Fin de la era del mal menor

18/11/2020
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Foto: https://www.elsalvador.com
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Joe Biden –mal menor– acaba de cosechar la victoria electoral más abultada de la historia de Estados Unidos, superando los 70 millones votos. El mal mayor –Donald Trump– se quedó atrás por poco, logrando una cantidad de votos que igual supera los conseguidos en 2008 por Barack Obama, quien ostentaba el récord. Un récord cuestionable. Lo incuestionable es que los males, más allá del grado, han vuelto a arrasar.

 

Hace doce años, el afroamericano nacido en la isla de Honolulu ganó luego de lanzarse al ruedo bajo la consigna del “cambio”, y he ahí lo cuestionable del récord conseguido: que no hubo cambio.

 

Quienes aplauden la reciente victoria demócrata, sobre todo desde fuera de EE.UU. y su sicosis colectiva, participan de la farsa mediática bipartidista que amplifica las imposturas, que se maravilla o espanta ante discursos vacíos y exagera las pequeñas diferencias. El apoyo masivo de la prensa corporativa global a la candidatura de Joe Biden, con su celebración posterior, invita al mundo a contagiarse de una peligrosa sensación de alivio.

 

La tensión, sin embargo, se sigue acumulando. El fin de Trump cierra una válvula de escape importante para un amplio segmento de la sociedad estadounidense que expresaba, mal que bien, su frustración y su furia a través del magnate republicano. No era más que un actor, pero les ofreció la ilusión de verse representados una vez más en lo alto del poder político, todo un lujo en esta era de oligarquías electorales.

 

El aparato de propaganda que goza con la victoria del mal menor demócrata y lo presenta como la solución no revela las verdades de fondo –como que Wall Street nunca pierde. No se hace preguntas, por citar un ejemplo, sobre la enorme confianza –o alegre indiferencia– que siente la industria armamentística yanqui, a la que le da exactamente igual quién dispare los misiles Tomahawk de aquí a 2025.

 

En esa línea, el CEO de Boeing, Dave Calhoun, señaló que ambos candidatos parecen “orientados globalmente”, además de “interesados en la defensa (del) país”, por lo que no creía necesario que su compañía tomara posición por alguno de los dos. El CEO de Raytheon opinó, por su parte, que “la defensa” siempre ha sido un asunto “bipartidista”.

 

La victoria de la dupla Biden/Harris, neoliberales confesos y ala derecha del partido que hace décadas abandonó al precarizado estadounidense de a pie, representa una continuidad solo un poco menos detestable y odiosa que otro periodo de Trump. Basta con ver el historial de ambos y cómo se marginó (otra vez) al socialdemócrata Bernie Sanders –el único con propuestas sustancialmente distintas en las últimas décadas de la historia política norteamericana–, para entender que solo se ha regresado a la ortodoxia neoconservadora, esa que parió el fenómeno Trump en primer lugar.

 

Ahí están los 300 oficiales de la administración de Bush hijo, quienes recientemente declararon su apoyo a Biden y a quienes se suman otras decenas de empleados del excongresista John McCain, un tipo particularmente nefasto que, gracias a Dios, dejó de existir recientemente.

 

La promesa rota del cambio político gradual –dentro de los confines institucionales de la democracia–, unida a una fragmentación social que se va tornando explosiva, auguran desenlaces callejeros, masivos y violentos. Como sucede cuando los pequeños temblores no logran liberar la tensión tectónica acumulada, la prolongada incapacidad ciudadana para influir en la cosa pública, capturada por una diminuta minoría, seguro acabará en terremoto.

 

¿Llegará a tiempo el “gran reseteo” económico de Davos?

 

El ritual de la decepción

 

Este año, el circo electoral yanqui ha costado aproximadamente 11 mil millones de dólares, doblando la suma dilapidada en la espectacular temporada 2016. La friolera proviene del segmento ultrarrico, dueño del show y los delfines acróbatas de ambos colores, ganador indiscutible y de antemano de todo lo que esté en juego, por si algún tonto aún lo duda.

 

Los ciudadanos estadounidenses, aunque no parezca, saben perfectamente lo que desean (solo que no cuentan con los lobistas necesarios para informárselo a sus gobernantes): salud universal y gratuita, soluciones reales para el problema ambiental –es decir, que el futuro del planeta no se encuentre subordinado a poderosos intereses privados– y el involucramiento activo de su gobierno en favor de medidas económicas que redistribuyan la riqueza y transformen la economía actual en una “verde”.

