Elecciones: ¿manda el pueblo?
La situación del campo popular ha retrocedido tanto desde que se impusieron las políticas neoliberales en todo el mundo que mantener un miserable puesto de trabajo ya se ve como una ganancia.
- Análisis
Democracia formal: “Es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que realmente le atañe”.
Paul Valéry
En Bolivia acaba de “triunfar la democracia”, según dicen tanto los ganadores (el Movimiento al Socialismo, encabezado por Luis Arce y David Choquehuanca) como la derecha perdedora de la contienda. Ensalzar “la democracia” es algo ya frecuente tras las juntas electorales. Por supuesto, debe apoyarse con todas las fuerzas el actual proceso boliviano, dado que es un triunfo popular luego de la asonada reaccionaria con que se sacó del poder a Evo Morales a fines del 2019. Pero, al mismo tiempo, debe profundizarse el análisis crítico de esta democracia electoral, porque es sabido su corto alcance, y que, en definitiva, es siempre un “triunfo popular” muy a medias. “Se puede revertir un Golpe de Estado en las urnas, y vencer democráticamente al intervencionismo extranjero”, se ha dicho con honestidad. Sucede, sin embargo, que esas urnas son mentirosas.
En el vocabulario político actual “democracia” es, sin lugar a dudas, una de las palabras más utilizadas. En su nombre puede hacerse cualquier cosa (invadir un país, torturar, mentir, incluso llegar a dar un golpe de Estado anticonstitucional… ¡para restaurar la democracia!). O, del mismo modo, sentirla como un triunfo revolucionario y popular en ocasiones (como ahora en Bolivia, o como estuvo pasando estos últimos años en Latinoamérica). Definitivamente, es un término elástico, engañoso. Pero lo que menos sucede, lo que más remotamente alejado de la realidad se da, es precisamente un ejercicio democrático, es decir: un genuino y verdadero “gobierno del pueblo”.
Los primeros balbuceos del socialismo construido durante el siglo XX comenzaron a equilibrar las injusticias económicas; pero en cuanto al ejercicio del poder popular la cuestión sigue siendo una asignatura pendiente. En esto se avanzó, sin dudas, al menos en la intención (los soviets rusos, la Revolución Cultural china o las asambleas populares cubanas son interesantes experiencias). Pero aún estamos lejos de poder indicar una democracia popular de base efectiva en el campo socialista, más allá de experiencias puntuales, tanto en el socialismo real como en otras áreas (por ejemplo, las Comunidades de Población en Resistencia -CPR- en Guatemala). Por otro lado, con su involución hacia fines del siglo pasado, la sobrevivencia de lo que no arrastró la marea de destrucción de todo ese campo socialista se centró en eso: la sobrevivencia, y el tema de la democracia de base, del poder popular, no fue el principal punto de agenda. ¿Se puede hablar hoy de poder popular en China? ¿Qué quedó de la “dictadura del proletariado” en los países de Europa del Este?
Por supuesto que en las experiencias “democráticas” del capitalismo lo que menos está presente es una posibilidad franca de gobierno del pueblo. En absoluto. Desde el triunfo de las burguesías modernas sobre los regímenes feudales en Europa, o de la consolidación de las colonias americanas de Gran Bretaña como Estados Unidos de América con su avance portentoso, la construcción del mundo moderno, de las “democracias industriales” no obedece más que a una lógica de dictadura de unos pocos factores de poder, enmascarados como gobierno de todos. Fue un paso adelante en relación con el absolutismo monárquico; pero de ahí a gobierno del pueblo media una distancia sideral.
La democracia que se construyó con la inauguración del mundo burgués moderno (donde Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña marcaron el rumbo) se asienta en la dominación de los grandes propietarios (industriales y banqueros en lo fundamental, también terratenientes) disfrazando la participación popular por medio de una estructura cosmética. El pueblo gobierna sólo a través de sus representantes. Pero, ¿a quién representan los gobernantes? ¿Gobierna el pueblo? En absoluto. Las decisiones que marcan el destino del mundo -la economía, las guerras, los modelos culturales- jamás se toman democráticamente.
La democracia formal es vacía, no es democracia. Es el gobierno de los grandes grupos económicos secundados por los políticos de profesión y por todo el andamiaje cultural y militar que permite seguir con la misma estructura, dándose el lujo incluso de jugar a la participación de la gente en las decisiones, sin que la gente nunca decida nada.
Ahora bien: ¿pueden esos modelos políticos servir para transformaciones profundas, estructurales? La experiencia muestra repetidamente que no es posible. Se pueden lograr algunas transformaciones, pero si las mismas se “pasan de la raya”, viene la reacción. El sistema está muy sólidamente armado, bien mantenido, defendido por todos los mecanismos ideológico-culturales que le dan robustez. Y cuando esos mecanismos no alcanzan, ahí están las bayonetas (que al día de hoy son algo más que bayonetas: son armas tremendamente letales de la más sofisticada tecnología).
