Es desigual pero es normal, ¡no se preocupe!
- Opinión
Artículo publicado en la Revista América Latina en Movimiento No. 549: Las tramas que esconde la pandemia 14/07/2020 |
La “nueva normalidad” aparece como un eufemismo perturbador. Y es que, por un lado, es aterrador pensar que lo que viene será normal en el sentido de una experiencia de lo habitual y establecido y, por otro, que el adjetivo “nueva” implica que antes había una vieja normalidad, la cual era, a pesar de, o precisamente por, su escandalosa normalización, igualmente perturbadora que la que angustiosamente hoy nos espera. Lo que hoy asusta y ofende, me parece, es que la nueva normalidad se nos presenta como un cambio lógico y racional y, por lo tanto, que dona tranquilidad, “es nuevo, pero es normal, no se preocupe”. Incomoda que el mensaje parece implicar que lo nuevo se limita sólo a pequeños cambios en nuestra vida cotidiana, que será sólo cuestión de guardar una sana distancia entre todos los cuerpos posiblemente infectados, empezando por el propio, y de nuevos rituales de higiene.
Sin embargo, en ciudades como la Ciudad de México, primero, la sana distancia es una aspiración completamente incompatible con la realidad de nuestros espacios y sobrepoblación, ni en la vieja ni en la nueva normalidad se puede guardar una sana distancia en el transporte público, tampoco en muchas casas donde la gente vive hacinada, o en los pocos refugios que tenemos, o en las cárceles, o en hospitales psiquiátricos, o en tantos y tantos lugares donde la gente trabaja en condiciones insalubres desde antes de la pandemia. Si la nueva normalidad no proyecta un uso escalonado del transporte público, impone a la iniciativa privada una norma de número de empleados por jornada y exige espacios con buena ventilación, más allá del uso de litros y litros de gel antibacterial, nada de nuevo tendrá la nueva normalidad. Segundo, mientras no haya un serio interés y compromiso de los gobiernos en invertir en salud, educación, ciencia y tecnología, nada nuevo podrá venir. ¿No será más bien que por normalidad debemos entender lo normalizado? Y entonces… no habrá nada nuevo.
Una política negligente
La trágica y violenta desigualdad en el mundo no es normal, sólo ha sido violentamente normalizada. Durante la pandemia de COVID-19, no se han puesto en marcha políticas sociales que verdaderamente pretendan modificar las condiciones de desigualdad, tampoco el mundo se ha planteado un cambio radical de rumbo hacia una solidaridad transnacional que cuide del bienestar no sólo de sus ciudadanos, sino de todos los habitantes del planeta Tierra, en tanto, ahora más que nunca, ha quedado claro que nuestra vida depende tanto de los cuidados que los otros tengan de su propia vida como de la nuestra.
Esta pandemia ha servido de líquido de contraste para develar nuestra interdependencia ontológica y hemos podido ver sin mediaciones que nuestra vida está en las manos de todos los otros y la de los otros en las nuestras. Si las condiciones materiales y sociopolíticas en las que el virus ha irrumpido no se modifican radicalmente, las consecuencias post pandemia serán más crueles y funestas. La diferencia entre la vieja y la nueva normalidad será, en términos espaciotemporales, sólo cuantitativa, esto es, la diferencia sólo estará en el qué tan pronto y qué tan extensivamente veremos los fatales efectos de la inequidad y de la política negligente. En pocas palabras, las consecuencias sólo aparecerán de manera más cruel, generalizada e inmediata.
Nuestra economía ha sido siempre una de sacrificio, esto es, una en la que no hay una distribución democrática de los bienes ni materiales ni espirituales que sostienen nuestras vidas, una en la que unas vidas se valoran más que otras y se salvaguardan más que otras. Durante el confinamiento, hemos visto cómo trabajadores que viven al día no han podido exigir quedarse en casa para protegerse del virus por temor a ser despedidos, trabajadores informales sin ningún tipo de seguridad social que tampoco han podido mantenerse fuera del espacio público o población que ya vivía en situación de calle. La pandemia acontece en un mundo cuyas condiciones de injusticia van del abandono al privilegio de unos sectores de la población sobre otros.
La fatalidad del nuevo coronavirus no puede interpretarse como un mero efecto de su fuerza patógena sobre el cuerpo humano, su letalidad se debe a que el mundo no estaba preparado para resistirle. La salud ha venido siendo un rubro históricamente abandonado y precarizado por los gobiernos desde hace ya muchas décadas, la educación se ha convertido en un proyecto prácticamente abortado, la inversión en ciencia y tecnología en términos reales desciende año tras año, las políticas sociales para atender y proteger a los más vulnerables (los sin techo, los migrantes, las mujeres maltratadas, los menores sexual y físicamente abusados, los trabajadores sin seguridad social, etcétera) han sido o negligentemente abandonadas o apoyadas con presupuestos ridículos.
