Palestina, la tierra que estrecha
- Opinión
Todos los 30 de marzo, desde el año 1976, se conmemora el Día de la Tierra Palestina, en recuerdo de una huelga histórica desatada en respuesta a la apropiación de los colonos israelitas de 21 mil dunums palestinos (unidad de medida equivalente a mil metros cuadrados, tradicionalmente la cantidad de tierra que un fatigado campesino podía arar en un día).
La tierra palestina se halla cada vez más reducida por la expansión militar del Estado de Israel, firmemente posicionado, desde hace años, entre los países que destinan mayor porcentaje de su PBI en irónicas tareas de “defensa”. Este proceso data desde el retiro de las tropas británicas de su administración colonial en 1948, de las latitudes otrora pertenecientes al Imperio Otomano.
Como en Malvinas, como en Gibraltar y como en otros doce “territorios británicos de ultramar”, tras el conflicto árabe-israelí, se evidencian las heridas de una política colonial inglesa que aún no han dejado de supurar.
Al decir de Mahmud Darwish, el gran poeta nacional palestino, se trata de un territorio que día a día “se estrecha para nosotros”. Cierto es que no existen desterrados en sentido estricto, sino más bien “transterrados”, como se llamó a los exiliados españoles de la Guerra Civil que recalaron en México, ya que nadie es expulsado de la tierra, de la tierra grande, de nuestra casa común que es el planeta. Pero si se cuentan por millares los expulsados de su patria, de su pago, de su porción de tierra conocida y amada, de sus viñedos y sus olivares, de sus hogares y sus canciones.
***
– ¿Cómo te llamás?
– Zaki.
– ¿Qué edad tenés?
– Siete.
– ¿Vive tu padre?
– Murió.
– ¿Qué era tu padre?
– Fedaí.
– ¿Qué vas a ser cuando seas grande?
– Fedaí.
Con este diálogo comienza un texto escasamente conocido de Rodolfo Walsh, titulado “La revolución palestina”, y en sus breves líneas se resume el drama de una nación en la que la violencia política hace tiempo que ha dejado de ser una opción para convertirse en una estrategia de mera supervivencia. Ser fedaí (o fedayín, como se designa en árabe al combatiente, al miliciano), es el destino prescripto para miles de niños palestinos que, al rápido ritmo de la expansión colonial israelí, podrían ver su patria desaparecer antes de llegar a la edad adulta. Por eso han de espantarnos, pero no sorprendernos, que el ultra militarizado Estado de Israel encarcele a cientos de niños palestinos al año, acusados de crímenes tan risibles como arrojar piedras a los tanques blindados que mancillan su soberanía, condenados muchos de ellos a cadena perpetua por los oficios de tribunales militares.
Es desde aquí que podemos comprender la frase con que finaliza el célebre discurso del líder palestino Yasser Arafat frente a la Organización de Naciones Unidas en 1974: “Hoy he venido portando una rama de olivo en una mano y mi arma de combatiente por la libertad en la otra. No dejen que caiga de mi mano el ramo de olivo. Repito: no dejen que caiga de mi mano el ramo de olivo”.
Es la violencia del colonizador la que propicia, la que desata, la violencia contestataria, revulsiva, siempre diferida y en pequeña escala, del colonizado. Y este juego azaroso, este contrapunto de violencias contrarias, pero nunca simétricas, se exacerba por las peculiares características de este proyecto colonizador, visibles en la mismísima bandera del Estado de Israel, la cual constituye toda una declaración de principios: la Estrella de David, centrada sobre un fondo blanco, es enmarcada por dos franjas azules, y pretende representar el talit, el manto de oración judío.
Pero el azul siempre ha sido un color importante para el judaísmo desde La Torá, expresivo del cielo y del mar. Por eso hay quiénes han visto en la bandera adoptada por el sionismo en 1871 la representación del proyecto territorial israelí, enclavado entre los límites precisos del río Jordán y del Mar Mediterráneo (las dos franjas de la bandera), predestinando la virtual desaparición de los resilientes territorios palestinos. No hay aquí una tentativa de subordinación económica, tutelaje político o represión cultural, sino la proyectada aniquilación de una nación entera, de todos sus habitantes y de sus más antiguas manifestaciones culturales. Y, como es sabido, ninguna entidad política decide suicidarse sin más.
