Los poderes fácticos y las difíciles mediaciones capital/Estado/sociedad
La relación capital/Estado/sociedad no es tersa, sino que está expuesta a contradicciones y a acentuadas disputas. Y, según la correlación de fuerzas, el Estado puede ser hegemónico en ciertas coyunturas históricas, o bien, el mercado puede alcanzar un poder prácticamente incuestionable y destructivo a través de la falsa utopía de la autorregulación.
- Análisis
Si la praxis política no ofrece respuestas a los problemas más acuciantes que padecen las sociedades contemporáneas, entonces ¿Dónde encontrar referentes que ayuden a campear el temporal y a alejar la tormenta? Si la política fue convertida en un ramplón mercadeo y el triunfo incuestionable del individualismo hedonista la tornó un objeto efímero y una arena de trapicheo e intercambio de baratijas simbólicas, entonces urge encontrar respuestas a esa pregunta en medio de la crisis de sentido, la lapidación del pensamiento utópico y el malestar con el mundo y en el mundo.
Más urgente el interrogante anterior de cara a un capitalismo genocida –como lo evidencia la Colombia de las últimas semanas y la masiva represión del Escuadrón Móvil Antidisturbios– y que se fundamenta en un patrón de acumulación por desposesión y despojo que precisa, para funcionar, de la violencia, el crimen organizado, la exclusión social, la desigualdad y la marginación de vastos sectores de la población. La misma crisis pandémica es un acontecimiento histórico de amplio aliento y un macro-experimento que alteró la cotidianeidad y las formas de organización social para –bajo la falsa disyuntiva de “la salud o la economía”– legitimar nuevas formas de acumulación por despojo, dispositivos de control social, y mecanismos de pauperización y avasallamiento sobre las clases trabajadoras.
La relación capital/Estado/sociedad no es tersa, sino que está expuesta a contradicciones y a acentuadas disputas. Y, según la correlación de fuerzas, el Estado puede ser hegemónico en ciertas coyunturas históricas, o bien, el mercado puede alcanzar –como en la era actual– un poder prácticamente incuestionable y destructivo a través de la falsa utopía de la autorregulación. Es justo en esas disputas donde las sociedades precisan hacer un esfuerzo descomunal para liberar a la praxis política del rapto que despliegan sobre ella los intereses creados.
El gran problema que se suscita cuando el Estado se asume como el centro de la sociedad y como el gran asignador de recursos, no reside en su talante que coarta la libertad individual –reducida ésta a relaciones meramente mercantiles–, sino al distanciamiento de las élites políticas y las burocracias respecto a los lacerantes problemas públicos. Tomar decisiones públicas desde el escritorio sin asidero en la realidad y sin consultar a los ciudadanos de a pie es un riesgo con consecuencias, a veces irreversibles, en la vida cotidiana de ellos.
Pero tampoco el mercado dejado a sus libres fuerzas –las ficticias de la oferta y de la demanda– es garantía de bienestar social. Su lógica se rige por la desigualdad, la inequidad y la exclusión social. Y en sociedades desestructuradas y subdesarrolladas como las latinoamericanas, se rige por una lógica neo-extractivista y depredadora de la naturaleza y de la mano de obra.
De ahí que la praxis política, para construir referentes, no se reduzca al simple cambio de gobiernos; al relevo de un signo partidista o ideológico por otro. Tampoco se agota en la teatralidad de los procesos electorales regida por una sociedad de los extremos, ni en el ejercicio y depósito del voto en la urna. Esas son formas adicionales de contribuir al rapto de la praxis política y de alejar las respuestas que se necesitan para evitar el naufragio a que nos expone el patrón de acumulación en su faceta rentista, depredadora y excluyente.
El poder real no emana ni se encuentra en la esfera de lo electoral, sino que se entreteje a partir de múltiples intereses creados que se proyectan desde organizaciones como los mass media, los centros de pensamiento conservadores y de extrema derecha, los organismos internacionales y las tecnocracias altamente cohesionadas, así como desde las oligarquías, nativas o foráneas, que se benefician de un patrón de acumulación financiero/especulativo y fundamentado en el extractivismo minero, la especulación inmobiliaria, la economía criminal, los monocultivos y los megaproyectos de obra pública. Su lubricante es la corrupción y la impunidad, la construcción mediática de la mentira, y el arrinconamiento de la ciudadanía con su consecuente despolitización.
Las aparentes disputas entre facciones de las élites políticas –tal cual son protagonizadas en naciones como México o los Estados Unidos– no son más que falaces arrebatos que no recomponen las formas de dirigir los asuntos públicos y que tampoco trastocan los fundamentos de este patrón de acumulación regido por la muerte, la adicción a los psicotrópicos, la violencia y el empobrecimiento masivos. Ello solo evidencia que la vida pública es más un terreno de gestores que de estadistas, y que el ciudadano de a píe es presa de esas falsas disputas que no responden a criterio ideológico alguno, sino a intereses creados y arraigados en las estructuras de poder, riqueza y dominación.
Solo las formas de organización fundamentadas en un conocimiento razonado y en información fiable, contribuyen a gestar mínimos contrapesos que remonten esas asimetrías entre capital, Estado y sociedad. La construcción de renovados referentes amerita de un nuevo ciudadano que marche a la vanguardia en las formas de pensar, ser y hacer. Recuperar la plaza pública es un paso necesario más no suficiente; la deliberación colectiva es solo un atisbo de lo que se necesita para modificar rumbos, pero ella no fructificará mientras predominen extremos irreconciliables y el ninguneo de “el otro”.
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