Trump: satanización y censura

Trump se va por un pelo, con un país dividido entre quienes lo detestan y quienes, ante la ausencia de opciones, pusieron en él una fe que no merece ni podría jamás retribuir.

20/01/2021
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Foto: https://freepages.at
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¿Bajo qué alfombra barrer a los 74 millones de “deplorables” que votaron por reelegir a Trump ahora que se va de la Casa Blanca?

 

Lo de “deplorables”, por cierto, lo escupió una poco empática Hillary Clinton en 2016, cuando se alucinaba pasando a la historia, no ya como otra primera dama, sino como la primera presidenta de su país.

 

Pero el conservadurismo blanco –junto con otros sectores relegados al parque de remolques– habrían de empoderar a un bufón peligroso antes de continuar con la farsa demócrata del “cambio”, esa que montaron Barack Obama y su rubia Secretaria de Estado.

 

He ahí lo “deplorable”: los relegados del sistema traicionaron la puesta en escena. El sueño americano, muerto de neoliberalismo, no sería resucitado por Clinton (tal como no será resucitado por Joe Biden). Tras la fachada demócrata la precarización del trabajo y el secuestro plutocrático de la política avanzaron a paso firme, empobreciendo a millones en beneficio de Amazon y Wal-Mart, en cuyos estacionamientos pernoctan sus empleados en situación de calle.

 

Lo cierto es que Trump se va por un pelo, con un país dividido entre quienes lo detestan y quienes, ante la acostumbrada ausencia de opciones, pusieron en él una fe que no merece ni podría jamás retribuir. Lejos de ser el remedio, el republicano solo es un reflejo de los peores vicios del sistema, como ya se ha dicho mil veces.

 

Promesas incumplidas

 

El plan era estúpido y demagógico: Trump recortaría los impuestos, “creando crecimiento económico” y “mejorando los salarios” de los trabajadores. El republicano ayudaría así –según él– a profesores, camioneros, carpinteros, policías y plomeros, es decir, al relegado y políticamente impotente norteamericano de a pie.

 

Pero según el Tax Policy Center de Estados Unidos, el 60% de los recortes de impuestos de Trump, comenzando en 2017, terminaron beneficiando al 20% en el nivel superior de la pirámide de ingresos.

 

Como explica un artículo de Rolling Stone, en 2016 Trump se presentó como el multimillonario que bajaría al llano para rescatar a sus compatriotas de los intereses y las políticas que le dieron a él y a su clase sus exorbitantes riquezas. Y le creyeron… ¡en pleno siglo 21!

 

Durante la prosperidad de la posguerra, a mediados del siglo pasado, los salarios del 90% menos adinerado de los estadounidenses creció en línea con la economía del país. A mediados de la década del 70 todo eso cambió, dejando a las masas fuera del banquete y agarrándose a codazos por las migajas. Un estudio del Instituto RAND señala que, de continuar con la tendencia favorable de la posguerra, ese 90% menos pudiente sería, al día de hoy, $47 billones más rico.

 

No es ningún misterio a donde fue a parar esa porción de la torta: “se la comieron los de arriba”, como señala una economista del instituto.

 

Así, las políticas neoliberales que le permitieron a Trump pagar solo $750 en impuestos en 2017 –y absolutamente nada durante 10 de los últimos 15 años– serían repotenciadas por el republicano en favor de los superricos y las grandes corporaciones. Como resultado, en 2018 lo recaudado en impuestos de las grandes corporaciones de Estados Unidos disminuyó en $135 mil millones (el PBI del Perú en el mismo año fue de $222 mil millones).

 

Trump también se presentó ante el mundo como un presidente “antiguerra”, condenando el gasto militar que contribuía a la precariedad en casa. Trump les aseguraría a sus más despistados fanáticos que ese presupuesto bélico –la base del imperialismo– era una especie de regalo o favor que “América” le hacía al mundo, brindándole gratuitamente una “seguridad” por la que ahora debía empezar a pagar.

 

Pero él mismo desmintió rápidamente esa pose pacifista durante los primeros meses de su presidencia, cuando aprobó su primera operación militar en Medio Oriente. En el ataque, realizado por comandos estadounidenses en un polvoriento caserío yemení, serían masacradas varias docenas de civiles, entre ellos 10 niños (incluyendo a una niña de nacionalidad estadounidense-yemení).

 

Poniendo de manifiesto su peculiar relación con los hechos, el republicano hablaría de la masacre como una operación exitosa. Cualquier nación digna del calificativo de “democrática” hubiera sometido a tal líder a un proceso de “impeachment” de inmediato, pero lo descrito jamás ha constituido el tipo de pecado que merece grandes titulares de rechazo e indignación por parte de la gran prensa norteamericana.

