Radiografía de una conmoción electoral
La derecha avanzó en las elecciones timoneada por el poder económico, mediático y judicial. No unificó estrategias y liderazgos frente al novedoso Bolsonarismo que irrumpió con un proyecto represivo.
- Opinión
Los cuatro datos relevantes de las recientes elecciones legislativas fueron el voto castigo al gobierno, el avance de la derecha, la irrupción del Bolsonarismo y la importante presencia de la izquierda.
Estas tendencias quedaron circunstancialmente oscurecidas por el repunte que logró el oficialismo, luego de su gran caída en las primarias previas (PASO). El gobierno festejó y la principal oposición lamentó esa recuperación. Pero ese episodio no modificó los resultados generales de los comicios.
La concurrencia de votantes fue baja en comparación a los promedios previos, pero no frente a los porcentuales prevalecientes en la región. Tampoco reapareció el masivo rechazo a las urnas que imperaba a comienzos del nuevo siglo.
La polarización volvió a demoler la tentativa de una fuerza intermedia, pero en los márgenes de la grieta emergieron dos potentes expresiones de la derecha y la izquierda. Esa novedad trastoca el escenario político.
El sostén subyacente
La oposición derechista obtuvo el 42% de los sufragios frente al 33% del oficialismo. En una contienda presidencial habría estado al borde de la victoria en primera vuelta. Conquistó impensables localidades, pintó de amarillo el grueso del mapa nacional y logró mayorías en los cinco distritos más poblados.
Ese triunfo fue apuntalado por el explícito sostén del poder económico, mediático y judicial. La clase dominante olvidó las frustraciones y los malos negocios de la era Macri. Aportó sin titubear el unánime respaldo del agro-negocio y el mayoritario apoyo de la industria y los bancos.
Igualmente decisivo fue el espaldarazo de los medios de comunicación, que impusieron la agenda, las figuras y la ideología predominante en los comicios. Instalaron un clima de insultos y mentiras descalificatorias de cualquier idea progresista y apuntalaron un sentido común de aprobación del neoliberalismo.
Los medios desplegaron su doble vara para eximir a los candidatos derechistas de las denuncias que focalizaron en los funcionarios. Retomaron además un discurso denigratorio del país, para achacar todos los males de Argentina al “populismo”, las conquistas sociales y el protagonismo popular. Con esa desvalorización resucitaron las fantasías de prosperidad en una remake de Cambiemos.
La campaña negativa para irritar a la población tuvo aristas enloquecedoras en los picos de la pandemia. Los medios hegemónicos despotricaron contra la dureza y la liviandad de las restricciones y emitieron esquizofrénicos reclamos de mayor severidad y mayor flexibilidad de esas limitaciones.
También criticaron la falta de vacunas y el mal uso del abundante stock, mientras descalificaban las inmunizaciones existentes y enaltecían las ausentes. Los medios objetaron las variedades aplicadas en el país y elogiaron las utilizadas en el exterior. Exigieron, además, el fin de los barbijos cuando eran indispensables y subrayaron su conveniencia cuando perdieron primacía. Este agobiante clima de hostilidad tuvo altos réditos electorales para la oposición.
La derecha sepultó los últimos vestigios del periodismo profesional y todas las normas de difusión de noticias con un mínimo de objetividad. Los comunicadores reemplazaron a los legisladores como protagonistas de la vida política y recrearon la antigua función de la prensa como vocera directa del establishment. El propio negocio del entrenamiento perdió peso frente a esa labor proselitista. Para reforzar su prédica reaccionaria sin afrontar riesgos económicos, los grandes medios diversificaron su fuente de ingresos con inversiones en múltiples rubros.
La derecha también contó con el sostén del aparato judicial, que maneja una casta de cortesanos asociados con el macrismo. Esa camarilla asegura la impunidad de todos los negociados del gobierno anterior. Convalida por ejemplo desde hace 20 años, la estafa que perpetró la familia de Mauricio contra el Correo.
