La revolución socialista y el 11 de septiembre
Con Allende podemos decir que nos mantenemos firmes en forjar, en democracia y con la población, una revolución socialista. Con Guzmán podemos decir que rechazamos el uso del pensamiento revolucionario para sojuzgar, dominar, controlar y destruir.
- Opinión
La historia, el destino, el acaso, son a veces caprichosos. Pero la política no. En política dicen que no hay coincidencias. Y eso ha ocurrido el 11 de Setiembre, cuando dos políticos y líderes disímiles, desiguales y opuestos son unidos por el día de su muerte. El 11 de Setiembre de 1973, el ex presidente chileno Salvador Allende Gossens fue asediado y asesinado en el Palacio de Gobierno, o según la versión oficial se suicidó, defendiendo la democracia y la libertad, acechado y cercado por el fascismo, el totalitarismo, la dictadura de la muerte y la sinrazón.
El 11 de Setiembre de 2021 el ex líder del Partido Comunista del Perú, “Sendero Luminoso”, Abimael Guzmán Reinoso, murió en una celda de la base naval del Callao en la que fue recluido tras ser sentenciado a cadena perpetua, acusado de terrorismo y de homicidio calificado por innumerables asesinatos que él dispuso. Murió como un delincuente perseguido por la justicia. Sus víctimas, sumidas en el horror y el dolor, pedían su arrepentimiento y perdón, los cuales nunca llegaron.
A 48 años de la insania contra Allende, hoy es un estandarte del socialismo democrático. Un héroe de la lucha por la igualdad y la creación de un mundo nuevo en democracia y libertad. A dos días de la muerte de Guzmán, el terror que sembró se volvió contra su memoria, nombrándolo como un asesino y terrorista. La gloria y el honor precede el nombre de Allende, el infortunio, el rechazo y la desdicha el de Guzmán.
Un mismo día expresa dos sentimientos y verdades contrapuestas. Un pueblo dolido por la injusticia cometida contra Allende, porque entiende que buscaba a través de la democracia la igualdad y la mejora de la calidad de vida de los pobres. Por eso su pueblo lo rememora y le rinde el mejor de los homenajes: seguir su ejemplo. A contracorriente, un pueblo pobre y excluido, adolorido por la injusticia cometida por Guzmán, lo condena y quedará en su memoria como un ejemplo de conductor de la muerte y la desgracia. El olvido de su práctica política será su mayor condena.
El tiempo juega a favor de Allende y en contra de Guzmán. La humanidad sigue la vida, no la muerte. La vida mueve a los pueblos hacia un destino mejor. A la muerte no se le sigue, se le teme y relega. A la vida se le invita a subir, a la muerte se le deja al borde del camino. En un día se condensan dos enseñanzas, dos visiones, dos mundos. El azar los ha unido en un día, pero la historia los separa en su trascendencia. Los une una misma fecha de fallecimiento, pero los separa dos experiencias, dos vidas disímiles en su talante, su hondura, su novedad.
Allende perdurará en la memoria colectiva socialista como un actor heroico, desgarrado, honesto, valiente. El camino que transitó y que abrió Allende para la historia socialista mundial es el de las transformaciones con la gente, con el pueblo, con la historia, en libertad. Fue un visionario de las transformaciones en democracia, cuando eso era impensable. Planteó el reto de que la libertad debe estar al servicio de la solidaridad, no del egoísmo.
Bosquejó que la revolución socialista es un acto de desprendimiento y honradez. El ejercicio del poder fue para él un levantarse contra las desigualdades usando la democracia como herramienta para las transformaciones. Para Guzmán, mal aprendiz de Mao, la revolución socialista fue una consigna ideológica más allá de la realidad, de la vida de hombres y mujeres, de la misericordia y la humanidad.
