Bolivia: terror y desinformación
- Análisis
Un informe elaborado por la Escuela de Leyes de Harvard, hecho público hace un par de semanas (27/07), acusa al régimen boliviano de Jeanine Áñez Chávez de promover la violencia de Estado, limitar la libertad de expresión y detener ciudadanos arbitrariamente, fomentando un “clima de terror y desinformación”.
Mientras que el terror lo pone el régimen de facto –con dos masacres en su breve pero nutrido prontuario–, la desinformación se la podemos agradecer a la prensa corporativa de siempre. El caso boliviano es otro claro ejemplo de “fake news” originadas en instituciones oficiales –en este caso, la Organización de Estados Americanos (OEA)– y difundidas al mundo por la prensa tradicional a través de sus noticieros y diarios, sin réplica. Otro caso de estudio en propaganda y “fabricación de consentimiento”.
El informe de Harvard vino para sumarse a una larga lista de documentos condenatorios del régimen Áñez que la prensa internacional ha ido barriendo bajo la alfombra. Desde hace 10 meses, se nos informa sobre Bolivia mediante eufemismos, medias verdades y comunicados oficiales.
Como recordaremos, la policía boliviana se amotinó en los días previos a la salida de Evo Morales, ocurrida el 10 de noviembre de 2019, cuando, entre manifestaciones y violencia callejera, un general de las FF.AA. de apellido Kaliman apareció en televisión y le “sugirió” al líder del Movimiento al Socialismo (MAS) que abandonara la presidencia. Un golpe en toda regla que muchos periodistas quisieron negar o minimizar debido a la acusación de fraude que la OEA había deslizado días antes. La lógica empleada iba algo así: “no fue golpe porque se lo merecía”.
Pero con el hecho consumado y el régimen Áñez instalado ya en el poder, la verdad iría saliendo a la luz a cuentagotas, sin ganar mucha difusión mediática ni producir efectos políticos comparables a los que sí se produjeron con la mentira de la OEA. La mentira, pues, se difunde ampliamente, la rectificación no. En febrero, el Washington Post publicó un artículo de opinión firmado por dos investigadores del MIT, quienes revisaron la información electoral y declararon que no había evidencia para sospechar un fraude. La OEA se había equivocado en su acusación y había producido un golpe de Estado.
El New York Times (NYT) también reconocería –aunque recién en junio de este año– que la OEA había “cometido un error”. La OEA se había basado en datos “incorrectos” y “técnicas estadísticas inapropiadas”, decía un estudio cubierto por el “diario récord”. Por supuesto, ni el NYT ni el “Post” reconocerían jamás sus respectivos roles como difusores fundamentales de la versión de la OEA “cuando las papas quemaban”, antes y después del golpe de noviembre:
“Entonces, el NYT entonaba otra canción… –explica FAIR.org, observador crítico del periodismo norteamericano– El día después de la reelección de Morales, (el diario) presentó a los paramilitares golpistas que estaban llevando a cabo actos de violencia como víctimas de represión policial perpetrada por el gobierno socialista”.
La misma versión fue repetida en el Perú por la mayoría de medios masivos, sus opinantes y editorialistas, que aprovecharon para reforzar sus prejuicios sobre la izquierda. Se hablaría mucho del “hartazgo” de los bolivianos que salían a las calles a “decirle no al dictador”. Pura propaganda: lo que había era una extrema derecha minoritaria, violenta –siempre fotografiada a ángulo cerrado para ocultar sus escasos números– y movilizada para aprovechar el pánico. Pronto empezarían las masacres de quienes sí salieron en masa a las calles: los simpatizantes del MAS.
Las masacres de Senkata y Sacaba serían filmadas y fotografiadas por periodistas como Narciso Contreras, quien enviaría su material a docenas de medios masivos sin ningún resultado, pues no estaban interesados en la información (vea la entrevista de Carmen Arístegui). Las masacres serían llamadas “enfrentamientos” por la prensa, a pesar de las declaraciones de organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que informó oportunamente sobre el uso de balas para reprimir a manifestantes pacíficos, disparadas por unas fuerzas del orden que habían sido eximidas previamente de cualquier responsabilidad penal. Un escándalo.
Ni La República ni El Comercio le han dedicado un solo editorial a la farsa de la OEA, tampoco han reivindicado la victoria legítima del MAS en las elecciones de noviembre pasado. Han intentado parecer objetivos condenando los obvios deslices y frases racistas de Áñez y sus secuaces, provenientes de una derecha que nadie sigue y por la que nadie vota. Tengamos en cuenta los colosales efectos del “error” de la OEA en la democracia altiplánica al preguntarnos si el evento merece o no editoriales.
