Moral innata y gestión política del conflicto social
- Opinión
Todas las personas de todas las culturas nacemos con una moral básica universal, que con el aprendizaje concreto adquiere las particularidades diferenciadoras o intrínsecas de cada etnia, país, pueblo, sociedad o territorio del planeta Tierra. Es decir, dicho sin ambages, no hay persona sana que venga al mundo que no contenga entre su manual o software de origen los fundamentos o conceptos preliminares para distinguir una acción buena de otra mala, tanto en conductas propias como ajenas. El desarrollo y la imitación actualizan y fijan los pormenores culturales distintivos pero siempre partiendo de una base común al ser humano tomado como principio de su peculiar constitución orgánica.
Tal teoría, todavía en ciernes o dando sus primeros pasos como corpus doctrinal probado, es defendida por algunos biólogos evolucionistas, entre otros el prestigioso científico Marc D. Hauser, que ha trabajado directamente con Noam Chomsky, padre de la revolucionaria en su tiempo gramática generativa, la cual por analogía en sus presupuestos generales ha sido adoptada por Hauser en su novedosa línea de investigación sobre moral y ética. Esta senda abre y explora horizontes, aún bastante especulativos, acerca de la moral social y las conductas éticas individuales, asuntos de enorme enjundia que requerirán esfuerzos adicionales muy importantes en las próximas décadas.
Mitos que van cayendo
La gramática generativa de Chomsky derribó el mito de lenguas de primera categoría y de segunda clase. Antes se reservaba la etiqueta premium, por así expresarlo, a los idiomas de ámbito occidental y de prestigiosos imperios históricos: árabe, chino, japonés, hindi... El resto, lenguas vernáculas de la periferia colonizada, incluso de antiguos pueblos autóctonos desplazados o masacradas por el hombre blanco, quedaban reducidas a formas de hablar inferiores o dialectos esquemáticos de salvajes o bárbaros subhumanos incapaces de elevarse a la razón suprema de los rostros pálidos.
El desciframiento del genoma humano deshizo asimismo otro mito, aquel que defendía la excepcionalidad del hombre en el reino animal y las diferencias cualitativas entre supuestas razas humanas. La secuencia de genes desvelaba que compartimos información similar, en porcentajes muy variables, con cualquier criatura de la naturaleza. Somos animales adaptados a nichos ambientales y culturales muy precisos, desconociéndose adonde nos llevará la evolución descrita por Darwin desde la sopa precursora de las pioneras bacterias u organismos unicelulares. Por ende, cabe afirmar con rotundidad que el racismo no tiene base científica donde sostenerse: otro mito a la basura preconizado por las ideologías supremacistas aunque sigue habiendo reticentes y relapsos que todavía se resisten a la jubilación.
El tercer mito que puede caer más o menos en breve es el que asegura que no hay preceptos morales de carácter universal, el sálvese quien pueda del capitalismo más agresivo y cutre. De alguna manera colateral lo inauguró en la época moderna Dostoyevski con su duda existencial resumida en la frase “si dios ha muerto, todo está permitido”. Nietzsche recogió esa incertidumbre y la transformó en un axioma irrefutable: “dios ha muerto”. Ambos pensadores basaban sus ideas, desde perspectivas dispares, cristianismo versus ateísmo, en la religión, ese sentir que los historiadores y antropólogos hallaban en todas las culturas, étnicas o avanzadas según la terminología decimonónica de la época, infiriendo que el homo sapiens y antecesores eran por definición inapelable homo religious por excelencia. La moral innata podría decretar el fin de ese mito tan recurrente, eterno, nocivo y devastador para el desarrollo verdaderamente libre de las sociedades humanas: no estamos predestinados a la beligerancia sangrienta sin cuartel de todos contra todos hasta la hecatombre final. Ya Kropotkin en su obra El apoyo mutuo abría una interpretación alternativa a favor de la cooperación natural dentro de distintas especies animales e incluso encontrando vestigios de colaboración interespecies. Corolario: la religión y la moral son fenómenos distintos; la moral es autónoma e independiente del hecho religioso en sí.
Si se confirmase la hipótesis de una moral común humana el surgimiento de un solo Ser Humano sería un evento absolutamente histórico e iniciático de una era nueva y, como tal, contingente, una causalidad y casualidad plural, evolucionista, histórica, social, cultural y política. El maniqueísmo de buenos y malos, avanzados y salvajes, se derrumbaría para siempre por su propio peso de falsedad interesada.
