El dilema de Netflix
- Opinión
Netflix produce toda clase de documentales, pero entre ellos suelen destacar los que versan sobre las redes sociales y su singular efecto sobre nuestras psiques y sociedades. Así, “El gran jaqueo”, por ejemplo, dio que hablar en 2019, cuando trató el escándalo de Cambridge Analytica, la compañía privada británica que habría manipulado a miles de usuarios de Facebook para que votaran por Trump en 2016.
Este año, en “El dilema de las redes sociales” –dirigida por Jeff Orlowski–, Netflix nos pone delante a una decena de exempleados de las más importantes redes sociales para darnos un par de advertencias bastante oportunas: corporaciones como Google y Facebook venden nuestra atención, ese es su negocio –lo que le proveen a sus clientes, los anunciantes– y harán lo que sea por conseguir y retener esa atención (lo mismo hacen los diarios y televisoras desde siempre, por cierto, pero nunca nos lo advirtieron).
Los algoritmos de los que se sirven los gigantes de Sillicon Valley aprenden a darnos más de lo que sea que queramos, construyendo para cada uno de sus usuarios una “burbuja informativa”. Las mencionadas corporaciones son expertas en dopamina, saben cómo producirla y en qué dosis administrarla. Sus métodos imitan los del casino, cuyos tragamonedas usan combinaciones de sonidos, luces y premios, para mantener a la gente tan atenta como atontada (condiciones no excluyentes).
Lo mismo hacen los diseñadores de videojuegos para niños y quienes idean aplicaciones para que las jovencitas maquillen y oculten cualquier defecto físico en sus fotografías de perfil. Que los índices de suicidios adolescentes hayan aumentado exponencialmente es solo otra externalidad, un potencial problema de relaciones públicas.
Desgraciadamente, los sesgos y omisiones en los que incurre el último éxito de Netflix –de impecable producción– hacen que el televidente termine llevándose una idea errónea de este gran dilema.
“No sabíamos lo que hacíamos”
Orlowski dedica la primera parte de su documental a dejar muy claro que “nadie pretendió (que sucediera) esto”, como señala palabra por palabra uno de sus entrevistados. Es decir, ninguno de los empleados de rango medio cuestionados en el documental –provenientes de Twitter, Facebook, Google, etc.–, tenía la intención de crear herramientas para la vigilancia ilegal del ciudadano, novedosas formas de adicción o la polarización política que vemos hoy en lugares como Estados Unidos (y que el documental en cuestión atribuye casi de manera exclusiva a las redes sociales).
¿Pero qué hay de los pesos pesados, de los fundadores y altos ejecutivos de esas compañías? Esos ejecutivos, ¿acaso no se encuentran íntimamente conectados con una élite política interesada en vigilar, controlar y manipular?; ¿ellos tampoco sabían lo que hacían?
Caramba, ¿habrá algo en nuestra civilización que haya sido planificado de antemano?
Como señalamos, el documental en cuestión nos presenta a unos cuantos bienintencionados “millenials”, quienes en algún momento llegaron a cargos de cierta importancia en las redes sociales que hoy dominan el mundo, pero deja fuera a tipos de mucho mayor interés –los de arriba–, como Eric Schmidt o Jared Cohen, fundamentales en la construcción y éxito de Google, así como sus importantes lazos con el gobierno estadounidense. A modo de ejemplo, nos referiremos brevemente al historial de Cohen y Schmidt.
La relación entre ambos comenzó en 2009, cuando se encontraban realizando encuestas entre los escombros de Bagdad, la capital del país destruido y ocupado por Estados Unidos desde 2003. Cohen trabajaba entonces para el Departamento de Estado de Barack Obama. Podemos darnos una idea de su papel en dicha cartera a partir de la siguiente anécdota, relatada por Julian Assange en “Cuando WikiLeaks conoció a Google”: en enero de 2009, Cohen envió un correo electrónico a uno de los cofundadores de Twitter para solicitarle que postergara el mantenimiento de sus redes en Irán, pues, de no hacerlo, perjudicaría la comunicación entre quienes entonces se manifestaban contra el régimen iraní. Era año electoral en la nación persa.
Lo contado por Assange es corroborado por un artículo del New York Times (NYT) del 16 de junio de 2009, que indica que Twitter cumplió con el pedido del emisario del Departamento de Estado. Sin embargo, los taimados autores del NYT insisten en presentar la intromisión como un “hito” –un avance y un desenlace positivo–, pues, según ellos, demostraría que el gobierno de Estados Unidos “reconocía que un servicio de internet, que no existía hace 4 años”, tendría el potencial de “cambiar la historia” de un antiguo país islámico.