La democracia parlamentaria, herencia de la tradición euro-anglosajona que marca al continente latinoamericano en su época de “independencia”, esa “democracia” formal que no va más allá de un voto cada cierto tiempo que sirve para cambiar administraciones pero que no toca los verdaderos resortes del poder, permite ciertos cambios, no más. Ejemplos al respecto abundan en Latinoamérica; cuando se intentó “tocar lo que no se debía tocar”, aparecen los golpes de Estado, la represión a los pueblos y la defenestración de los gobernantes “molestos”: Guatemala y su Primavera democrática, terminada en 1954 con la primera intervención en la historia de la CIA y golpe de militares guatemaltecos; Juan Domingo Perón en Argentina, quitado con golpe cruento en 1955; João Goulart en Brasil, defenestrado por por sus fuerzas armadas en 1964; Allende en Chile, derrocado por un alzamiento militar en 1973; Maurice Bishop en Granada, quitado del poder por militares -y ejecutado- en 1983; Jean-Bertrand Aristide en Haití, desplazado por asonada castrense en 1991; Manuel Zelaya en Honduras, removido por militares en 2009; Evo Morales en Bolivia, desplazado por una inventada crisis que terminó en golpe palaciego en el 2019.
La lista es larga, y en todos los casos se evidencia que esas democracias permiten logros, pero dentro de los marcos del capitalismo. Ahora Bolivia retorna a la “democracia”. No deja de ser llamativo que la derecha golpista, la misma que sacó a Evo Morales a fuerza de represión, con decenas de muertos y centenares de heridos, la misma que cede el litio de sus cuantiosas reservas de los Salares de Uyuni a las multinacionales, (“Sueño con una Bolivia libre de ritos satánicos indígenas; la ciudad no es para los indios. Que se vayan al Altiplano o al Chaco”, dijo la presidenta golpista Jeanine Áñez), es significativo que esa misma derecha reaccionaria y conservadora, racista y antipopular, ahora ceda tan tranquilamente la presidencia. Todo hace pensar -quizá con excesiva suspicacia, se podrá decir- que en ese “triunfo de la democracia” hay algo no dicho públicamente. ¿Negociaciones “bajo de agua”? ¿Habrá un nuevo Lenín Moreno a la espera? Realmente, ahora el pueblo boliviano, indígena en su mayoría, ¿decide sus destinos? ¿Qué pasó con el litio?
Es más que evidente que las decisiones reales en los países no las toma el “pueblo soberano” en las urnas. En estas últimas décadas se asistió en Latinoamérica a procesos de centro-izquierda surgidos de elecciones democrático-parlamentarias (democracia representativa, burguesa): Argentina y Kirchner-Fernández, Brasil con Lula-Dilma Roussef, Uruguay y Pepe Mujica, Paraguay con Fernando Lugo, Ecuador y Rafael Correa, Bolivia con Evo Morales. Incluso Venezuela, con la llegada al poder de Hugo Chávez. ¿Qué queda de todos esos procesos? El único que se mantiene, además de México con López Obrador, recientemente iniciado, es el de Venezuela, que sin ser un verdadero planteo socialista (con transformación efectiva en la tenencia de los medios de producción, pero sí un gobierno popular que propició importantes cambios), no cae por algo básico: detenta la fuerza para defenderse, fuerzas armadas y milicias populares armadas. El MAS -que también logró muy importantes avances populares- fue removido en Bolivia porque no contaba con la fuerza necesaria para mantenerse en el poder (el ejército apoyó el golpe finalmente). ¿Logrará ahora Luis Arce imponerse y transformar lo que no pudo hacer antes Evo Morales? Sin poder popular organizado y armas en la mano, no se logran los cambios. Eso está más que probado.
La situación del campo popular ha retrocedido tanto desde que se impusieron las políticas neoliberales en todo el mundo que mantener un miserable puesto de trabajo ya se ve como una ganancia. Por otro lado, en Latinoamérica las dictaduras se cansaron de matar y desaparecer gente que protestaba, que levantaba voces disonantes; de ahí que las falsas y precarias democracias que comenzaron a establecerse desde la década de los 80 en adelante pudieron sentirse como un alivio ante tanta represión. En ese maremágnum antipopular y represivo, la llegada de gobiernos con talante socialdemócrata pudo sentirse como un fenomenal paso adelante. Ahora, bien analizados, parece que no lo fueron tanto. Es por eso que hay que apoyar los procesos democráticos renovadores, pero no podemos quedarnos solo con eso. Hoy, dados esos tremendos golpes que sufrimos, existe un cierto exitismo que nos hace ver procesos como las recientes elecciones bolivianas como un tremendo triunfo popular. ¿Lo es? ¿De verdad que un triunfo en las urnas SIN ARMAS para defender lo obtenido es un triunfo? La experiencia nos dice otra cosa. Por eso sería urgente para el MAS pensar inmediatamente en estas cosas.
Conclusión de todo lo dicho: deben apoyarse con total fuerza todos los avances populares, también los surgidos de elecciones en los marcos de las restringidas democracias representativas. Son elementos que suman, que ayudan a empoderar a los pueblos. Pero no hay que perder de vista que eso tiene un límite, y el sistema sabe hasta dónde permite avanzar. El peronismo en Argentina fue un avance popular en su momento, pero el capitalismo lo puso a raya. Hoy día, la peronista ahora ex presidenta Cristina Fernández propicia un “capitalismo serio”. Es decir: capitalismo al fin (explotación de la masa trabajadora), aunque haya mejoras sociales. El movimiento bolivariano en Venezuela nunca se decide a dar el verdadero salto al socialismo. Hay que apoyarlo como proceso popular, pero no se sabe cuándo se llegará al mentado socialismo del siglo XXI. Hay que apoyar el reciente triunfo del MAS en Bolivia, pero sin dejar de ver que si no se detenta el poder real: manejo de la economía y armas para defender la revolución, la derecha, el sistema capitalista (oligarquías nacionales y el imperialismo estadounidense) se salen siempre con la suya. Ya sean golpes de Estado “suaves” o cruentos, al capital no se le tuerce el brazo en las urnas.
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