De la succión infantil a la razón madura
Siguiendo el derrotero que nos hemos propuesto vendría bien detenernos someramente en el desarrollo psicológico normal desde que nacemos, asunto poliédrico sobre el que existe un amplio consenso científico.
Con las primeras luces extrauterinas, el bebé cuenta con ya con dos reflejos innatos: chupar y coger, esta segunda habilidad de manera progresiva según va sacudiéndose de la oscuridad de la que procede. Más tarde, tres o cuatro meses y tiempo después, el perímetro vital del infante se ensancha, empieza a distinguir entre lo suyo propio y lo que pertenece a otros, a apetecer y rechazar, a diferir deseos, a sentir tibias e incipientes descargas de placer y displacer. El deseo y las pasiones de los antiguos o los sentimientos modernos toman y hacen cuerpo en su devenir y alrededores cotidianos.
Salir de ese coto del instinto y de la etapa de prueba y error conlleva entrar, aprender y asumir que hay una realidad compleja y heterogénea que debemos compartir, que se nos opone de algún modo, y que puede resultar frustrante si no adaptamos nuestra conducta a los otros o no tenemos en cuenta los deseos de nuestros semejantes. Nosotros mismos deberemos tomarnos como objeto real y aprender a dialogar con nuestra conciencia. Esta fase es lo que los expertos denominan principio de realidad, esto es, el contexto de complejidad que irá sumando ítems día a día: deseos, imitaciones, éxitos, frustraciones, experiencias tangibles e imaginarias, tensiones, competitividad, conflictos de interés, afán de cooperar, negociaciones, práctica política en toda la extensión de la palabra.
En todo ese decurso hemos ido aprendiendo también a dilucidar lo que es bueno y lo que es malo, al igual que los conceptos de altruismo, justicia, egoísmo, envidia, ambición, amor, odio e inmoralidad. Eso sí, de acuerdo con la moral innata o universal defendida por Hauser y otros autores, aprehendida y actualizada en contacto con el resto de individuos de cualquier sociedad dada.
Cabría aventurar que la secuencia vital hasta la madurez sería grosso modo desear, sobrevivir, hacer mío el placer, alejar el displacer, conocer que no estamos solos, sentir la realidad como posibilidad y límite, aprender, imitar e innovar, competir y cooperar, negociar y hacer política. Resumiendo, del egoísmo a la cooperación pasando por interiorizar el principio de realidad al tiempo que valoramos éticamente las conductas propia y ajena siquiera sea de modo tosco o superficial.
Ese proceso, no cabe duda, deviene conflictivo, es histórico y cultural, contradictorio al uso marxista. Esa contradicción inherente entre sujeto y objeto-realidad provoca el crecimiento mental hacia equilibrios de superior grado, y así sucesivamente. Sin contradicción no habría ni movimiento físico ni curiosidad o apetito intelectual. La apatía desiderativa y la no-contradicción serían poco más que mera existencia instintiva, automática: de ella no habría emergido ningún cerebro similar al humano de nuestros días.
¿Pregunta sin respuesta?
Una pregunta pertinente e inquietante: ¿todos los seres humanos vemos o percibimos las mismas injusticias en hechos idénticos y tenemos un sentido ideal de la justicia o equidad parecido o equivalente?
Aunque sea una osadía, nos inclinamos a pensar que sí. La verdad o mentira de esta afirmación no puede ser probada fehacientemente, por tanto transitamos por arenas movedizas apodícticas.
A nadie puede escapar que solo en la vida, habitando el solipsismo y la autarquía más extremos, la existencia del humano primitivo era pura y cruenta batalla sin ningún instante de solaz. A pesar de esa situación descrita, nadie hubiera podido inhibir en ese ostracismo de individualidad radical la capacidad innata de reproducirse: está ahí, es una llamada incontrolable. Por tanto, el otro es imperiosamente necesario: cooperar es la estrategia más adaptativa, la mejor si el instinto prima la supervivencia de la especie.
