E-book: de la tecnología a la mentalidad, y viceversa
11/04/2013
- Opinión
Si bien, en términos de análisis evolutivo general, es más fácil admitir que a través de la irrupción de los adelantos tecnológicos se producen importantes transformaciones sociales, se hace más esquivo el reconocimiento en el plano inmediato que atañe al individuo o al entorno con el cual se relaciona. O sea: aun cuando reconocemos, con cierta facilidad, que la invención de la imprenta y la expansión posterior de sus resultados a la sociedad fueron un hito inconmensurable para la historia de la humanidad y que, así mismo, el surgimiento del cine abrió nuevos horizontes a la creación humana y no por ello hizo desaparecer al teatro, los adelantos tecnológicos que hoy afectan al universo del libro reeditan un conjunto estándar de anquilosadas actitudes.
Entre las de tono apocalíptico, se hallaron dos que parecían, además de inquietantes, llamadas a transformar de plano el contexto cultural:
la declaración de muerte instantánea del libro, y
el anuncio de la desaparición definitiva del autor.
En muy poco tiempo, en cambio, el libro ha demostrado que, sin él, es imposible un proceso de reordenamiento de la lectura de acuerdo con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Lo mismo ha ocurrido con la presencia del autor, pues los mecanismos de intercambio comercial han confirmado que el alza de las ventas se relaciona directamente con la presencia legitimadora de autores y obras asentadas en la cultura universal. Así, el absolutismo apocalíptico de la renovación —o decapitación— del libro y del autor se ha convertido en fiambre noticioso de inmediato. Y aunque una gran cantidad de usuarios de Internet han tenido la posibilidad de dar a conocer sus obras, no ha ocurrido, por ello, la publicitada afluencia masiva de autores revelación. Más bien, el panorama se ha saturado de elementales sucedáneos y de un insostenible empirismo aficionado. Justo de este elemento parte la mayoría de los argumentos de descrédito, como si no existiese también un subproducto en todos y cada uno de los ámbitos de la creación artística y literaria.
Sí ha progresado, en cambio, la visión tecnológica del fenómeno, y se han sofisticado los dispositivos que ya se encargan de ir socializando los nuevos instrumentos por los que puede accederse a la lectura. Más lento avanza el concepto creativo del autor, que aún piensa desde la perspectiva del libro producido en la imprenta; e incluso en la propia imprenta como única herramienta posible de reproducción. Por insólito que pueda parecer, emerge una negativa a reconocer el carácter instrumental de los nuevos mecanismos de reproducción tecnológica. De modo que se hace necesaria esa avalancha de productos banales desde el punto de vista de las proposiciones asertivas, pero sustanciales desde la perspectiva de la forma. El rechazo a las nuevas transformaciones tecnológicas se basa, estrictamente, en una actitud contenidista, parcial y reductora, que se niega a reconocer hasta qué punto la forma puede incidir en los propios contenidos o —para decirlo con menor imprecisión— hasta qué punto es insobornable la unidad dialéctica entre forma y contenido.
Frente al formalismo apocalíptico de la tecnología como exterminador, como agente que, con solo aparecer, borra todo precedente, va aflorando una especie de reconciliación, igualmente formalista, entre los nuevos dispositivos y las formas tradicionales de la creación. De ahí que la socialización haya arrojado resultados en el terreno del activismo social, de cuyo ámbito son parte activa, antes que en el de las artes y la literatura, al cual los espontáneos emergentes no pertenecen por oficio.
La mentalidad editorial también ha demostrado su resistencia a la evolución: ha seguido pensando en normas de contratación limitadas a trasladar arbitrariamente la plataforma de comercialización del libro de papel al panorama del comercio del e-book. La vieja y conocida ley económica del incremento de la ganancia a través del abaratamiento de los costos introdujo el pánico entre el gremio de editores que monopolizaban —y monopolizan— los derechos de autor. No porque no se abaratasen los costos, y los precios, sino porque el fenómeno ocurría al margen de sus propios mecanismos de control y beneficios. Declaraban, en campañas donde se presentaban como víctimas timadas y no como comerciantes desbancados, pérdidas millonarias que se hallaban muy por encima de las ganancias de los comercializadores “ilegales” y, por contraste, desproporcionalmente elevadas respecto a lo que los autores suelen recibir. Pero esos empresarios, estrictos celadores de sus intereses comerciales y de sus siempre incrementadas plusvalías, descargaban sobre los escritores el papel de víctimas; y no se acusaban a sí mismos por las bajas ganancias del autor, sino a quienes socializaban contenidos y abarataban costos.