Con Allende podemos decir que una revolución socialista se hace con ternura, amor, convicción, diálogo, convencimiento, verdad. Se emprende para liberarse uno mismo del egoísmo, de sus propias limitaciones y trabas, de los defectos propios, de la viga que uno tiene en su ojo y contribuir desde ese reconocimiento a que los demás se saquen la paja que pueden tener en sus ojos.
Una revolución socialista que aspira a trascender, convocar, aglutinar, crecer, hacer historia, se hace con la sencillez del que ama al que se hace enemigo de uno. Se elabora con la masa de la fe y la esperanza en un mundo nuevo para todas y todos. No se hace con crueldad, sometimiento, dolor, muerte ni violencia. No se hace para el engrandecimiento del ego y la vanidad. No se hace con enemistad ni animadversión contra el otro. No se hace para sembrar odio o venganza.
Una revolución socialista es un acto de felicidad, no un acto de sufrimiento. Es una acción de cariño y paz para esparcir ideas y sentimientos que permitan la toma de conciencia de uno mismo y de los demás, sobre nuestras miserias personales y colectivas, individuales y estructurales, y colaborar con el proceso de liberación social, cultural, económica, humana. No es el uso del terror para sembrar el miedo en los demás y por tanto su ciega obediencia.
Una revolución socialista debe ser el feliz comienzo que lleve a un esperanzador final. Debe estar creado con la sonrisa del que se va al encuentro del otro, para juntos elevarse por encima de sus desventuras. Es el acto de tender la mano, el corazón, la esperanza para caminar junto con la o el vecino hacia un nuevo amanecer. No es el acto de eliminar al otro por oponerse a mis designios. No puede ser un supuesto final feliz cimentado en miles o millones de cadáveres y sangre. No se empieza una revolución socialista para prescindir de la vida del otro, erigiéndose como el hacedor de la vida y la muerte.
Una revolución socialista es la agitación de la bandera del afecto, de la compasión, de la amistad, de la fraternidad, de la solidaridad entre todos y todas. Una revolución socialista no puede ser una campaña y propaganda de miedo, de terror, de sumisión, de dependencia, de control y del yugo de quién se supone que uno va a liberar y buscar su liberación y libertad.
Una revolución socialista enarbola en el corazón y la yema de los dedos la libertad ajena y propia. No se hace para matar la libertad ajena y ampliar la propia hasta el límite de la demencia. No se hace una revolución socialista para el culto a la personalidad y la concentración del poder. No se hace una revolución socialista para aspirar a la adulación y la adoración.
Cuando las armas y las armaduras eran la única solución de acceso al poder de un comunista, Allende usó las armas del mirar lejos, del imaginar un amanecer donde brille la nueva humanidad. Dejó un camino nuevo sembrado con su sangre épica: la vía chilena al socialismo, que sin duda opacará la escabrosa pesadilla de Guzmán de hacer una guerra popular incruenta, innecesaria, mala copia, pésimo calco de la guerra popular de Mao en China.
Allende legó una historia, una tradición, una práctica de diálogo y entendimiento, de paz y concertación, de lucha y unidad. Fue un socialista consecuente que defendió la democracia como una herramienta contra las injusticias y las desigualdades. El gobierno de la Unidad Popular que él presidía y donde se agrupaba toda la izquierda chilena, fue derrocado por las fuerzas fascistas de Chile alentadas por la CIA y otras fuerzas, no por el pueblo pobre.
Guzmán deja un etcétera de desprecio, de soberbia, de muerte, de sangre, de inhumanidad. La guerra popular del campo a la ciudad que inició fue ahistórica, sin sentido, injusta. Una guerra que mató, sólo por el delito de pensar y discrepar, quizá miles de pobres campesinos a los cuales afirmaba defender y ensalzar. Una guerra calcada, falsa, descontextualizada, sin clemencia ni justicia. Nos legó una forma de ser comunista abyecta, fatal, perversa.