Otra argumento que avala la afirmación anterior es que el sucinto acto de compartir, todavía sin jerarquías ni división del trabajo, incluye de alguna forma un principio de equidad implícito: toma, dame, toma, dame... ¿Qué fue primero el altruismo pacífico o la apropiación violenta 8o la seducción interesada de doble vía), el huevo o la gallina? La generosidad contempla la empatía como desencadenante de una transacción altruista y cabe suponer que la madre amamanta sin contrapartida material de sus bebés que, como es obvio, no pueden devolver de inmediato el bien o trato recibido más allá de la percepción afectiva de índole psíquica y/o somática de la progenitora. Además, la capacidad de imitación y aprendizaje hacia la madurez enseñaría a los elementos más pequeños de las tribus o comunidades ancestrales que dar lleva implícito el recibir, salvo quiebras de la moral innata debidas u ocasionadas por rupturas severas del desarrollo sociocultural humano.
El régimen capitalista, por tanto, no tiene base natural alguna. Es más bien una mezcla histórica, compleja y paradójica, al menos altamente contradictoria. Se basa en una guerra subyacente de todos contra todos, competitiva y cruel, aunque domeñada o disminuida en su alcance destructivo por las reivindicaciones sociales. Por otra parte, también incluye la colaboración entre clases, la obediencia a la autoridad, el aura de autoridad, la violencia legal y los acuerdos negociados. Esa complejidad encierra injusticias flagrantes que son normalizadas mediante la ideología, la coerción estatal y las sumisiones creadas por las costumbres y las religiones institucionales. Egoísmo, explotación y cooperación forzada son atributos del capitalismo, en diferente intensidad y grado, desde sus orígenes.
Presunciones morales
El viejo y ya clásico aforismo comunista de Marx, “de cada cual según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades” continúa siendo válido en la actualidad. Es más, podría argüirse que suena a principio básico de la presunta moral universal o innata. Lo mismo sucede con el principio kantiano que postula tratar a todas las personas como fines absolutos y jamás como instrumentos para otros propósitos. El mandamiento no matarás conformaría esta triada moral innata del ser humano.
Huelga señalar que toda regla admite excepciones porque cualquier conducta humana se lleva a cabo en contextos únicos e irrepetibles. Amén de las normas consuetudinarias, las leyes, en teoría, elevan a moral legitimada los preceptos que hay que cumplir. La maraña o entramado legal resulta tan prolijo y extenso que la moral universal queda completamente desfigurada en su interior. La legalidad es un mínimo factual teñido de una moral posible producto del avatar político y de la interpretación judicial posterior. Y, por supuesto, es ineludible matizar y cuantificar conceptos evasivos como capacidad, necesidad, fin y medio, y tantos otros ligados a la cuestión moral. Sin embargo, eso no es óbice para descartar la probabilidad de que una ética innata siga guiando, cuando menos, la conciencia íntima y profunda de cada ser humano.
Pese a lo reseñado, la presión social diluye a conveniencia la responsabilidad individual de carácter moral. Política y ética o moral hace muchísimo tiempo que recorren caminos muy alejados con encrucijadas o encuentros momentáneos o casi de tapadillo.
Esta moral de ámbito genuinamente humano sería un enemigo formidable del capitalismo unipolar de nuestros días, de los privilegios de castas y corporaciones, de religiones fundamentalistas retrógradas y de añejas tradiciones que transforman prejuicios irracionales en santas verdades operativas como sustrato ideológico reaccionario de capas proclives a la a la creencia acrítica y el uso de afinidades colectivas de masa informe.
Sería muy oportuno conectar o aproximar otra vez la política y la moral para dotar a la acción social y a la actividad humana de fundamentos éticos no dogmáticos cuya flexibilidad programática pudiera acompañar de transversalidad positiva al hecho político per se. Asimismo serviría de lenguaje común entre culturas alejadas o muy diferentes.
Una moral universal que distinguiera con precisión la sencilla verdad de la crasa mentira, más allá del juego político del interés de grupo, ayudaría en el desarraigo de ideologías y credos que solo operan para mantener intacto el statu quo de la globalización neoliberal.
Sobrevivir con dignidad, aspirar al placer y la felicidad sin explotar a nadie y dar recibiendo o recibir dando en libertad y desde las propias diferencias y capacidades bien podrían alegarse como activo indiscutible de esa moral innata o universal aún en periodo de gestación intelectual plausible para una inmensa mayoría.
Compartiendo esa ética común, los conatos de fascismo serían anécdotas más que minúsculas. Y el capitalismo de explotación, una fase histórica en peligro de extinción.
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