De ahí que, en principio, intentaran negociar, infructuosamente, con los propietarios de plataformas como Megauploud.com, cuya criminalización fue alta e intencionadamente publicitada. Las proposiciones de acuerdos fueron rechazadas, desde luego. No era, entiéndase bien, una cuestión altruista, ni una revolución social a través de lo tecnológico, como en ocasiones se ha presentado, sino una consecuencia de lo que la tecnología predestinaba, una visión del escenario de intercambio que se hallaba fuera del dominio inmediato de los monopolios editoriales, sobre todo en el ámbito de la mentalidad.
Hay, pues, una dependencia contractual —no solo en las fojas firmadas sino, además, en la conducta social— entre editoriales y autores que ha impedido a estos últimos acortar el camino al éxito y a los beneficios económicos. Y, por demás, se impone el vacío comunicativo entre los creadores de los nuevos dispositivos y plataformas de intercambio y los autores. Téngase en cuenta que en el caso de la música, parte activa de los intereses culturales de los creadores y gestores de estas plataformas, los derroteros han sido diferentes y así también los avances y beneficios que los músicos perciben.
De todo ello se deriva un proceso de criminalización que intenta recuperar, para ella misma, el terreno perdido por la industria cultural. Se crean proyectos de leyes que buscan domeñar las posibilidades concretas de la socialización de la tecnología bajo el pretexto de defender la propiedad intelectual y la legalidad del comercio. El verdadero objetivo, desde luego, se enfoca en no perder el control que hasta ahora se ha ejercido sobre esa propiedad intelectual y, por supuesto, sobre las vías de comercialización. Autores que son parte ya del entramado comercial y que han mejorado su poder adquisitivo —aunque no precisamente su estatus de proletarización continua— apoyan la campaña y consideran piratería incluso el intercambio gratuito de obras, cuestión análoga a la función que cumplen los bibliotecarios. Se cierran o se reducen bibliotecas públicas, en un intento por privatizar todo servicio.
Coinciden así, paradójicamente, el desarrollo de plataformas con altas posibilidades de socialización masiva y la expansión global de las empresas comercializadoras. La industria del libro, que se hallaba ante una encrucijada por la subida de los costos de insumo, recibe una inyección vital con lo que llamará piratería. Así, una vez que pasa el shock inicial del nuevo impacto tecnológico, se retroalimenta y, como decían los campesinos de mi infancia, “cobran soga”. Como el autor no ha dejado de ser parte del ejército de reserva laboral de base, no halla otra opción que la de seguir esperando por el salvador empleo de la empresa.
Por otra parte, la complejidad del pensamiento que define los niveles de comprensión del alcance de las nuevas tecnologías va quedando desdibujada tras las numerosas gestiones de facilitación del uso de programas y dispositivos. Una paradoja natural que, sin embargo, resulta camuflada —y hasta distorsionada— bajo la competencia comercial de esos dispositivos y bajo los propios mecanismos de control de la propiedad intelectual.
Por debajo de todo, quedan la promoción de la esencia de las obras y su posible impacto cultural. Lejos de complicarse en sistemas de hipervínculos y en la búsqueda de construcciones experimentales de hipertextos, la producción narrativa tiende a un orden episódico convencional que estandariza la lectura y facilita el empleo del audiolibro, una modalidad que también ha recibido su cuota de rechazo. De modo que, a la complejidad de los avances tecnológicos —que son, al mismo tiempo, factibles de socialización inmediata—, la mentalidad empresarial responde imponiendo un nuevo orden de contención, en tanto la mentalidad autoral se deja sacudir por el extrañamiento del dispositivo y retarda el salto.
No hay tradición que sobreviva si no es capaz de convivir, y utilizar, los adelantos tecnológicos. Esa es la esencia que no debe perderse de vista ante los nuevos escenarios del e-book, que es aún un sucedáneo del libro de papel y, por lo pronto, un producto que, teniendo múltiples posibles receptores, carece de demanda y, sobre todo, de la existencia de autores que puedan sostenerla.
Fuente: Cubaliteraria, 11 de abril de 2013
https://www.alainet.org/es/articulo/75264?language=es
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