional y alrededor de 3.500 muertos. La histeria y el miedo que subyacen son muy similares a los que afloraron con la expansión del SIDA. Según la revista Nature, de las pocas cosas ciertas que se conocen es que COVID-19 comparte el 96 por ciento del genoma del coronavirus propio de los murciélagos, esto es, parece claro su origen animal que ha mutado al alojarse dentro del cuerpo humano.
El neoliberalismo de las últimas décadas está dejando un panorama internacional convulso y devastador. Tantas son las amenazas geopolíticas (globalidad que provoca mayor desigualdad e indigencia, calentamiento climático que pone en entredicho el crecimiento capitalista sin cordura ni cortapisas legales, el imperio USA a la deriva dando coletazos guerreros a diestra y siniestra, ascenso brutal de China adoptando los peores defectos del capitalismo clásico) que esta crisis pandémica de la rabiosa actualidad servirá por acción u omisión para reconfigurar el mundo del inmediato futuro. Otra vez, una vez más, bajo el patrocinio del Capital.
Las crisis y el caos son vías extraordinarias para controlar socialmente las poblaciones, para desvirtuar o condenar sus reivindicaciones más urgentes o radicales y para derechizar las políticas estatales. Las elites siempre sacan partido de los malos momentos: una pandemia también ofrece a los mercados oportunidades para elaborar productos ad hoc y crear servicios mágicos de una chistera fantástica obteniendo así réditos nuevos de dolores y necesidades ajenos, tal es el leit motiv del catecismo capitalista: donde hay necesidad (creada artificialmente mediante mercadotecnia o de origen natural) siempre existe la posibilidad de un yacimiento de explotación y pingüe beneficio. Privatizar el caos y la necesidad humanos es la máxima de la inversión en capital.
Morirse de viejo cada vez resulta más complicado. Completar una vida feliz en ausencia de riesgos eludibles está al alcance de cada vez menos individuos en el mundo. Empieza a ser habitual en el régimen instaurado por la globalidad, sin contar guerras o conflictos bélicos endémicos, llámese capitalismo o neoliberalismo, morir de causas evitables o arrastrar enfermedades más o menos incapacitantes desde la mitad de la vida (o incluso mucho antes; ser paciente es una categoría que puede adquirirse en el mero hecho de nacer) hasta el adiós definitivo. Lo normal es que todos estemos enfermos de alguna patología oficial u oficiosa: depresiones, neurosis, ludopatías, síndromes, sobrepeso, filias y fobias sexuales y otras a montones, dependencias psicológicas o físicas varias, afecciones de nuevo cuño... El etcétera es asombroso gracias a un sobrediagnóstico médico fabuloso y a un caldo de cultivo publicitario sideral: tener buena salud es una rareza bajo sospecha. La medicina privada y los emporios farmacéuticos reciben este caudal de malestar con los brazos abiertos.
Lo que no es noticia cotidiana, salvo ráfagas de titular que duran un suspiro, es que la desigualdad mata a millones de personas cada año, cada día, cada segundo. Lo vemos de pasada, a contracorriente: ni cognitiva ni emocionalmente nos entra en la conciencia activa más allá de una limosna para justificar la ansiedad privada o una lágrima furtiva.
Los datos de UNICEF, el organismo de la ONU de ayuda a la infancia, son escalofriantes; tal vez su dimensión tan dramática sea inasumible para el cerebro humano normal y normalizado por el sistema. Muy cerca de 9 millones de personas mueren anualmente en el mundo por enfermedades o causas asociadas al hambre y la malnutrición severa: 24.000 óbitos al día, de los cuales 5 millones y medio son niños y niñas menores de 5 años. Echemos esta cuenta macabra de modo más impactante: cada 24 horas mueren por hambre y sed 15.000 infantes; el cómputo de bebés que nunca llegarán a cumplir un mes es de 7.000 día a día. ¿Hay responsables o culpables de esta situación? En efecto, el silencio es atronador.
La violencia de género se cobra al año 50.000 vidas de mujeres y niñas, 137 al día. Son estimaciones de ONUDD, Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. La mitad de las víctimas de este feminicidio mundial son asesinadas por sus parejas o familiares próximos. El hogar suele ser la tumba de esta lacra machista que, a pesar de la lucha feminista al alza, no cede de manera significativa en muchas sociedades colonizadas por el neoliberalismo central preconizado por Washington-Bruselas y tampoco se erradica del todo en países occidentales de costumbres en apariencia más avanzadas. La mente colectiva machista sigue anidando en parajes y hábitats muy diversos del mundo global, por tanto, estamos ante una pandemia de contacto cultural extremadamente nociva que se actualiza tanto en palacios de alta alcurnia como en arrabales de la periferia. ¿Por qué los medios de comunicación no informan en cada telediario de las muertes anuales que se producen a nivel internacional bajo el rubro violencia de género?
Otro vector de muerte actual con incidencia colosal son los fallecimientos ligados al estilo de vida impuesto por el capitalismo unipolar de nuestra época. La OMS, Organización Mundial de la Salud, informa que el binomio tabaco y alcohol tomado en su conjunto provoca unas 10 millones de muertes anualmente en todo el mundo. Ni más ni menos que 27.000 personas masacradas al día por un hábito social histórico. Acostumbrados al humo y al trago desde edades muy tempranas, por transmisión y apego cultural, el hábito hace al monje fumador y bebedor. Lo contrario, ser abstemio y/o no fumador era hasta hace pocas décadas inusual o mirado con cierto sesgo de reproche silencioso, sobre todo en conductas masculinas.
