18 de julio de 1936. Golpe, guerra y revolución
La reacción logró imponerse tras casi tres años de guerra, pero antes de su triunfo España y el mundo asistieron a un conjunto de experiencias sociales igualitaristas de inusual riqueza.
- Análisis
El 18 de julio de 1936 ocurrió en España un golpe militar con fuerte apoyo de empresarios, terratenientes, partidos de derecha, y la Iglesia. El pronunciamiento militar se lanzó desde las posesiones españolas en África a derrocar al gobierno de la Segunda República, como primer paso para arrasar con las organizaciones populares, la militancia sindical y los partidos de izquierda.
Las fuerzas de la reacción temían que el potencial del movimiento obrero y campesino de la península diera lugar a una radicalización revolucionaria. Ya habían tenido una muestra en octubre de 1934. En Asturias tuvieron que desplegar todo el poderío militar para sofocar una rebelión en la que se había plasmado una experiencia de unidad obrera más allá de las filiaciones ideológicas.
A partir de la victoria de un amplio frente de izquierdas en febrero, y hasta el golpe de julio, se acumularon huelgas, tomas de tierra y movilizaciones. Proletarios y campesinos desplegaban un auge en sus acciones y el gobierno, ejercido por “moderados” de procedencia pequeñoburguesa que no acertaban a frenar su impulso. Las fuerzas de derecha seguían por su parte lo que hoy llamaríamos una táctica de desestabilización, con todo tipo de acciones violentas. Mientras tanto, preparaban el alzamiento militar.
El golpismo pretendía refundar una España respetuosa del derecho de propiedad, integralmente católica, totalmente centralizada. Con un fuerte disciplinamiento de obreros y campesinos, y con las mujeres de regreso a su rol tradicional en el seno familiar. Las “insolencias de la chusma” debían terminarse para siempre.
Complicidades y solidaridades
Los golpistas no vacilaron en buscar y conseguir el apoyo de las potencias fascistas. Alemania e Italia aportaron armas, hombres y todo tipo de recursos para contribuir al triunfo de los insurrectos. Fue la primera vez que ambas potencias coordinaron acciones en un campo de batalla, un presagio de lo que ocurriría a partir de septiembre de 1939. Un ministro de la república escribió sus memorias con el título La guerra empezó en España: en más de un sentido fue efectivamente así.
Junto con el sustento activo del fascismo internacional, el golpismo contó con complicidades por omisión de las potencias “democráticas”. Mientras la conservadora Gran Bretaña negaba el menor auxilio a la República, Francia, gobernada por el Frente Popular, sólo permitió alguna ayuda intermitente y clandestina para sus supuestos compañeros del legítimo gobierno español.
Ante la injerencia fascista y la complicidad de los “democráticos” se alzó el internacionalismo de izquierda. Decenas de miles de voluntarios de las más diversas nacionalidades convergieron sobre España, dentro y fuera de las Brigadas Internacionales. Entre los revolucionarios de la época existió clara conciencia de que en la península ibérica se libraba una lucha de escala mundial.
Los voluntarios internacionales afrontaron grandezas y miserias. Sobre todo encarnaron un antifascismo de masas, dispuesto a dar la vida por lo que entendían era la causa del proletariado mundial. Fueron millones quienes no fueron a España y se entregaron a la solidaridad desde sus lugares. Si bien se acercaron a la causa republicana personas y grupos de variadas extracciones sociales y diversas ideas políticas, las organizaciones obreras y las ideologías de izquierda tuvieron el protagonismo.
Lucha popular
La paradoja fue que el intento de prevenir una revolución terminó desencadenándola, por obra de una contundente respuesta popular al golpe. Las instituciones de la república, comenznado por las fuerzas militares, se desmoronaron, y el pueblo en armas tomó su lugar.
El factor central para el parcial fracaso del golpe estuvo constituido por los trabajadores y trabajadoras, urbanos y rurales, que tomaron las armas desde el primer momento para sofocar la sublevación militar. En Barcelona, en las jornadas del 19 y el 20 de julio, se escribió una página de gloria para el movimiento obrero. Ciudad de fuerte presencia proletaria con dominio anarquista, allí miles de libertarios le pusieron el pecho a las balas, pasaron a la ofensiva y lograron el triunfo. También en Madrid y en muchas otras ciudades y pueblos los militares sublevados fueron vencidos.