Todas las causas que involucran a personajes de Cambiemos (provisión de armas a los golpistas de Bolivia, desfalco de las autopistas, querellas por el endeudamiento con el FMI, espionaje de la mesa judicial) duermen en los tribunales. Ningún procesado de esa mafia conoce la cárcel y a lo sumo deben afrontar un dorado exilio (Pepín Simón). Los mismos jueces mantienen las causas contra el kichnerismo como un seguro de su propia impunidad. Cuando la acusación ya es insostenible, optan por anularla en forma sigilosa (Memorándum con Irán).
La derecha combinó este cimiento económico, mediático y judicial con una estrategia muy agresiva, que colocó al oficialismo contra las cuerdas. Su exhibición de poder indujo a muchos votantes a convalidar al ganador de la partida. Esa demostración de fuerza incluyó al final de la campaña varios intentos de precipitar algún escándalo (vacunación de niños), recuerdo (Bolsos de López) o acontecimiento (asesinato del kioskero) que demoliera al gobierno. Mediante ese ejercicio cotidiano del poder real, la derecha impuso su preeminencia electoral.
Pero Cambiemos no tiene despejado su retorno al gobierno con la facilidad que imaginaba. La recuperación de votos del oficialismo en la provincia de Buenos Aires desconcertó a los derechistas y desencadenó un pase de facturas entre sus dirigentes.
En esa cúpula se procesa un agudo choque a la hora de precisar la estrategia de reconquista de la Casa Rosada. Los halcones mantienen en carpeta un menú de golpes destituyentes y promueven acciones para socavar al oficialismo antes 2023. En cambio las palomas apuestan a una futura gestión compartida con sectores del peronismo. Por esa razón prefieren preservar el cronograma institucional. La UCR no tiene preferencias, pero demanda una drástica reversión de su irrelevante papel durante el gobierno anterior.
Todas las vertientes de la derecha apuestan al sometimiento de un oficialismo débil, que se auto-destruiría consumando el trabajo sucio impuesto por el acuerdo con el FMI. Pero la forma de aprovechar ese desgaste no está definida. El liderazgo y la propia cohesión de Cambiemos están además amenazados por la inesperada irrupción de la ultraderecha.
Un monstruo en gestación
Espert mejoró sus resultados de las PASO y Milei consiguió en la ciudad de Buenos Aires un inédito 17 %. Recolectaron votos con escándalos y provocaciones, pero no lograron transformarse en la tercera fuerza nacional de un espacio ya configurado.
Hay que evaluar esta modalidad de Bolsonarismo sin exageraciones (“se instaló el fascismo”), ni menosprecio de su peligrosidad (“siempre hubo derechistas”). Los dos personajes reaccionarios de Argentina han sido fabricados por los medios. Carecen de trayectoria o militancia política previa. Milei adoptó la excéntrica pose de gritos, enojos y exabruptos que sus recomendaron asesores, para capturar la audiencia transformando la política en un programa de chimentos. Utilizó el dinero aportado por varias fundaciones estadounidenses para denostar a la “casta política”, que ahora integra con plenitud. Despotricó además contra el estado, ocultando que se sostiene con recursos públicos.
Como en otros partes del mundo estos alocados personajes han sido auspiciados por los poderosos, para canaliza el descontento con los gobiernos inoperantes. Milei y Espert derrochan demagogia para capturar el enojo de la clase media y la desesperación de los empobrecidos. Con esa fórmula aportan su grano de arena a la gestación de un eventual gobierno derechista.
Su prioridad es la erosión de las conquistas democráticas logradas al cabo de muchos años de lucha. Las tonterías económicas ultra-liberales que enuncian están plagadas de inconsistencias y persisten por la simple complicidad del periodismo servil. Nadie les exige ejemplos históricos o ilustraciones prácticas de sus absurdas propuestas. Propician incendiar el Banco Central sin mencionar las consecuencias de esos disparates.
Los bolsonaristas alimentan el clima represivo que requería un gobierno de derecha. Milei trabajó para el genocida Bussi, rellenó su lista con defensores del terrorismo de Estado, cerró su campaña con un custodio exhibiendo armas y convalidó la destrucción de emblemas de las Madres.
