Marcela Aguiñaga: una reina necesaria para la Revolución
La experiencia nos dice que la construcción de un partido proletario en el Ecuador sigue siendo una traspolación errónea de las experiencias europeas, rusa principalmente. Aquí, Alianza País y la Revolución Ciudadana demostraron que para ganar unas elecciones hay que considerar a la ciudadanía como el único factor impulsor del triunfo.
- Análisis
La generación de los años sesenta, mi generación, creció con la idea de que la revolución transformadora de la chata realidad en que vivíamos, estaba a la vuelta de la esquina. Los rebeldes barbudos que bajaron de Sierra Maestra eran la encarnación del cambio, la representación de la rebeldía de los pueblos irredentos de nuestro continente. Antes de su sacrificio luminoso el Che Guevara había dicho un discurso en Naciones Unidas que representaba las aspiraciones de nuestros esquilmados pueblos y su muerte se convirtió en el norte que la juventud latinoamericana debía seguir. Todo esto en la década de los años sesenta mientras nos enloquecía la música de los Beatles y nos maravillábamos con la filosofía de los hippies y veíamos a Neil Armstrong pisar la luna. Todo se movía a una velocidad vertiginosa y nadie que tenía conciencia política dudaba de que en poco tiempo estaríamos festejando el triunfo de los humildes.
Cincuenta años más tarde las cosas siguen igual. Nadie ha vuelto a tener la fuerza histórica que tuvo Fidel Castro y sus comandantes para enfrentar al imperio norteamericano. Las fuerzas del orden han prevalecido y la utopía del cambio radical de las condiciones de vida de nuestros pueblos, sigue siendo una Utopía, algo así como un lugar que no existe, que nos sirve, como decía Galeano, para tomar fuerzas y seguir caminando.
La utopía desarmada
Con el ejemplo cubano, mi generación creyó en la lucha armada como método de la revolución transformadora. En un primer momento, inclusive, llegamos a creer que todo era cuestión de irnos al monte y bajar victoriosos, pero pronto comprendimos que una revolución es un hecho extremadamente complejo en el que entran en juego fuerzas poderosas. Nadie en América Latina pudo replicar el ejemplo cubano. En esta primera ola se fracasó en Argentina, Colombia, México, Venezuela, Centro América. Se fracasó también en Bolivia con el Che a la Cabeza. Al finalizar los sesenta la lucha armada ya no era una opción.
El triunfo de la Unidad Popular en Chile replantea la discusión de las vías para la revolución. Allende encabeza un proceso democrático que lleva a la izquierda socialista al triunfo electoral. Chile se convertirá en un sangriento laboratorio político en el que el poder mundial experimenta todas las fórmulas de la contra revolución capitalista. Veinte años más tarde del triunfo de los rebeldes cubanos, la insurrección sandinista en Nicaragua triunfa por la vía de las armas, pero para entonces el poder yanqui ha acumulado una enorme experiencia y termina ahogando ese proceso. Al iniciarse los ochenta, la utopía armada de los pueblos latinoamericanos, se encuentra desarmada, como sostuvo un renegado mexicano del que ahora nadie se acuerda.
El derrumbe de la ex Unión Soviética parecía enterrar, de forma definitiva, a la izquierda mundial, incluida la latinoamericana. Se quedó prácticamente sin voz, replegada en la conciencia de no haber estado a la altura de los retos históricos de transformación que exigía la sociedad humana. Pocas voces aceptaron el reto de buscar nuevos caminos y revitalizar el pensamiento de izquierda. El mundo unipolar parecía ser la tumba de todas las utopías zurdas.
El progresismo latinoamericano
La Historia es la memoria de los pueblos. Gracias a ella no marchamos sobre el mismo terreno porque su conocimiento nos permite aprender de los errores. A finales del siglo XX la izquierda mundial, en general, y Latinoamericana en particular, tenían el ejemplo del socialismo real para aprender y superar los errores. Para los latinoamericanos estaba claro que la opción de la lucha armada para la toma del poder ya no era posible. El Foro de Sao Paulo se crea en 1990 como una iniciativa del Partido de los Trabajadores de Lula da Silva. La socialdemocracia se junta con los partidos de concepción más radical y revolucionarios, no para “desestabilizar la democracia” como dicen los uribistas, sino para buscar alternativas a la grave situación social y económica creada por el neoliberalismo mundial. El Foro no es una mezcla, sino una unión de posiciones moderadas, más radicales y revolucionarias. En sí mismo, una estrategia a largo plazo para superar el capitalismo.