Estas condiciones de falta de ingreso mínimo universal, de un sistema de salud robusto, de educación científica y humanista con la que la población pudiera contar tanto con el concepto de virus como con un comportamiento ético de cuidado de sí y de los demás, de falta de refugios, de buena atención médica a enfermedades atendibles que ahora son comorbilidades, entre muchas otras injusticias, son las que han provocado que la pandemia haya alcanzado estas magnitudes en el mundo y que el índice de letalidad en México sea de los más altos. Sin embargo, las consecuencias fatales de la pandemia eran completamente evitables, y una vez que el confinamiento empiece a relajarse bajo el nombre de “nueva normalidad”, pero sin nuevas condiciones de mundo, seguiremos bajo la lógica de sacrificar las vidas de aquellos que no puedan resguardarse del espacio público y protegerse de un muy probable contagio.
Hoy necesitamos de una crítica de la desigualdad. Es urgente hacer visibles los mecanismos que operan la violencia sobre cuerpos, comunidades y poblaciones específicas. Es inaplazable construir argumentos teóricos fuertes de por qué es ética y políticamente nuestra responsabilidad hacernos cargo del cuidado de los otros, todos los otros, desde nuestros seres queridos hasta el habitante más lejano de nuestra coordenada geográfica.
El tiempo detenido
En estos tiempos de pandemia en los que la violencia parece asumir formas soberanas, legales y administrativas y en las que el juicio mismo o bien deviene en una forma de violencia o su llegada se difiere indefinidamente, la crítica es obligatoria. Crisis puede entenderse como el fin de una era y el principio de otra, pero para esto último hay que tomar decisiones que den un giro de timón. ¿Pero qué pasa cuando en América Latina el significante crisis no evoca ni un fin ni un principio sino más bien una temporalidad indefinida y sin horizonte? La generación X de México y, de hecho, de toda Latinoamérica, ha vivido sólo el tiempo de una crisis, una constante o muchas que se traslapan y que no parecen poder ni alcanzar un fin próximo ni inaugurar un futuro distinto y mejor. Pareciera entonces que el tiempo de la crisis tampoco está equitativamente distribuido en el mundo.
Este significante tiene en el Sur otro sentido: el del tiempo detenido. El diagnóstico de la violencia en el Sur no es de situación crítica, sino de enfermedad crónica y degenerativa. No obstante, no puede ser terminal. Debemos resistir este imaginario de la violencia. La imaginación utópica tiene un enorme poder político y, como estrategia, puede operar como resistencia activa y productiva de nuevas y diferentes agendas de batallas políticas. Habría que hacer experimentos mentales donde hay ingreso mínimo universal, ventiladores, insumos e infraestructura para todos los que enfermen, poblaciones sin comorbilidades… ¿Qué pasaría si todas las vidas fuesen valoradas como dignas de protección y salvaguarda? ¿Una pandemia de esta magnitud podría tener lugar?
México es un país en el que los índices de desigualdad social son de los más altos del mundo. En México, el 80% de la riqueza se concentra en el 10% de las familias, de las cuales sólo el 1% acapara más de un tercero. El tiempo está también injustamente distribuido. Según un informe de la CEPAL,1 las mujeres en México son las que destinan más tiempo para el trabajo doméstico y de cuidado no remunerado. Las mexicanas dedicamos aproximadamente el 30% de nuestro tiempo en labores de cuidado mientras que los hombres sólo el 11%. Estos números indican una enorme desigualdad de género. Pero no es sólo ese tiempo el que en nuestro país está dramática e injustamente mal distribuido. La expectativa de vida en México se acorta en las poblaciones económicamente desprotegidas. La falta de agua, de servicios médicos de calidad (o de atención médica a secas), el no acceso a la educación, su mala calidad, salarios que no alcanzan para llevar una vida digna, etcétera. Hay vidas que en México se acortan porque la protección social no las cobija.
México es también uno de los países con el índice de feminicidios más alto en el mundo, cada día 10 mujeres son asesinadas por razones de género.2 México tiene la concentración más alta de población indígena en América y más del 80% de esa población vive por debajo de la línea de la pobreza (dos dólares de ingreso al día). La expectativa de vida es 7 años menos en las entidades con mayor concentración de población indígena, la mortalidad infantil es de 2 a 1 mayor, el predominio de las llamadas enfermedades de pobreza (cólera, paludismo, dengue, lepra, etcétera) es también mayor en estas comunidades.3 Hay vidas que en México se acortan porque no son dignas de ser protegidas o salvaguardadas por razones de género, etnicidad y clase social. La llamada “nueva normalidad”, para ser verdaderamente nueva, tendría que intervenir sobre estas violencias y abrir así un horizonte esperanzador, lo que viene no es más que un ofensivo eufemismo.
Rosaura Martínez Ruiz es profesora de la Facultad de Filosofía y Letras. UNAM.
1 CEPAL: https://bit.ly/3184VX3 Revisado: 12 de junio de 2020
2 La Jornada: https://bit.ly/3ekieaB Revisado: 12 de junio de 2020
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