Espert refrita la demagogia punitiva ocultando el repetido fracaso de todos los ensayos de “mano dura”. Omite que Ruckauf y Rico aumentaron la inseguridad con sus versiones de la tolerancia cero. Su renovada celebración de la muerte sólo incentiva el gatillo fácil de los policías corruptos, sin atenuar la expansión del delito.
La ultraderecha exaspera a las víctimas, convoca a la venganza y auspicia una espiral de violencia, desconociendo la estrecha relación de la criminalidad con la desigualdad. Las diatribas contra el garantismo impiden constatar que sin la resocialización de los presos, no hay forma de evitar la explosión de reincidencia, que tiende a convertir a la Argentina en un espejo de México o El Salvador.
Milei y Espert trabajan para el proyecto represivo que ya perfecciona Bullirch, con su segunda cruzada anti-mapuche. Buscan crear un enemigo interno agrediendo a los pueblos originarios, mediante la misma reivindicación del “Día de la Raza” que exaltan sus socios españoles de Vox.
La penetración y capacidad de movilización de los bolsonaristas es aún limitada. Constituyen más una amenaza que una fuerza dominante y nadie sabe si persistirán como una vertiente una autónoma. Deben definir si forjarán un bloque propio o se sumarán a las triquiñuelas del Parlamento. La maquinaria del Congreso suele generar mutaciones camaleónicas entre los legisladores más improvisados. Pero esa disolución es tan sólo una posibilidad en la gravísima crisis social de Argentina. La vertiginosa consolidación de Kast en Chile aporta un ejemplo muy próximo de las aterradoras consecuencias de la prédica ultraderechista.
Un castigo a la capitulación
El cuasi empate en la provincia de Buenos Aires, no alteró la drástica pérdida de votos que ha sufrido el Frente de Todos en el último bienio. Esa remontada modificó el ánimo del oficialismo pero no el veredicto de las urnas.
Tampoco la recuperación de sufragios en Tierra del Fuego y Chaco compensó la seria recaída en Santa Fe, Chubut, La Pampa, Misiones y Entre Ríos. Los ajustados triunfos en Salta, San Juan y San Luis decepcionaron tanto, como el susto de Tucumán. El viejo postulado de invencibilidad del peronismo unificado quedó desmentido y el gobierno perdió la mayoría del Senado y su gran primacía en Diputados. Todas las paradojas enunciadas para disfrazar este retroceso (“ganamos perdiendo”) eluden constatar el alcance de la derrota.
Tampoco la pandemia explicar lo ocurrido. Es cierto que durante la infección el oficialismo sólo obtuvo tres victorias en nueve elecciones de América Latina. Pero la hemorragia de adhesiones en Argentina fue más seria y Alberto no logró conservar el caudal, que por ejemplo mantuvo en los comicios de medio término su colega más cercano (López Obrador).
Los propios dirigentes de la coalición gobernante reconocieron que el empobrecimiento, la inflación y la desigualdad fueron más determinante del declive que la pandemia. Por eso demandaron luego de la PASO una inmediata mejora del “bolsillo de la gente”, que el Ministro Guzmán desoyó para congraciarse con el FMI.
Alberto perdió la pulseada antes del escrutinio al convalidar las agresiones de la derecha. Desde su emblemática capitulación en el caso Vicentín toleró todas las provocaciones de la oposición. Descartó medidas de redistribución del ingreso frente a la prédica del ajuste y rehuyó la batalla en las calles, que en otros países permitió doblegar a los derechistas (Perú, Bolivia, Venezuela).
Con la misma pasividad aceptó la tiránica desinformación que imponen los medios hegemónicos. Archivó las iniciativas para democratizar esa actividad y se limitó a disputar los espacios aportados por los canales privados afines. Por ese camino nunca logró rivalizar en audiencia y efectividad, con las gigantes que desde hace décadas manejan la pantalla.