La reacción mundial tiene muy claro cuál es el objetivo estratégico final del Foro, por eso han desatado una guerra sin cuartel contra toda manifestación progresista que asome las orejas en el continente. Lo hicieron contra Bachelet en Chile, los Khisnerst en Argentina, Zelaya, Evo, Mujica, Correa, Lula. Saben que detrás del progresismo está la opción socialista, cuyos ejemplos más altos son Cuba, Venezuela y Nicaragua. La estrategia neo imperialista es combatir, sin tregua, esta alternativa, que sin ser radical ellos la saben un eslabón necesario en el cambio revolucionario. La muy debilitada izquierda auténtica y revolucionaria también lo sabe, pero se encuentra en desventaja colosal, no sólo en relación con las fuerzas reaccionarias, sino también en relación con las propias fuerzas progresistas.
¿Existe una izquierda auténtica y revolucionaria?
Si, claro. Es una izquierda que nada tiene que ver con el “revolucionarismo” infantil de los años sesenta, ni con el guerrerismo de las FAR o del ELN colombianos; se parece más al EZLN pero no es lo mismo. Es una izquierda que, por el momento, se circunscribe básicamente al área andina de Bolivia, Ecuador y Perú por la sencilla razón de que en estos países se encuentra la base ancestral que le hace posible.
En el Perú y en Bolivia la vía del socialismo americano se encuentra en marcha y en el Ecuador el neo imperialismo ha decidido experimentar una alternativa brutal de penetración en el seno de las mismas fuerzas sociales aliadas del cambio y la transformación. Ese es el caso de fuerzas políticas como la de Pachakutik y las izquierdas socialdemócratas enemigas del correismo.y de falsos líderes de izquierda como Yaku Pérez Guartambel. Es una izquierda que nada tiene que ver con ese “pachamamismo” trasnochado que consciente, o inconscientemente, plantea una especie de “talibanismo” andino que podría ser de funestas consecuencias para la vida de nuestros pueblos. Si el descarnado liquidacionismo de Sol Rojo, en el Perú, fue un error histórico que derramó sangre inocente, el racismo al revés de estos pachamamistas puede ser todavía más sangriento. A largo plazo, eso mismo es lo que quieren las fuerzas de la reacción mundial. Todo el aparataje ideológico del sistema se encarga de difundir la idea de que este sector es la “nueva izquierda”, cosa que está lejos de ser verdad. No es sino un Caballo de Troya para frustrar, a largo plazo, las aspiraciones populares.
No hay un ''progresismo'' de izquierda
El progresismo es uno solo. Tiene matices, por supuesto, pero desde comienzos de este siglo es, en nuestro continente, la “izquierda posible”. Ese progresismo, a la que la derecha llama “populismo de izquierda”, es la respuesta posible a la crisis múltiple que afecta actualmente a la humanidad. En él se sintetizan dos factores que la “izquierda histórica” jamás pudo resolver: uno, el liderazgo electoral y dos. las tesis históricamente posibles de sus planteamientos. No hay un solo caso de liderazgo de izquierda que haya sido un fenómeno electoral amenazante para las élites y para el sistema y jamás sus planteamientos programáticos fueron considerados, siquiera, por las fuerzas del orden. El progresismo latinoamericano supera esas limitaciones.
Pero es eso, nada más, progresismo, quiere decir, un paso adelante en la marcha del pueblo hacia su liberación. Al progresismo no se le puede exigir medidas radicales. Está para quitarle una tajada al pastel de las oligarquías latinoamericanas y no para quitarle todo el pastel; es una opción política de transición entre la sociedad neoliberal y el socialismo, pero es una opción que garantiza la continuidad del proceso revolucionario, de lo cual se deduce que, si se quiere avanzar, hay que estar con él y no contra él.
La derecha difunde la idea de que hay un progresismo de izquierda. Es la tesis ideal para justificar experimentos políticos como el de Yaku Pérez Guartambel en el Ecuador. Con ello crean la ilusión de que se está avanzando en la causa popular, pero no es otra cosa que la aplicación práctica de las viejas fórmulas de penetración en las filas del movimiento popular, cuyo control dirigencial garantiza la continuidad del estado de cosas existentes. Hay un progresismo reformista que es, hoy por hoy, la izquierda posible y hay una izquierda revolucionaria llamada a garantizar la radicalización del proceso social-político iniciado por el progresismo. Lo que nos enseña la historia de la izquierda latinoamericana es que a estas alturas la socialdemocracia y la izquierda revolucionaria no pueden estar yuxtapuestas, sino que deben consolidar una firme alianza transformadora.