Otrosí: datos confeccionados por European Heart Journal en un estudio reciente consideran a través de modelos matemáticos complejos que al año se registran en el mundo cerca de 9 millones de muertes prematuras por respirar el aire contaminado de nuestras ciudades, 24.000 fallecimientos diarios. El negacionismo visceral y los intereses corporativos censuran este tipo de noticias para poner a buen recaudo sus paraísos fiscales y márgenes de beneficio astronómicos. El capitalismo jamás podrá refundarse desde las alturas políticas financieras ni desde los Davos o Wall Street de turno.
Los nazis ponían a la entrada de sus campos de exterminio el lema Arbeit macht frei, el trabajo os hace libres. Ya sabemos lo que escondía esa falsa filosofía. Es menos conocido popularmente que los accidentes laborales y las enfermedades catalogadas como profesionales agregan a la montonera estadística de la letalidad internacional otros 2,8 millones de trabajadores y trabajadoras, unos 7.600 decesos cada jornada. Son números de la OIT, Organización Internacional del Trabajo. El trabajo continúa matando, más aún donde los derechos laborales brillan por su ausencia. La crisis económica manifestada con estrépito en 2008 ha empeorado asimismo la seguridad en países del orbe opulento.
Otro capítulo casi marginal de este obituario singular son los suicidios. Los datos de la OMS apuntan a que cada año se quitan la vida 800.000 personas en los cinco continentes, a un promedio de 2.200 por día. Son personas que no desean vivir. Se desconoce sus porqués y sus deudos en general llevan con vergüenza y culpabilidad a esos occisos que han levantado la mano sobre su propia integridad. El estigma social que conlleva ser allegado de un suicida hunde sus raíces en atávicas simas de la mente humana, aunque también es verdad que muchas religiones como el cristianismo han proscrito a estos individuos que atentan contra la voluntad suprema de su dios omnipotente: él da la vida, él se la lleva. En cambio, si es en guerra santa contra el infiel la inmolación de los musulmanes es un honor que recibirá su preciosa compensación en la eternidad. Los famosos kamikazes japoneses de la segunda conflagración mundial eran también figuras positivas en la cultura nipona. Por tanto, el suicidio puede ser causado por causas múltiples: impotencia íntima, malestar psíquico, motivaciones religiosas, tradiciones ancestrales, causas irracionales...
Prosigamos con la contabilidad mortal vinculada al modus vivendi capitalista. Un gesto tan vulgar como llevarse una vianda a la boca entraña igualmente riesgos muy elevados. La OMS estima que las intoxicaciones alimentarias son responsables de más de 400.000 muertes anuales o lo que es lo mismo, alrededor de 1.100 al día. Un bocado nefasto puede surgir en cualquier cadena alimentaria y sortear entramados legales demasiado laxos con la mínima seguridad en los procesos de producción de alimentos frescos de consumo inmediato o para envasados de uso diferido. El malvado microbio patógeno es un protagonista subliminal encarnado en roles muy específicos del cine futurista. El microbio siempre es el otro, el extraño que aguarda agazapado su ocasión de hacerse con el orden establecido: de ahí la xenofobia, el racismo, el clasismo.
Tampoco viene mal asomarse a las epidemias en vigor, las otras epidemias alternativas, que no ocupan espacio, excepto en noticias de consumo rápido sin soporte analítico, en los media de gran alcance internacional. Son informaciones procedentes de bancos de datos de la OMS recogidas a vuelapluma en la prensa o en internet. Citamos solo algunas epidemias o pandemias para contrastarlas con el coronavirus COVID-19 de ahora mismo. Son números a escala mundial. De gripe común mueren 650.000 personas al año, casi 1.800 diarias. De paludismo, cada año 400.000 seres humanos, por encima de 1.000 cada día; de cólera, 100.000 anualmente, más de 270 al día; y, como colofón de esta secuencia aleatoria, del mítico sarampión, se cuentan 90.000 fallecidos al año y muy cerquita de 245 decesos diarios. Son informaciones que se hurtan a la opinión pública sistemáticamente.
Con todo lo expuesto, es probable que aún nos queden dudas acerca de qué se muere la gente en el mundo cada día. La lectura crítica de tanta estadística mortuoria resulta clamorosa y escandalosa: en el siglo XXI se sigue muriendo de pobreza, por ser mujer, por ser niña o niño, por racismo, por explotación laboral, porque el capitalismo tiene sed insaciable de beneficios monetarios pero no hambre genuina de igualdad ni de justicia. Este aspecto transversal y multifacético de la muerte universal no suele aparecer en los principales media mundiales: los emporios transnacionales de comunicación forman parte del problema, son empresas que viven de la alarma, el caos y el miedo colectivo. Sus accionistas participan en otras industrias que necesitan todas ellas distorsionar la realidad a su medida ideológica: la presunta libertad de mercado como mantra y la democracia de la propaganda teledirigida como único método o modelo de viabilidad política.
Elija (es un mal-decir adrede, purita retórica de aliño) a la carta su propia muerte: morirse de miedo, fallecer por desigualdad manifiesta o palmarla a la última moda neoliberal. El libre mercado hace negocio de cualquier nicho de necesidad, cuanta más necesidad-demanda el negocio-oferta será más redondo.
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