Tampoco resucitó la ley de Medios que aprobó el Congreso y la justicia sepultó mediante un simple veto. La iniciativa de subdividir los grandes grupos de prensa, para crear un sector público con diversidad de opiniones siguió congelada. Mientras los vapuleados políticos deben someter la continuidad de sus cargos a la rotación del sufragio, el cuarto poder eterniza su inconsulto dominio.
La misma inacción oficial se extendió al poder judicial que enterró sus últimos resabios de ecuanimidad. En lugar de ampliar la Corte Suprema para licuar el arbitrario poder de los magistrados, Alberto esterilizó su reforma judicial en la trituradora del Congreso. Ese acto de impotencia estuvo más determinado por su complicidad con el entramado judicial que por simples ingenuidades institucionalistas. La tolerancia con la persecución de Milagros Salas confirmó una connivencia que tendrá efectos explosivos, si la clique judicial retoma el lawfare contra Cristina para apuntalar el retorno del macrismo.
La deslucida campaña electoral del oficialismo coronó esa sucesión de agachadas. Los candidatos optaron por la frivolidad y las frases huecas, irritando a una población agobiada por el empobrecimiento y la desigualdad. Los mensajes afirmativos de buena onda contrastaron con la angustia popular y buscaron soslayar cualquier debate sobre el acuerdo con el FMI. El oficialismo privilegió las chicanas y los chisporroteos a cualquier polémica sobre el nefasto convenio que exigen los acreedores.
El viraje conservador
Luego del terremoto electoral el gobierno intenta reconstituir su gestión con una nueva red de alianzas. Privilegia a la burocracia sindical y a los gobernadores para concertar una eventual tregua con las palomas de la oposición.
Alberto inauguró ese rumbo en las dos marchas organizadas por la CGT. Los “gordos” recomponen su propio aparato y reintegran a todas las alas para disciplinar las voces disidentes. Han logrado movilizar sus nutridas fuerzas evitando los silbidos del pasado y se disponen a renovar el sostén al oficialismo a cambio de prebendas.
La primacía de los gobernadores fue anticipada por la llegada de Manzur al gabinete. El tucumano es un típico heredero del menemismo. Gestiona la administración provincial con favores a las empresas amigas y no logra explicar su engrosado patrimonio personal. Abandonó a Cristina para sostener a Macri en el 2015, confrontó con las protestas sociales y rechazó la interrupción legal del embarazo a una niña violada de 11 años. Es un lobista de los grandes laboratorios, muy afín al Opus Dei.
Con ese sustento Alberto espera manejar una economía sometida a los condicionamientos del FMI. Busca la bendición de Estados Unidos, que demanda un alineamiento en la OEA contra Venezuela y Nicaragua. Las oscilaciones de la política exterior argentina irritan al Departamento de Estado, que también exige más proximidad con Israel y mayores repudios al Hamas. El nuevo embajador Marc Stanley no ahorra declaraciones ofensivas para explicitar ese rumbo.
Hasta ahora Alberto ensaya un acotado giro conservador, que no modifica la ubicación general de su gobierno en el campo de la centroizquierda. Continúa situado en ese casillero del mapa latinoamericano, pero con crecientes deslices hacia la derecha. La peronización del discurso y el sostén de Berni a la brutalidad policial ilustran esa tendencia.
Pero el escenario imperante dista mucho de los dos contextos derechistas que comandó el Justicialismo. Ninguna de las condiciones presentes en la época de Isabelita o Menen se verifican en la actualidad y por esa razón Alberto combina la reafirmación del status quo con guiños al progresismo. Designó recientemente dos figuras de ese espacio (Cerruti y Felleti) para equilibrar la nueva gravitación de los gobernadores y la jerarquía sindical. La reacción del Cristinismo es el gran enigma de esta coyuntura.
Los dilemas del Kirchnerismo critico
En el progresismo K impera un inocultable malestar. Esa disconformidad ha sido abiertamente expresada por los exponentes de ese espectro, que tuvieron obturados los canales de la batalla interna en las unificadas listas de las PASO. Ese verticalismo alejó votantes, anestesió a la propia tropa y potenció el descontento de los sectores radicalizados.