Esta reflexión no es igual a la que en el año 2006 se hizo la “izquierda histórica” en el Ecuador. Toda esa izquierda creyó que podían aprovechar el huracán del liderazgo de Rafael Correa y dirigir desde atrás el proceso. ¿Qué proceso? El mismo que Correa defendía y cuya propiedad política le correspondía con indudable derecho. Esa izquierda reformista quería disputarle el reformismo a Rafael Correa, pero se dio contra la pared, primero, porque sus luces alumbraban mucho menos que las de Correa y, segundo, porque la aceptación de sus líderes era prácticamente nula en el seno del pueblo. El oportunismo, e incluso la corrupción en sus filas, fueron definitivamente desenmascaradas por Correa, hecho de enorme trascendencia porque, desde ahí, esa izquierda dejó de ocupar el lugar que le correspondía a la verdadera y auténtica izquierda revolucionaria, hasta entonces, débil y oculta tras la zarapanga de los falsos membretes de Socialismo, Comunismo y otras hierbas seudo izquierdistas. Dicho de otra forma, Correa tiene el mérito histórico de haber desbrozado la intrincada maraña de la atomizada izquierda ecuatoriana, dejando en el tinglado político las dos únicas corrientes de izquierda que pueden hacer avanzar la revolución popular: el reformismo progresista de poderosa fuerza electoral, o sea, la izquierda posible, y la izquierda revolucionaria. Se impone, entonces, preguntarnos ¿qué es esa izquierda revolucionaria? Veamos.
¿Qué es la izquierda revolucionaria?
La que durante más de medio siglo aprendió que la toma del poder es un largo proceso de medición de fuerzas entre los sectores populares y sus vanguardias con las élites y sus aliados internacionales, confrontación que, obligatoriamente, se tiene que dar en el marco constitucional vigente, es una nueva izquierda que acepta no tener la fuerza electoral necesaria para triunfar sola, razón por la cual plantea una alianza en firme con el progresismo, sin ocultar, ni sus planteamientos, ni sus intenciones de responder revolucionariamente a las necesidades de radicalización de la lucha popular. Una nueva izquierda que fusiona el pensamiento ancestral del Sumaw Kawsay con las concepciones de lo mejor del pensamiento revolucionario de occidente. Es una izquierda abierta, autónoma, aliada pero diferente del progresismo, una izquierda que vive en él como los glóbulos rojos viven en la sangre y sin cuya presencia el progresismo no sería otra cosa que un recurso de reordenamiento del capitalismo local y global, es una izquierda ecologista y anti extractivista que plantea una nueva forma de vida, basada en la cooperación comunitaria y la prevalencia de la propiedad social sobre la propiedad privada de los medios de producción. Una izquierda de raíz americana pero que no desconoce la importancia del mestizaje y los aportes que durante quinientos años ha hecho la invasión cultural de Occidente, es una izquierda que cree en la igualdad de las razas y condena la desigualdad de las clases sociales. Es una nueva izquierda dirigida por una vanguardia político espiritual de auténticos revolucionarios y no por fichas del poder mundial cuyo ego es manipulado por sus intereses de conservación del orden secularmente establecido.
Los enemigos de la nueva izquierda se han dado en sostener que una izquierda con esas características es una nueva utopía que no existe y no es viable, lo cual es fácilmente refutable si se observan los resultados electorales de las últimas elecciones presidenciales en el Ecuador, en la que la candidatura de Yaku Pérez Guartambel obtuvo un contundente 16 % de la votación general, estando a un milímetro de entrar al balotaje y disputar, probablemente con éxito, la presidencia de la república. ¿Cuáles fueron sus planteamientos? Precisamente los que acabamos de consignar, los de la nueva izquierda ecuatoriana y latinoamericana.
El problema radica en que Pérez Guartambel y sus aliados, Pachakutik y esa izquierda socialdemócrata trasnochada llena de figuras prestigiosas capaces para la teorización de la realidad, pero íntegramente incapaces para la práctica política, son, casi en su totalidad, un producto fabricado en los laboratorios del poder mundial y tienen como misión remover la superficie del sistema para conservar su fondo. No sólo el voto nulo demuestra este aserto, sino la campaña de odio orquestada durante largo tiempo contra el progresismo correísta. De haber triunfado Pérez Guartambel, el proceso de dominación interno e internacional se habría consolidado con la apariencia postiza de un cambio de izquierda. De haberse comprendido esta realidad, las fuerzas aliadas de esta izquierda con el progresismo habrían triunfado en las elecciones presidenciales y conformado un sólido bloque parlamentario, con lo cual, el progresismo reformista de Rafael Correa habría tenido que adaptarse a las exigencias populares o confrontarse con el pueblo, conflicto del cual, sin duda alguna, con una dirección firme y lúcida habrían salido triunfantes las fuerzas revolucionarias. Pero no sucedió así. El poder mundial ganó la primera batalla. La obligación de los nuevos revolucionarios es impedir que esas fuerzas oscuras vuelvan a triunfar. ¿Qué hacer?