Sucede que los hechos que han de incorporarse a la narrativa mediática, a la opinión “mainstream”, deben ser seleccionados así, con mucho cuidado, de manera que la prensa del establishment pueda seguir apoyando las operaciones políticas de instituciones como OEA en el futuro. Si revelaran los hechos aquí redactados, ¿cómo harían para validar y difundir la versión de la OEA durante su próximo cambio de régimen? Sería demasiado vergonzoso, por no decir incoherente y cobarde.
Versiones opuestas a la de la OEA sí que fueron publicadas oportunamente por el periodismo independiente (ya sabe, el que no vive de grandes corporaciones anunciantes y rutinariamente comete la osadía de denunciar a instituciones del establishment, como la OEA o la OTAN) pero fueron omitidas por el periodismo corporativo. Por ejemplo, ¿por qué el NYT, o El Comercio aquí en el Perú, no prestaron oído a investigadores como Mark Weisbrot?
La ausencia de su versión se hace más interesante si consideramos que el reconocido economista estadounidense era un colaborador regular de ambos medios, el NYT y El Comercio. Weisbrot y su Center for Economic and Policy Research (CEPR) denunciaron las declaraciones carentes de base de la OEA en varios estudios publicados a principios de noviembre de 2019 –en lo más álgido del asunto– y marzo del presente año, pero no tuvieron eco alguno en la prensa tradicional. ¿Cómo lo explican?
Otro importante medio independiente, The Intercept, también denunció desde el principio las andanzas de la OEA en Bolivia. Su director, Glenn Greenwald, hizo la siguiente observación sobre el alicaído prestigio del organismo panamericano: “Que la OEA es una servil herramienta del Departamento de Estado norteamericano es algo ampliamente conocido en Latinoamérica”.
¿Alguien podría pasarle el dato a El Comercio y al resto del periodismo peruano que insiste en permanecer en el siglo 20, cuando las fachadas de organizaciones como la OEA estaban (un poco) más limpias y defenderlas no era (tan) vergonzoso? ¿Pisarán alguna vez el siglo 21 personajes como Rosa María Palacios, Juan Carlos Tafur o Augusto Álvarez Rodrich, o seguirán con su promoción mecánica y repetitiva del neoliberalismo como la “única alternativa”, al estilo Thatcher?
Si no jugaran al corralito con las fuentes de información, Jake Johnston, investigador del CEPR, les habría podido dar la siguiente primicia de primera plana: “Para los que estuvimos prestando atención a las elecciones de 2019, nunca hubo duda de que las observaciones de la OEA eran fraudulentas. Unos días después de la elección, un alto cargo de la OEA me dijo en privado que no hubo ningún cambio ‘inexplicable’ en la tendencia (del voto)… sin embargo la organización continuó repitiendo su falso dictamen sin oposición…”.
Aquí hemos reportado muchos fraudes periodísticos a la sazón, como cuando la CNN o el mismo NYT –y luego todos los diarios y noticieros locales, repetidores automáticos– dijeron que el “presidente encargado” de Venezuela, Juan Guaidó, había tomado una importante base militar de Caracas, La Carlota, desde donde arengaba al resto de Venezuela casi en celebración. Durante horas, en los medios masivos se habló de la caída del chavismo como un hecho consumado, con Ricardo Montaner y varias estrellas latinas escribiendo emotivos mensajes en Twitter desde Miami, agradeciéndole a Dios. En realidad, Guaidó se encontraba en una carretera adyacente a la base con una docena de personas que pronto solicitarían refugio en distintas embajadas, como Leopoldo López. La operación contra el chavismo incluía ese recurso netamente mediático, una puesta en escena diseñada para producir más defecciones dentro del régimen y sacar más opositores a las calles venezolanas.
La receta de Elon Musk
El 24 de julio pasado, ante un comentario de Twitter que sugería que el golpe en Bolivia se había dado por causa del litio, un envalentonado Elon Musk contestó: “golpearemos a quien queramos, lidien con eso”.
En realidad, los golpes de Estado son cada día más costosos para el poder hegemónico. La razón es internet y la pérdida de credibilidad de los medios tradicionales. Los diarios e instituciones del establishment han perdido el monopolio del discurso y es por eso que escuchamos tanto sobre “fake news” y “desinformación”, también sobre “teorías de conspiración”. Ellas siempre son relacionadas con internet y las redes sociales, pero jamás con la prensa o las instituciones tradicionales. Se dice, pues, que mientras la propaganda y la desinformación pululan en la red, los medios tradicionales están limpios de ellas, pues solo comenten “errores honestos”, jamás desinforman deliberadamente.
Eso explica por qué el gran escándalo de las “fake news” surgió recién con el auge de las redes sociales y el revés político que para ciertos intereses significó la victoria de Donald Trump, y no muchas décadas antes, a raíz de las mentiras y la propaganda transmitidas por los medios tradicionales de manera rutinaria. Mientras el dueño de la narrativa fuera el correcto, cualquier asunto de “desinformación” era completamente irrelevante.
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