Los cuestionamientos salieron a la superficie en el acto 17 de octubre, que el sector progresista motorizó para transparentar diferencias con el rumbo oficial. El protagonismo de Hebe y la crítica al convenio con el FMI ilustraron esas divergencias.
La Plaza de Mayo fue nuevamente testigo de un choque de los sectores avanzados y retrógrados del peronismo. Esos conflictos han atravesado toda la historia de esa formación política, desde los años de la resistencia hasta la JP, pasando por el propio Cristinismo. En la actualidad los progresistas cuestionan las capitulaciones de Alberto.
Luego de la bofetada sufrida en las PASO, el kirchnerismo crítico esperaba una reedición de la contraofensiva que sucedió a la derrota electoral del 2009. En ese momento Cristina reaccionó con la eliminación definitiva de las AFJP, la introducción de la Asignación Universal por Hijo y la recuperación del control estatal de Aerolíneas Argentinas e YPF. Motorizó, además, la ley de medios y el matrimonio igualitario, concitando una simpatía entre la juventud que renovó la militancia y nutrió las filas de la Cámpora.
Un curso equivalente en la coyuntura actual exigiría retomar la investigación de la deuda, reconsiderar las negociaciones el FMI e introducir un control de los precios, con mayores retenciones a las exportaciones y contundente supervisión estatal del comercio exterior. También requería drásticas medidas financieras para contener la presión cambiaria y fuertes modificaciones impositivas para revertir la desigualdad.
Como el gobierno transita por un rumbo opuesto a ese sendero progresista, el kirchnerismo crítico sube el tono de los cuestionamientos. Las divergencias no están restringidas al área económica. También la “transversalidad” que auspiciaba CFK en el 2009 contrasta con la recreación actual del aparato justicialista, en desmedro de los ingredientes alfonsinistas y frepasistas del Frente de Todos.
Por el momento los integrantes de esa coalición procesan sus divergencias dentro del oficialismo. Alberto siempre coquetea con los disidentes y aspira a neutralizarlos con un nuevo menú de cargos. A su vez los críticos miden sus palabras, conforman líneas internas y consensuan las normas de la disputa del 2023.
Todos esperan pacientemente la definición final de Cristina. Sus tensiones con Alberto ratifican la continuidad de dos corrientes diferenciadas. Es un error desconocer esas divergencias o reducirlas a las nimiedades que resalta la prensa derechista (“reyertas palaciegas”, “reacciones de una “reina caprichosa”). Esas simplificaciones eluden evaluar las disyuntivas en juego.
Alberto ocupa en Argentina un lugar semejante a Dilma en Brasil y no sólo por su papel relegado frente a la conducción de Cristina (equivalente de Lula). El presidente encabeza una corriente conservadora dentro del progresismo, que hasta ahora no repitió el salto de Lenin Moreno hacia la derecha. Desplegó varios tanteos en esa dirección, pero tiene bloqueada esa mimetización por el propio rechazo que impera en la oposición. A diferencia de la década pasada, la derecha argentina tiene planes, estrategias y varios conductores. No necesita de la mediación de Alberto para encaminar su proyecto presidencial.
Las grandes disyuntivas rodean a CFK. Debe optar entre acompañar el ajuste acordado con el FMI (y debilitar su autoridad) o tomar distancia de esa cirugía (y socavar la gestión actual). Por el momento soslaya definiciones con pronunciamientos epistolares que torean a la oposición, sin esclarecer sus propias propuestas. Seguramente adaptará en forma pragmática esas iniciativas al curso que asuma la crisis.
El novedoso impacto de la izquierda
El gran avance electoral de la izquierda fue un dato subrayado por todos los analistas. Ese logro constituye una gran noticia en un escenario signado por la consolidación de la derecha y la irrupción del bolsonarismo. Los votos del FIT aportan un contrapeso a esa adversidad y renuevan las esperanzas de la militancia. En pocos países se observa esa contundente alternativa al auge de fuerzas reaccionarias.