Una reina necesaria
La última convención del correísmo acaba de elegir a Marcela Aguiñaga como directora nacional de esta tendencia. Es una dirigente valiente y extremadamente capaz. Lo ha demostrado en su ya larga gestión parlamentaria y en las múltiples batallas que el correísmo ha librado en su trayectoria. Ideológicamente representa las aspiraciones de una clase media que ha tomado conciencia de sus derechos y obligaciones en la sociedad ecuatoriana. Al igual que su líder, comprende que el pastel de la prosperidad no puede ser de consumo exclusivo de las élites y sus aliados, cree que lo justo es que una de sus tajadas sea repartida con los menos favorecidos. La fraseología marxista dice que representa a una pequeña burguesía con aspiraciones. A esta dirigente, hermosa por demás, se le ha encargado la tarea de construir un partido político que sea capaz de volver al poder. Los dirigentes históricos del correísmo parecen, por fin, haber comprendido algo elemental en política como es disponer de un vehículo apropiado si el objetivo es viajar a la luna. Sin partido no hay viaje, luna y peor revolución. Teniendo claro este primer punto, entonces, se impone preguntarnos ¿qué tipo de partido se tiene que construir?
La experiencia nos dice que la construcción de un partido proletario en el Ecuador sigue siendo una traspolación errónea de las experiencias europeas, rusa principalmente. Aquí, Alianza País y la Revolución Ciudadana demostraron que para ganar unas elecciones hay que considerar a la ciudadanía como el único factor impulsor del triunfo. Desde el 2006 está negado para una izquierda auténtica especular sobre otras formas de triunfar electoralmente que no sea considerando a la ciudadanía su motor, políticamente hablando, disputando a las élites el control del Estado con sus mismas reglas. Se necesita, entonces, un partido electoralmente fuerte, capaz de competir con éxito en todas las elecciones que la actual democracia plantea.
Esa es la misión que la Historia ha puesto en manos de Marcela Aguiñaga: construir una maquinaria electoral sólida y eficiente que recoja las aspiraciones de la clase media, media baja, los pueblos y nacionalidades indígenas y los sectores populares que, juntos, conformen una alianza clasista imparable en cuanto proceso electoral se presente. El liderazgo personal de Rafael Correa ya lo logró en su tiempo, pero ahora ya no es lo mismo, el caudillismo no es suficiente, se necesita la organización política multifuncional si de sostener el proceso de cambio se trata. No es un partido revolucionario, es un partido reformista. En él tienen que tener cabida todos los sectores sociales, por el momento los sectores medio de la ciudadanía a la cabeza, cuyo liderazgo visible son figuras como las de Rafael Correa y la propia Marcela pero que en su seno hablen y se desarrollen campesinos, obreros, trabajadores, minorías, artesanos, jóvenes, todos, todos los sectores que conforman la inmensa mayoría de ciudadanos empobrecidos y desprotegidos del Ecuador.
Pero, y es un pero importante, ese partido, con esas características, tiene que ser capaz de hacer alianzas también con sectores políticos de la sociedad ecuatoriana que vayan de la izquierda al centro, pero cuyo eje rector debe ser la noción del cambio y la transformación. Una alianza en la que se ha fijado los objetivos a largo plazo no puede ningunear a ninguna organización política por pequeña que fuera. Todos deben estar dentro del vehículo cuyo objetivo final es alcanzar la luna.
Si en esa alianza está la izquierda auténtica, con las características que hemos descrito más arriba, viviendo como los glóbulos rojos en la sangre, está garantizado el triunfo futuro y nadie tiene derecho a enojarse ni a resentirse por lo que cada sector piense o plantee. El diálogo abierto y la polémica civilizada harán que las posiciones más avanzadas, dentro de la izquierda, vayan ganando terreno. Rafael Correa, Marcela Aguiñaga, Patiño, Hernández, Rivadeneira, todos los dirigentes históricos, tienen que ponerse a tiro de las bases, para con ellas discutir los temas de la política, de la economía, de la cultura, de todo. De esta práctica irán surgiendo los nuevos líderes, no el nuevo líder, digo, los nuevos líderes que dirigirán, en un futuro cercano, los destinos del partido, del Estado y de la patria. Eso es lo que se entiende por liderazgo colectivo. Eso es lo que, en el futuro, cuando nos toque construir una nueva democracia, garantizará la salud de una nueva forma de sociedad y de vida.
No es pequeña la tarea que Marcela Aguiñaga tiene en sus manos, pero es el reto para una reina a la que la Historia le ha puesto en un sitio clave y en un momento adecuado. Una correcta construcción del partido garantizará una correcta marcha del proceso y una correcta marcha del proceso nos llevará al triunfo, porque el presente es de lucha, el futuro socialista.
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