La praxis política: entre la ilusión y la estafa
En esta parafernalia, los mass media desempeñan un papel crucial al atizar el fuego vivo de la tragicomedia y al invisibilizar a los verdaderos beneficiarios de las estructuras de poder, riqueza y dominación.
- Opinión
Si la política experimenta un descrédito ante la ciudadanía y si impera la pérdida de confianza en el Estado como mecanismo para la solución de los problemas públicos, en buena medida es porque dicha praxis fue convertida por las élites y liderazgos en una estafa que, desde el discurso mismo, supone el engaño.
Colocada en el centro de la arena pública, la mentira funge como un dispositivo de poder que abre el camino a la teatralidad en la cual fue convertida la plaza pública. Y no bastando con ello, el espectáculo, la parodia y el ramplón mercadeo de la imagen entronizan el tratamiento superficial de los lacerantes sociales, y quienes toman las decisiones en las distintas escalas de la administración pública lo hacen bajo el influjo del efímero criterio del costo/beneficio particular y del sectarismo que ahonda la sociedad de los extremos.
En esta parafernalia, los mass media desempeñan un papel crucial al atizar el fuego vivo de la tragicomedia y al invisibilizar a los verdaderos beneficiarios de las estructuras de poder, riqueza y dominación.
No bastando lo anterior, la orfandad ciudadana se reproduce con las ausencias del Estado a medida que éstas son exacerbadas al vaciarse de sustancia sus funciones, acciones y decisiones. El predominio del fundamentalismo de mercado en una sociedad solo conduce a que el poder se re-concentre en entes privados y/o extra-estatales. De ahí que el margen de maniobra de las esferas de las élites políticas se reduzca a la adopción de una racionalidad tecnocrática orientada a la gestión y no a la comprensión y resolución cabal de los problemas públicos.
La praxis política es también el escenario de las ilusiones y los votantes siguen a los líderes como si fuesen los salvadores o mesías que prometen una mejor vida terrenal. El marketing y la comunicación política no hacen más que sobredimensionar –o ningunear o aplastar, según sea el caso– la imagen de un candidato y de un gobernante.
De ahí la importancia de la pulsión emocional a la cual se apela en el votante (consumidor) a la hora de ejercer su derecho. No importa lo que se proyecta a través de los mass media y las redes socio-digitales; importa lo que el votante percibe. Y si esa percepción y sentir impuesto por la imagen tridimensional no demanda el ejercicio del razonamiento, entonces es opacada toda capacidad de ejercer el pensamiento crítico, la disciplina y la inteligencia. Lo anterior es parte consustancial del control sobre la mente y la conciencia, así como de la misma lapidación de la palabra.
En la era del algoritmo, la misma mutación antropológica atraviesa no solo por la subsunción del individuo respecto al consumismo de mercaderías y baratijas, sino por el mercadeo de símbolos, imágenes y dirigentes envueltos en un paquete a la medida de quien tiene una necesidad o deseo creados. Es la producción en serie para las masas que son presas del homo videns –del cual hablaba Giovanni Sartori– y del homo digitalis que impone el ciberleviatán y que se arraiga con la ignorancia tecnologizada.
La impresión percibida por el votante depende del dominio que las élites tengan sobre los mass media, y desde allí se despliega el dispositivo de control sobre el neocórtex. Se impone el sentir sobre el pensar, y el prejuicio suplanta a la confianza. En esa vorágine, la televisión, Facebook, Instagram y Twitter son la principal arena de disputa; y desde allí se construyen lealtades efímeras, se disemina el odio a “el otro” y se impone la confusión como norma.
El terreno propicio para todo ello es el pensamiento lineal, visual y analógico donde no importan las propuestas, los argumentos y el principio de verdad. Los modelos de político vendibles se corresponden con las aspiraciones de las masas; regularmente cosas materiales que éstas desean para sentirse realizadas tras crearse una necesidad desde los líderes de la opinión pública. De ahí la relevancia de la mentira y del afán de estafa al calor del vértigo de la sociedad aspiracional.
El mismo malestar en la política y con la política es funcional a esta lógica voraz de la estafa pues siembra entre las masas el sentir de la indiferencia y la proclividad a la atomización. En este sentido, el incuestionable triunfo del individualismo hedonista retiró al ciudadano de la plaza pública y lo recluyó en el anonimato más infame: el de audiencia pasiva y engañada tras la sobreexposición a la desinformación masiva y a la venalidad de las emociones.
La praxis política es, por antonomasia, el terreno de la palabra. Y si ésta es sometida a la lapidación y a la tergiversación semántica, entonces se sientan las bases para la construcción y el reforzamiento de los dispositivos de poder. Subsumido el sentido de la palabra a los intereses creados y a la trivialización, no resta más que la descalificación, el ninguneo, la diatriba y la eliminación de “el otro”.
Quizás ello explique, en parte, fenómenos extremos como la importante cantidad de candidatos asesinados durante los últimos procesos electorales en una sociedad como la mexicana. Enfrentarse a la muerte violenta no solo clausura toda posibilidad de diálogo público, sino que evidencia el grado de descomposición de la vida pública y la misma crisis de Estado que se cierne desde décadas pasadas, sin otra opción más que el miedo y la resignación.
Si no se reivindica el valor de la palabra como instrumento para la construcción de diálogos, acuerdos y sentido de comunidad, la praxis política continuará capturada por el afán de estafa que se impone como modus vivendi y modus operandi. Y si ese valor de la palabra no se fusiona con la relevancia de la cultura ciudadana, no solo la sociedad seguirá presa del oscurantismo, sino que también la despolitización tenderá a arraigarse sin mediar contrapesos en medio de un mundo incierto.
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