Al final pareciera que Guzmán, al morir el 11 de Setiembre, habría querido auparse en la gloria de Allende, para no quedar huérfano, para no desaparecer en la historia. Y si bien ambos fueron derrotados, Allende perdió por la extrema derecha fascista, pero en cambio Guzmán fue aplastado por la sabiduría de un pueblo que no concibió que de la muerte pueda nacer la vida. Un pueblo que cree que construir es mirar el futuro, y destruir es quedarse en el pasado.
La vida y la muerte de ambos han sido disímiles. Allende vivió al interior de un pueblo que lo hizo su presidente. Murió heroicamente defendiendo las transformaciones que pudo hacer en democracia, y con su muerte se levantó una leyenda, un mito, una fe. Guzmán vivió aislado del pueblo quechua que quiso representar, arrinconado en su mundo de quimeras ideológicas extinguidas, rodeado de súbditos sin originalidad, capturado en su encierro pequeño burgués, encogido en sus sueños de grandeza. Murió enfermo de soledad, abandonado por la heroicidad que le fue esquiva porque no estuvo a su altura. Seguro la historia le hará su lugar y lo pondrá en un pie de página.
Allende no nos legó una ideología, pero sí una historia y un reto. Dejó una huella en la historia de un pueblo, que ilumina la historia de la humanidad en su camino por crear un mundo más justo, fraterno, humano. Guzmán nos legó lo que el comunismo no debe ser, el espejo de la miseria de un pensamiento que buscó ser una espada invencible para los pobres, pero resultó la estocada de una daga artera contra la magnanimidad, la caridad, la misericordia.
Allende hizo de su paso por la política una escuela de ciudadanía, de lucha por transformar en democracia las estructuras mentales, sociales, económicas, institucionales, espirituales de una nación. Se le recuerda como un visionario y un líder innovador, un adelantado a su época. Guzmán desaprovechó su paso por la política aferrándose a una guerra sin cuartel ni ética. Intentó imponer a sangre y fuego una revolución a la cual pervirtió, y si buscó un lugar en la historia de un pueblo, encontró su rechazo y su indiferencia.
Seguir el ejemplo de Allende es intentar construir un mundo más justo y humano desde la forma, el camino, el método. Es intentar ser coherente entre la finalidad y utopía a la cual uno se entrega, con la metodología, la estrategia, el proceso que se elige para construirlas. Los medios no pueden ser ajenos a los fines. Los medios se nutren de los fines y estos se construyen en el caminar diario por alcanzarlos.
Estudiar el proyecto de Guzmán es entender que no se puede crear ante sí una guerra. La guerra no puede ser un deseo impuesto a la realidad. No se puede imponer la violencia para crear un mundo nuevo. La sangre derramada no puede crear un paraíso, sino un cementerio colectivo. Guzmán quiso convencer, metralleta en mano, que su guerra era popular y justa. No aceptó las críticas y la oposición de sectores del pueblo pobre, aplacándolas con el asesinato y la barbarie sin distinción de edad ni género. El autoritarismo y el totalitarismo sólo conducen a la muerte o a la cárcel, al olvido y el abandono.
Con Allende podemos decir que nos mantenemos firmes en forjar en democracia y con la población, una revolución socialista en el corazón, en la mente y el espíritu de la humanidad. Una revolución de respeto y entendimiento, de diálogo y convencimiento de la fortaleza de los fundamentos, de los ideales, y de la utopía de concretar la justicia y la búsqueda de la equidad y la prosperidad para todas y todos.
Con Guzmán podemos decir que rechazamos el uso del pensamiento revolucionario para sojuzgar, dominar, controlar y destruir. Rechazamos la práctica de la imposición y el asesinato como armas para la liberación de los pueblos. Rechazamos, por ineficaz, anti ético y amoral, el uso del terror para alcanzar ideales, cualesquiera sean estos. Rechazamos la práctica política que busca el engrandecimiento personal por sobre el servicio y el compromiso con los pobres.
Finalmente, socialismo democrático sí, terrorismo nunca más.
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