La izquierda logró su mejor performance en una década, se asentó como tercera fuerza nacional, consiguió más del 7 % de los votos y aumentó su presencia en el Congreso. Consolidó la fidelidad de los sufragios anticipados en las rondas provinciales y capturó el descontento de sectores organizados de la clase trabajadora y los movimientos sociales, feministas o ambientalistas. Pudo proyectar esta vez a las urnas su protagonismo en las protestas contra el ajuste.
El logro electoral de la izquierda fue muy significativo en el conurbano bonaerense. Por primera vez conquistó una voz relevante entre los concejales de los distritos históricos del peronismo. Más impactante fue el 23 % conseguido en Jujuy. Allí superó ampliamente el porcentual de Mendoza que hace diez años indujo a la formación del FIT. Los guarismos en otras provincias fueron igualmente llamativos (8% en Chubut, 8% en Santa Cruz, 5% en Misiones, 5% en La Pampa).
En muchas zonas del interior la izquierda es receptora de todos los votos del progresismo, frente al mimetismo del PJ con la UCR, Cambiemos y los partidos provinciales. Las singularidades nacionales del kirchnerismo tienden a diluirse en las localidades dominadas caudillos zonales, que comparten negocios y adscripciones con sus socios de otros colores políticos.
Alberto y Cristina han apoyado a numerosos exponentes de ese regresivo espectro, dejando el terreno abierto para visualizar a la izquierda como la única alternativa al opresivo dominio de las elites provinciales. En Jujuy, Morales gobierna con el PJ que abandonó a Milagros Salas. En Entre Ríos, el oficialismo apuntaló la campaña destructiva de los Etchevehere contra las cooperativas agrarias. Esa secuencia de compromisos reaccionarios impera en el grueso del interior.
La izquierda ha incorporado además nuevos líderes como el jujeño Vilca, que combinan militancia juvenil, ascendencia indígena, pertenencia popular y familiaridad con la dura realidad del empobrecimiento. Es la misma fisonomía del nuevo liderazgo popular que emerge en Perú, Bolivia o Brasil.
En la ciudad de Buenos Aires la izquierda consiguió colocar una diputada, después de dos décadas de infructuosos intentos. La figura de Bregman atrajo a muchos votantes progresistas, disgustados con la timidez del kirchnerismo frente a la derecha.
La gravitación del FIT es otro dato distintivo del escenario actual, en comparación al contexto de contraofensiva que lideró Cristina en el 2009. La izquierda superó la irrelevancia y las divisiones de ese momento, pero afronta ahora responsabilidades políticas de mayor complejidad.
Los interrogantes pendientes
El perfil trotskista es un rasgo peculiar de la izquierda predominante en Argentina. El FIT reúne a cuatro partidos de esa adscripción y está circunvalado por otras dos formaciones del mismo tipo. Bajo un paraguas común coexisten distintas tradiciones de una matriz ideológica que ya acumula siete décadas de historia.
Las vertientes que privilegian la militancia en los sindicatos tradicionales, conviven con las corrientes que lograron una gran inserción en los movimientos sociales. Las variantes abiertas a la renovación teórica cohabitan con los partidarios de razonamientos más convencionales.
Esa preeminencia del trotskismo no anula la enorme incidencia de otras tradiciones de la izquierda, que hasta ahora no tienen cabida en el FIT. La ampliación de ese frente será un tema un clave, si su crecimiento plantea desafíos de mayor calibre. No es lo mismo disputar la calle, la dirección de sindicato o un mayor número de legisladores, que dirimir una intendencia o una gobernación. Esa eventualidad exige cohesionar previamente una estrategia de poder, que traduzca la repetida convocatoria al gobierno de los trabajadores en un curso efectivo para alcanzar esa meta.
Muchos dirigentes del FIT vislumbran un desplome próximo del peronismo, que desembocaría en una oleada de adhesiones a los ideales del socialismo. Con esa óptica han leído el resultado de las últimas elecciones, observando una gran erosión en el fervor justicialista del pasado. El acierto de esa constatación no se extiende sin embargo a su novedad.