 

De hecho, Trump sería duramente vilipendiado por esa prensa a razón de sus constantes deslices retóricos, de sus frases misóginas, sus insultos racistas y su intolerancia conservadora –todo merecido, sin duda–, pero no a razón del asesinato de civiles o la agresión militar contra países con los que Estados Unidos ni siquiera está en guerra, como Yemen.

 

Todo eso es “business as usual”, lo de siempre. Matar inocentes e invadir naciones soberanas es aceptable mientras se conserve intacta la indispensable fachada retórica. Si el discurso tiene ribetes progresistas, mucho mejor: la prensa repetirá el discurso, potenciará el carisma y ocultará el crimen, como sucedió durante ocho años con Obama. Los hechos son completamente secundarios.

 

Otra arma de guerra extensamente empleada por Trump fueron las sanciones. Ellas matan en masa, pero suelen ser pasadas por alto cuando se habla de agresión internacional. Se dice que ellas no serían impuestas con la finalidad de perjudicar a la población civil, sino al liderazgo político, pero esa es otra mentira desvergonzada: solo en Irak, durante la década del 90, un millón y medio de personas murieron debido a las sanciones impuestas por Naciones Unidas e instigadas por George H. W. Bush (The Lancet, 20/08/18).

 

Algo muy parecido sucede hoy en Yemen, donde 30 millones dependen de la ayuda internacional para su supervivencia. Mientras tanto, Arabia Saudí bombardea el país con flamantes arsenales de fabricación estadounidense y europea.

 

En los próximos días, antes de abandonar la Casa Blanca, Donald Trump planea declarar a los hutíes –que dominan varios sectores del país y su capital, Saná–, como grupo terrorista, lo que empeorará sensiblemente la situación para millones de yemeníes atrapados en medio del conflicto.

 

Censurar al populista

 

El viernes 8 de enero y con motivo de la invasión del Capitolio por fanáticos de Trump, El Comercio repetía la monserga de la democracia norteamericana como tradicionalmente “ejemplar”: “…la transición pacífica y ordenada del poder siempre estuvo garantizada, con los vencidos asumiendo su derrota con hidalguía…”.

 

En realidad, lo único “tradicional” es la doble moral de la gran prensa, que en este caso pretende hacernos creer que dos realidades mutuamente excluyentes pueden coexistir: respeto por la democracia en casa, golpes y subversión política afuera.

 

Trump ha sido censurado por las principales corporaciones de redes sociales bajo la premisa de que podría hacer un llamado a la violencia (otro). Vale la pena preguntarse si, de ahora en adelante, Twitter y Facebook censurarán la propaganda de guerra y los constantes llamados a la violencia internacional que suelen salir de la boca de presidentes “aceptables”, cuando no del mismo periodismo corporativo y sus opinólogos.

 

Difícilmente: hace poco se denunció que la embajada de Estados Unidos en Venezuela estaba usando Twitter para decirle a los venezolanos que no fueran a votar, denotando el rol subalterno que las redes sociales tienen en la política exterior imperialista. Recordemos que debacles como la de Yemen, Siria o Iraq, suelen originarse en años de propaganda y engaños que se transmiten a través de todos los canales tradicionales y “respetables”, sin censura de ningún tipo.

 

Si bien el silenciamiento del presidente de Estados Unidos por parte de las corporaciones tecnológicas de Silicon Valley viene precedido por varios años de satanización, en los hechos Trump no es tan distinto de otros líderes norteamericanos del pasado reciente o lejano. El constante ataque a la reputación hace tragable su silenciamiento y crea también ese abismo imaginario entre el republicano y otros líderes igualmente reprochables, pero mejor hablados y menos “populistas”.

 

Salvando el abismo de diferencias entre uno y otro personaje, la satanización y silenciamiento de Julian Assange fue llevada a cabo por los mismos actores mediáticos que ahora celebran la mordaza a Trump y que previsiblemente, no serán demasiado exigentes con Biden.

 

Los liberales celebraron ambas mordazas. A estas alturas ya deberíamos tener muy claro que defender la libertad de expresión consiste, justamente, en defender la libertad de aquellos a quienes detestamos para que puedan decir libremente y en voz alta esas cosas detestables. Lo demás es conveniencia.

 

La censura a Trump es un precedente sumamente peligroso. No solo porque proviene de entidades privadas que solo responden a sus accionistas, sino porque, además, es la conclusión de un proceso de satanización que la gran prensa aplica de manera totalmente arbitraria a los líderes o personalidades que no aprueba. Las razones detrás de tal desaprobación no surgen de cuestionamientos éticos o morales de ninguna clase, sino de la más pura conveniencia.

 

-Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú) el 15 de enero de 2021

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/210595?language=en
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