El golpe frustrado dio lugar a la guerra. Las fuerzas de la reacción lograron controlar una buena porción del territorio español, en muchos casos tras fuertes combates. Pero la mayor parte de la población del país y las ciudades principales quedaron en poder de trabajadores y trabajadoras. Éstos no veían en la defensa armada de la República un punto de llegada, sino el arranque del camino hacia una sociedad sin clases. También ocuparon un lugar en el espacio republicano los nacionalismos catalán y vasco, que pudieron sostener sus espacios de organización política autónoma frente a los rebeldes. Los enemigos estaban lanzados a sofocar nacionalismos y autonomías hasta la raíz, bajo lemas como “Una patria, un Estado, un caudillo” o “España una, grande y libre”.
Había proyectos distintos, cercanos al antagonismo, en el interior del campo “republicano”. Y una multiplicidad de fuerzas políticas que los respaldaban. Era muy diferente el reformismo de la llamada “izquierda burguesa” de los ideales de “comunismo libertario” que expresaban la Confederación Nacional del Trabajo-Federación Anarquista Ibérica (CNT-FAI). La presencia de un anarquismo de masas era casi única en el mundo. Los ácratas condujeron en buena medida la revolución que acompañó a la guerra.
La actuación de los libertarios estuvo atravesada de contradicciones, entendibles en situaciones tan arduas como las producidas por la guerra. La supervivencia propia y la ajena se ponían en juego a cada momento y había que reconstituir el poder político y la capacidad organizativa casi desde la nada.
Llegó a haber ministros anarcosindicalistas. Para muchos militantes y dirigentes eso entrañaba una renuncia a los principios, que no podían digerir, y así lo marcaron en los debates públicos entre los propios anarquistas y con otras fuerzas. De todas maneras, la incursión ministerial de dirigentes de la CNT-FAI dio lugar a hallazgos únicos. Como que llegara a ser ministro de Justicia Juan García Oliver, que había pasado largos períodos de prisión por conducir huelgas, revueltas e incluso “expropiaciones” a mano armada. Pasó de ser “inquilino” de las cárceles a ser el encargado de dirigirlas.
El ala izquierda del Partido Socialista se desplazó en poco tiempo desde un cierto “evolucionismo” hacia planteos radicales, en medio de una intensa disputa en el interior de la agrupación con fracciones más a la derecha. Dirigían otra gran central obrera, la Unión General de Trabajadores (UGT) y allí, como en el partido, chocaron los grupos enfrentados.
El Partido Comunista asumía un propósito revolucionario pero con la idea de una revolución “democrática”, con aliados incluso entre la burguesía, que se orientaría no al socialismo sino a una “república de nuevo tipo”. En la práctica fue un ariete contra las posiciones más radicales.
Un comunismo de izquierda, de conflictivas relaciones con León Trotsky, acompañó a los libertarios en el sendero de la revolución: era el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM).
Los comunistas, enfrentados a la CNT-FAI y al POUM, acaudillaron un choque armado entre las facciones rivales, en el centro de Barcelona, a principios de mayo de 1937. En alianza con el gobierno catalán y con fuerzas armadas y policiales del gobierno nacional, lograron la derrota de los sectores más radicales. Los anarquistas asistieron luego al paulatino ocaso de sus propósitos revolucionarios. El POUM no tardó en ser proscripto y sufrió una persecución que tuvo su punto culminante en el secuestro y asesinato de Andreu Nin, máximo dirigente de ese partido, con participación de agentes secretos soviéticos.