Resulta indispensable traducir la terminología empleada por el “diario récord”: donde dice cambiar la “historia”, en realidad se refiere a cambiar el régimen. Así, el NYT se referiría al incidente en los ya bien conocidos términos de la propaganda estadounidense. Para los autores de la nota: “el episodio (demostró) el grado en el que la administración ve las redes sociales como una nueva flecha en su aljaba”.
El Times menciona también que Cohen había estado trabajando con Twitter, YouTube, Facebook, entre otros, para “aprovechar su alcance en iniciativas diplomáticas”, tanto en Iraq como en otros lugares. El término “diplomacia pública” –el tipo de diplomacia al que se refiere el diario–, se traduce al castellano, simple y llanamente, como propaganda. Hacia el final del artículo –y ajenos a la obvia ironía– los autores del NYT citan a un editor de la BBC, quien, ante la proliferación de reportes iraníes en redes sociales, asegura que:
“Los días en que los regímenes pueden controlar el flujo de la información se han acabado”.
Medios como el NYT y la BBC son tan cercanos a ciertos regímenes que, con frecuencia, olvidan especificar a qué agente de control se refieren. Para el norteamericano, por ejemplo, el control del flujo informativo recién comenzaba. Como señala Assange en el texto mencionado arriba, varios países del Medio Oriente empezarían a ver sus propias revoluciones en los años posteriores a su entrevista con Cohen y Schmidt, hecha a solicitud de ellos mientras el australiano se encontraba en prisión domiciliaria en Norfolk, Inglaterra.
También podemos encontrar información interesantísima sobre estos sujetos entre los miles de correos secretos hechos públicos por WikiLeaks. En uno de ellos, el remitente, un alto ejecutivo de la compañía de seguridad privada Stratfor (Texas, EE.UU.) –quien, además, fungió en su momento como oficial de seguridad del Departamento de Estado norteamericano–, comenta que los ejecutivos de Google habían estado interviniendo en asuntos de política exterior a un nivel usualmente “reservado para actores estatales”.
“En realidad, están haciendo el trabajo que la CIA no puede hacer…”. Sin ambages, pues se trataba de una comunicación privada, el exoficial del gobierno estadounidense agregaría: “(Cohen) va a hacer que alguien lo secuestre o lo mate. Quizás sea lo mejor para exponer el rol encubierto de Google en fomentar rebeliones…”.
Un paradigma para la comunicación masiva
En suma, las operaciones de los gigantes de redes sociales no pueden tomarse por separado de los fines políticos de ciertas poderosas potencias, que en algunos casos hasta se ven involucradas en –o facilitan– su éxito comercial. Esa es la omisión criminal de Netflix y su “dilema”.
Como mencionamos, el documental fue dirigido por un tal Jeff Orlowski. El joven director tiene sus propios vínculos políticos, pues ha formado parte del Comité para las Artes y Humanidades del gobierno de Barack Obama. Además, se dedica a hacer filmes “socialmente útiles” en lugares de gran interés para la política exterior norteamericana, como Afganistán. No solo eso: sus producciones, como “Chasing Ice”, son promocionadas y transmitidas por el mismo gobierno de EE.UU.
“El mundo es un pañuelo”, reza el dicho. ¿Y qué beneficios reciben las gigantes de Sillicon Valley a cambio de su colaboración en cambios de régimen y “primaveras” árabes de todos los colores?
Podemos encontrar un ejemplo en el trato que el gobierno de Trump le viene dando a Tik-Tok, la red social china. Trump está obligando a la (exitosa) competencia a vender uno de sus productos estrella a algún gigante norteamericano. Un escupitajo en el ojo al liberalismo económico bajo la excusa de la “seguridad nacional”.
Finalmente, uno de los entrevistados por “El dilema de las redes sociales” notaría que “el mismísimo significado de la comunicación es manipulación”, ofreciéndole al televidente una buena pista de lo que en verdad sucede. El paradigma que guía la comunicación de masas es, pues, uno de manipulación, o de “dominación”, como señala el especialista Christopher Simpson.
Simpson se metió de lleno a estudiar el desarrollo de las Ciencias de la Comunicación en Estados Unidos, en el periodo inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial. Lo que encontró fue que –en secreto– el gobierno estadounidense encargaba a las principales facultades universitarias de su país (y a sus intelectuales y científicos), el desarrollo de nuevas formas de propaganda y manipulación masiva. El resultado de esa relación fue el desarrollo de un paradigma para la comunicación masiva (uno de dominación), en el cual: “la conveniencia e inevitabilidad del control por parte de una élite se daba por sentadas”.
-Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú) el 2 de octubre de 2020
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