***.
Si de algo sabemos los argentinos, desde nuestra fatídica conquista militar sobre el Chaco, la Pampa y la Patagonia, es de desiertos, reales e imaginarios. Decía el santiagueño Bernardo Canal Feijóo en un ensayo de 1938, que “nada nos parece inmenso si la impresión de tamaño no envuelve de algún modo las de inútil e inevitable a la vez”. Y es por eso que todo proyecto colonizador ha de proyectar una inmensidad, un desierto como infraestructura de sus escaramuzas civilizatorias: donde hay un desierto (no en su sentido geográfico, sino estrictamente político), hay un territorio ocioso, culturalmente nulo, en disponibilidad, y donde esta inutilidad se afirma, la conquista ya está en pie de justificarse.
Recordemos que la dictadura chilena de Augusto Pinochet añadió una perversión a las desapariciones forzosas implementadas como método de terror en todo el Cono Sur, que fue el hecho de enterrar los cuerpos de los militantes revolucionarios en el desierto de Atacama, recorriendo a veces inauditas y costosas distancias para concretar la operación de traslado. Para estos militares, la “desertificación” de los cuerpos consistía en la forma más extrema de la no existencia.
La misma lógica aplica al caso palestino. Por eso Ben Gurión, el General Roca de los israelíes, oteando el horizonte para constatar no más que desiertos, afirmó en 1917 que “en un sentido histórico y moral” Palestina era un país “sin habitantes”. En la misma línea, Yisrael Galili, reincidirá en la ceguera varios años después: “No consideramos a los árabes del país un grupo étnico ni un pueblo con carácter nacional definido”.
El carácter nacional que con tanta nitidez afirmará la poesía palestina de Mahmud Darwish y Rafeef Ziadah, el cine de Mustafa Abu Ali y de Elia Suleiman, o Edward Said desde la teoría y la crítica literaria, es simplemente invisible frente a quien tiene el desierto anegado en los ojos. Siguiendo el contrapunto, el cantor Rubén Patagonia se lamenta sobre el destino de sus tierras sureñas: “¿Para qué te despoblaron Patagonia, si no te saben poblar?” Jamás podría decirse lo mismo de la meticulosa política de expansión geométrica financiada por el Estado de Israel y por su principal aliado, los Estados Unidos. Por eso, Walsh, en el texto mencionado, rematará sus argumentos con este otro diálogo:
– ¿Usted de dónde es?
– Soy de Jaffa
– ¿Y dónde vive?
– Yo vivo en una carpa. Y usted, ¿de dónde es?
– Soy de Bulgaria.
– ¿Y dónde vive?
– Vivo en Jaffa
***
La tierra de Palestina, que hoy celebramos, es en fin una tierra que estrecha en dos acepciones. En el triste sentido de los retrocesos territoriales de un genocidio en ciernes. Y señálese que no hay aquí subjetividad alguna al emplear esta contundente palabra, ya que la misma ONU, en su resolución 37/123, reconoció como práctica genocida la masacre de Sabra y Chatila hacia los refugiados de Beirut Oeste, durante la Guerra del Líbano, narrada magistralmente por el documental animado Vals con Bashir, de Ari Folman. Pero también es una tierra que estrecha, en la cálida significación de una cultura que envuelve, que abraza y que, a falta de tierra, se siembra en almácigos esperando las próximas primaveras, para sembrarse junto a sus sagrados olivos. Nunca, jamás, como narra Nina Paley en un corto animado titulado “Esta tierra es mía”, en una geografía que vio nacer, matar y morir caananitas, egipcios, babilonios, macedonios, hebreos, romanos, bizantinos, católicos, egipcios, otomanos, árabes, palestinos, israelitas y europeos, se ha echado al huésped o se ha cerrado la puerta en la cara al viajero. Por eso todavía resuenan como una profecía las portentosas palabras de Yasser Arafat: “La guerra estalla en Palestina, pero es en Palestina donde nacerá la paz”.
Lautaro Rivara, sociólogo y periodista
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