Los rostros de la revolución social
En los primeros tiempos de la contienda se multiplicaron las experiencias de construcciones sociales desde abajo, con impulsos espontáneos que solían pugnar con los esfuerzos organizativos, hasta alcanzar difíciles equilibrios. Hubo comités revolucionarios a nivel de regiones, ciudades y aldeas. Las colectivizaciones surcaron la España republicana: de tierras en los campos, y de fábricas y servicios en las ciudades. También de pequeños talleres y hasta de peluquerías. Se formaron “patrullas de control” para guardar el orden. Las milicias populares actuaron en el frente y en la retaguardia, no sin encontronazos y conflictos. No cabe duda de que la acción obrera y campesina trascendió en mucho a la mera resistencia al golpe. Se lanzó con entusiasmo a la construcción de una nueva sociedad.
El poder de los de abajo en España, si bien duró poco tiempo, dio lugar a realizaciones casi inéditas, no sólo en el país ibérico, sino a escala mundial. Hubo sitios donde se suprimió el dinero y se instauraron sistemas de intercambio de bienes por trabajo. Muchas veces los organizadores de esos procesos colectivos eran ácratas, pero asimismo los hubo socialistas y de otras tendencias. El denominador común era el propósito de hacer la revolución en ese mismo momento.
En la región aragonesa se multiplicaron las colectivizaciones y la organización autónoma. La zona fue ocupada por los libertarios desde el comienzo del conflicto. Muchas poblaciones articularon sus esfuerzos a través del Consejo de Aragón, un órgano de poder popular. La situación de coordinada colectivización pervivió hasta agosto de 1937, cuando fue suprimida, en un proceso de represión que incluyó el encarcelamiento de dirigentes y la intervención de unidades del ejército regular republicano.
La consigna implícita en todo el movimiento era enfrentar a la reacción fascista no sólo en el plano de la defensa militar, sino en la construcción inmediata de una sociedad diferente. Desde las autoridades gubernamentales se adoptó la consigna “primero ganar la guerra, después la revolución”. Los sectores más radicalizados rechazaban ese concepto y trataban de poner en práctica la idea de que revolución y combate antifascista eran inseparables y simultáneos.
Un legado que llega al presente
No puede hacerse una síntesis acertada de lo que significó el conflicto español sin verlo en todas sus dimensiones. Fue sin duda un conflicto de clases, en el que los sectores dominantes e instituciones que les respondían, como la Iglesia y el ejército, dieron una batalla decisiva. Contra los explotados en rebelión y para suprimir toda expresión política que los favoreciera.
Fue asimismo una lucha de religión, en la que se peleó por la libertad o el sometimiento frente a una versión reaccionaria del catolicismo, que no pretendía menos que aprisionar toda la vida española bajo sus arbitrarias reglas.
También una contienda entre nacionalidades, con el centralismo castellano en búsqueda de suprimir las autonomías y el reconocimiento de nacionalidades albergados por la república.
Y fue una lucha de ideologías. De choque frontal entre las variantes de pensamiento que se identificaban con las clases subalternas, y los exponentes de una cosmovisión reaccionaria, en la que coexistían el conservadurismo monárquico, el tradicionalismo católico y el fascismo desembozado.
Si se siguen esas líneas de confrontación, complejas y superpuestas, mal se puede encuadrar el eje del conflicto en términos de “democracia vs. fascismo” o de “modernidad progresista vs. autoritarismo reaccionario”. Sería subestimar, o en el peor de los casos ignorar, lo que sólo puede describirse mediante el agregado de los términos “guerra” y “revolución”.
La reacción logró imponerse tras casi tres años de guerra, pero antes de su triunfo España y el mundo habían asistido a un conjunto de experiencias sociales de inusual riqueza. El triunfo proletario en Barcelona, las comunidades libertarias en Aragón, las colectivizaciones de la tierra en muchas partes, fueron ejemplo de una construcción económica, social, político-militar y cultural de un igualitarismo indoblegable. Y de una autenticidad democrática pocas veces vista.
Se han dedicado muchos millares de páginas a revalorizar las realizaciones de poder popular que florecieron sobre todo en la primera etapa del conflicto, sin excluir la reflexión crítica acerca de sus carencias. Y habrá que seguir escribiéndolas. Equivalen al rescate de una revolución creadora, desenvuelta en las más difíciles condiciones, en desafío a las iras de un poder tan asustado como implacable.
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