 

Suena como lo que quiere mucha gente en todos lados. Hasta la conservadora FOX, que hizo un sondeo a boca de urna en los pasados comicios norteamericanos, tuvo que admitir que el 72% de sus encuestados mostró preferencia por un plan de salud universal –como en el primer mundo–, que un porcentaje idéntico se siente preocupado por el cambio climático y que el 60% dijo, en lenguaje llano, que considera necesario que “el Estado haga más”.

 

FOX tuvo que admitir, sin decirlo, que lo que la ciudadanía yanqui desea se parece mucho a lo que sus rubias reporteras equivocadamente llaman “comunismo”, pero que en realidad encaja en la socialdemocracia ofrecida por Bernie Sanders, cuya candidatura fue doblemente saboteado por el Comité Nacional Demócrata.

 

El boicot se explica porque el desvío hacia opciones “radicales” es aceptable solo si ellas se inclinan hacia la derecha, pues así no solo se evita cualquier riesgo de “comunismo”, sino que se refuerza la adhesión por la derecha “moderada” y con guiño “progre”. Más allá de esa fachada que ya no engaña más que a quienes desean ser engañados, le élite demócrata es tan neoliberal e imperialista –o “preocupada por la defensa”, en el lenguaje de los vendedores de armas– como su contraparte republicana.

 

Se equivocan quienes estiman que las decenas de millones de votantes por Trump son hombres blancos con escasa educación y abundante intolerancia, pues muchas otras minorías decepcionadas lo votaron también. Como señala el periodista y premio Pulitzer Chris Hedges, el partido Demócrata es como una burbuja, “ajeno a la profunda desesperación personal y económica que atraviesa el país”.

 

Los liberales que cierran los ojos a esta realidad para celebrar al “neocon” Biden, “alimentan la masiva sensación de traición que llevó a casi la mitad de los votantes apoyar a uno de los más vulgares, racistas, ineptos y corruptos presidentes en la historia norteamericana”, apunta Hedges con justificada molestia.

 

A pesar de que Joe Biden le ha prometido a la élite norteamericana que no hará ninguna de esas cosas terribles que los americanos desean y Bernie Sanders prometía, para la prensa conservadora es muy importante pintar su futuro gobierno de “sumamente progresista”, como dice Ian Vásquez, del Cato Institute, para El Comercio (10/11). El instituto en cuestión, fundado por el multimillonario Charles Koch, fue señalado por 19 senadores estadounidenses –junto a otras 31 organizaciones vinculadas a la industria petrolera– por dedicarse a negar el cambio climático. Así es como se construye la ilusión de oposición ideológica entra las facciones que sirven a Wall Street, llamándole “progresista” a Joe Biden.

 

Varias formas de hartazgo

 

El Perú tiene nuevo Presidente. ¡Qué feroz angurria la de nuestra clase política!

 

El ascenso abrupto e indeseado de Merino de Lama habla del carácter mercenario de nuestro Congreso, pero también de la representatividad fugaz de un expresidente cuyo rabo de paja terminó por quitarle el apoyo masivo de la gente. No era para menos.

 

Vizcarra resultó ser uno más, pero quienes lo vacan son un peligro grave que ahora el Perú tendrá que vigilar con atención redoblada.

 

El país también ha expresado deseos parecidos a los de los norteamericanos, como el mejoramiento sustancial de su infraestructura pública. Nada de eso vendrá del statu quo neoliberal, que ya dejó claro –a través de décadas de una tecnocracia que mantuvo todo servicio público en su mínima expresión– que no debemos esperar mejoras sanitarias (o educativas). La pandemia no nos dejará lecciones de economía.

 

La idea es que usted emprenda y triunfe, para que así pueda pagarse una clínica digna, para que mire al que necesita de un Estado como el fantasma de una etapa pretérita y superada. No habrá inversión en el Perú y su gente, sino disciplina de mercado, desempleo y austeridad. Ellos aseguran sueldos bajos y suficiente gente desesperada para aceptarlos.

 

El bicentenario solo podría ser aprovechado refundando el Perú sobre la idea de la soberanía nacional, que jamás se ha opuesto a la amistad y apertura internacionales, al comercio o a un mundo más conectado. Soberanía significa un país buscando su propio camino de desarrollo, sin subordinarse a la conveniencia de ninguna potencia hegemónica que, ¡vamos!, se desarrolló, en primer lugar, protegiendo celosamente sus industrias y comercio, como bien ha explicado el surcoreano Ha-Joon Chang, entre otros.

 

El Perú debe refundarse sobre la fraternidad y el reconocimiento del otro como igual, dejando atrás el centenario desprecio y la explotación, dejando atrás siglos de ver al otro como inferior para luego pasar a asegurarse de que lo sea, haciendo lo necesario para no levante cabeza.

 

-Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú) el 13 de noviembre de 2020

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/209816?language=en
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