El peronismo atravesó incontables momentos de retroceso, que no impidieron su reconstitución posterior. Ha logrado una supervivencia que lo distingue de sus pares de la región (Varguismo, APRA, Cardenismo). Además, sus modalidades reaccionarias (isabelismo, menemismo) fueron reiteradamente contrapesadas por opciones progresistas (socialismo nacional, camporismo, kirchnerismo). Esa trayectoria indica que el peronismo afronta nuevamente una gran crisis, pero no necesariamente el derrumbe terminal que tantas veces se ha presagiado.
El registro de esa complejidad induce a buscar políticas activas de crecimiento de la izquierda, sin esperar el indefectible colapso del adversario. Sólo en la maduración de esas experiencias podría consumarse el ansiado viraje popular del nacionalismo hacia el socialismo. Ese giro estuvo a la orden del día sin fructificar en varias ocasiones del pasado (la resistencia, años 70, debut del alfonsinismo,
declive del menemismo).
Tampoco el colapso del Estado en escenarios de catástrofe social y gran revuelta popular conducirían de por sí a la esperada mutación hacia la izquierda. Los dos antecedentes más recientes de ese desmoronamiento (1989 y 2001) no suscitaron ese viraje. La simple gestación de una “situación pre-revolucionaria” no es sinónimo de adhesión al socialismo.
La dinámica concreta de la radicalización política rehúye los cursos preestablecidos. A lo sumo se puede prefigurar tentativamente ese rumbo evaluando experiencias internacionales. El gran modelo de referencia del trotskismo -la revolución bolchevique de 1917- carga con el doble problema de la distancia temporal y su propia frustración posterior. Ningún logro de esa extraordinaria epopeya ofrece elementos de actualidad o familiaridad con las disyuntivas de Argentina.
Las conexiones con un proyecto transformador pueden ser exploradas en procesos más recientes. Un ejemplo son las conquistas logradas en Cuba (educación, salud, control de la delincuencia) en un escenario de indescriptible adversidad. Otro precedente es el crecimiento con redistribución del ingreso que consiguió Bolivia en la década pasada, mediante el control estatal de la renta. También podría tomarse en cuenta la forma en que la ausencia de financiarización y neoliberalismo contribuyó al extraordinario crecimiento contemporáneo de China.
La tercera fuerza política del país no podrá acrecentar su credibilidad, soslayando evaluaciones de esta índole. Las evasivas, las convocatorias a la imaginación y las alusiones a episodios libertadores del siglo XIX, no resuelven los interrogantes que actualmente afronta el país.
Otro enigma del mismo alcance rodea al camino que correspondería transitar para alcanzar el poder político. Esa meta es la llave maestra de cualquier transformación social. Para consumarla el sendero revolucionario de los soviets es una opción abierta, pero tan imprevisible como carente de antecedentes recientes.
Un curso más imaginable ofrece, en cambio, la conocida distinción entre la obtención del gobierno y la conquista del poder. Esa secuencia incluye un amplio abanico de trayectorias posibles para el proyecto de la izquierda. Evaluar esas opciones induciría a concebir alianzas que por el momento no figuran en la agenda del FIT.
Más urgencia tiene el replanteo del voto en blanco en la segunda vuelta de los comicios presidenciales. Los vertiginosos sucesos de América Latina aceleran esa definición y el inminente balotaje en Chile impone un pronunciamiento ¿Es lo mismo el fascista Kast que el socialdemócrata Boric? ¿Son equivalentes las consecuencias de la victoria de uno u otro? ¿Cuál es la postura del FIT frente a esa decisiva elección?
La izquierda exhibe el contundente mérito de la firmeza frente al mayor problema del país. Rechaza sin ningún titubeo el acuerdo con el FMI y convoca a la resistencia activa en las calles. A partir de ese acierto debe abordar los grandes problemas que definirán su futuro.
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